4 de agosto. La alarma de mi móvil suena, inoportuna como siempre. Lo alcanzo a tientas, lo paro y miro la hora: las 3.00. Entonces recuerdo: estoy en el Hilton de Portland (Oregon) y dispongo de media hora para ducharme, vestirme y hacer la maleta, que apenas he deshecho. Bajo a recepción, pago el hotel y salgo a la puerta. A esas horas no está abierto el bar ni nada. Sorprende incluso que haya calles, farolas y semáforos. En la puerta, como un escarabajo gigante agazapado en mitad de la noche, me espera un vehículo de Black and White Cabs. La noche es cerrada, hace calor y el taxi vuela por calles vacías. Llegamos al aeropuerto bastante antes de las 4.
Salir de Estados Unidos es mucho más fácil que entrar. Y el aeropuerto de Portland es pequeño. Mi vuelo, de Delta Airlines, sale a las 6.00 y tiene previstas dos escalas: en Seattle y New York. En el mostrador dejo mi maleta grande, facturada directamente hasta Madrid, paso la seguridad y camino hasta la puerta de embarque. Hay pocos viajeros, algunos trajeados y con maletín de cuero. Aprovecho la espera para acercarme a desayunar un café con un croissant en el único bar abierto. El avión sale puntual. Es un pequeño reactor que no tarda ni una hora en llegar al aeropuerto de Seattle-Tacoma que, al contrario del otro, es enorme. He de coger un tren para ir de una terminal a otra y luego caminar un buen rato hasta la puerta de embarque.
El avión a New York tiene fijada su hora de salida a las 9.30. Consulto un tablero de salidas y encuentro una información inquietante: el vuelo a NY tiene un retraso de al menos hora y cuarto. En el mostrador no hay nadie a quien preguntar. Consulto mi billete. En New York tengo un margen de poco más de dos horas para hacer el transfer. A poco que se retrase un poco más, puedo perder el vuelo. Lo de echar a correr y llegar con la lengua fuera sale una vez en la vida. No puedo ni soñar en repetirlo, mis lectores no se lo tragarían, demostraría ser un pésimo guionista de la película de mi vida. Sigo un rato pululando por el espacio impersonal, estándar, idéntico al de cualquier otro aeropuerto. Curioseo por las tiendas, observo al personal, miro cien veces a los tableros. De pronto se producen dos cambios. El tablero indica ahora que el retraso es ya de 1.45 horas. Y aparece una azafata de tierra que se sienta en el mostrador y enciende el ordenador. Hay otro vuelo que va salir antes desde esa misma puerta.
Me acerco y le planteo mis dudas. Tranquila y amable, busca los datos de mi vuelo, consulta la pantalla y cabecea de forma significativa: tengo razón, el vuelo New York-Madrid ya lo he perdido. Ella no puede hacer nada, tengo que ir a las oficinas de Delta. No están lejos. Allí me atiende otra señora de mediana edad, también avispada y muy amable. Como primera opción, estoy en mi derecho de subirme al avión retrasado y esperar el primer vuelo a Madrid que haya. El problema es que ese vuelo no sale hasta el día siguiente. No hay más vuelos ese día. La compañía me pagaría el alojamiento esa noche. He debido de poner cara de qué bien, tío, una noche en NY, porque enseguida me aclara que sería en un hotel al lado del aeropuerto. Apenas podría ver nada de la ciudad.
Pero, si yo lo que quiero es llegar a casa cuanto antes, ella me ofrece una alternativa: ir por París. Es una posibilidad a considerar. Desde París hay muchos vuelos a Madrid y yo llegaría a casa el sábado 5, como estaba previsto, sólo que por la tarde en vez de por la mañana. No hay más que una pega, me dice. El primer vuelo a París es a las tres y pico de la tarde. No importa, puedo esperar. Pero yo veo otro problema. Mi equipaje se ha facturado para la ruta Portland-Seattle-New York-Madrid. Al cambiar esa ruta, ¿no se perderá? Me dice que no me preocupe, que en cuanto ella haga el cambio de vuelos, los equipajes se redireccionan de manera automática. No me quedo muy convencido, pero no veo otra alternativa. Acepto, teclea un buen rato en el ordenador y me imprime mis nuevos billetes.
El embarque a París será poco después de las 14. Tengo un buen rato de espera. Me siento a tomar un segundo café. El tiempo pasa muy despacio. No tengo ningún libro, me terminé el de Cercas el día anterior. En la librería no hay nada en castellano. Compro un paquete de salmón salvaje del Pacífico envasado al vacío, para regalar. Entonces se me ocurre escribir un post para el blog. Nada mejor para llenar el tiempo. Encuentro un restaurante-hamburguesería con mesas amplias, que me parece adecuado. Pregunto si puedo sentarme a tomar sólo una cerveza. Por supuesto. Un problema: el cable de enchufar el ordenador está en el equipaje facturado, una bobada debida a las prisas al hacer las maletas. He de apresurarme para no agotar la batería. Tengo una idea base: estoy atascado en Seattle como Dylan en Mobile.
Al rato aparece un tipo joven, grandote y jovial que me pregunta si se puede sentar en mi mesa, está todo lleno. Hablamos y confrontamos nuestras peripecias idénticas: es checo, iba a Praga vía New York y ha perdido el segundo vuelo por el retraso del primero. Y también lo han convencido de cambiarse al vuelo de París. Y, por supuesto, comparte mi inquietud por su equipaje. Teme que se lo manden a Australia, dice. Se llama Stanislav y ha venido a Seattle a un congreso del sector de la alimentación, con dos colegas que se han quedado comprando algo y ahora le alcanzarán. Es que él no podía esperar más por una cerveza. Llama al camarero y le pide una como la mía, que tengo terciada. Mi texto está ya enfocado, pero la batería está a la mitad. No puedo seguir hablando con el checo. Le digo que me disculpe, que estoy haciendo el informe sobre mi congreso y me estoy quedando sin batería, porque mi cable va seguramente camino de Australia. Cuando llegan sus dos colegas ya se ha bebido su pinta. Piden hamburguesas y una ensalada de primero, cada uno. La mesa es amplia, así que yo también me pido una hamburguesa.
Los tres están cortados por el mismo patrón: grandes, colorados, sanotes. Con aire de charcuteros o taberneros. Hablan alto, lanzan grandes risotadas y me incluyen en sus bromas. Tengo que darme prisa con el texto, dentro de nada no va a haber quien escriba con el jolgorio. Llegan sus ensaladas y ya se piden su segunda pinta (Stanislav la tercera). Llegan por fin las hamburguesas, el texto está listo para publicar, me falta enviar mi mensaje al mailing de seguidores y colgarlo en Facebook. Pero ya tengo que sumarme al cachondeo. Me pido una segunda pinta de IPA beer, para pasar la hamburguesa. Mis colegas van por la tercera y cuarta, se han devorado las ensaladas y todo el pan que les han puesto y ahora se terminan sus hamburguesas en un periquete. Entonan una canción popular a dos voces, que suena fenomenal y suscita el aplauso de las otras mesas. Luego me gritan ¡Viva el profesor! y ¡Viva España! Y acaban cantando lo de Y viva España.
Cada uno saca su tarjeta de crédito para pagar. Stanislav se asombra: su cuenta es la más alta. Le han cobrado lo mío también. El camarero se disculpa, creía que éramos amigos. Saco yo mi tarjeta y lo arreglan. Ellos son hiperactivos, pero yo quiero quedarme un rato más en el lugar, a terminarme tranquilamente la hamburguesa, la segunda cerveza, apenas empezada, y mis deberes blogueros. Me levanto a darles unos abrazos y se van. Después repaso mi texto, lo publico y lo difundo por los canales habituales. Las ondas van más rápidas que las personas. El ordenador está en las últimas cuando lo cierro. Y todavía tengo margen para darme un paseo antes del embarque.
El vuelo a París va a ser puntual. Y mi nivel de alcohol en sangre es suficiente como para que me importe todo un rábano. Aun así, le hago una pregunta a la señora, ya sesentona, que está en el mostrador: si yo tengo un ticket de facturación por una ruta, al cambiarla ¿se cambia la ruta automaticamente como me han dicho? Levanta las dos manos, se encoge de hombros y enfatiza: It should...(debería). El avión es enorme. Los checos se han sentado en el otro extremo, parece que ya se les ha pasado el punto. Algunos pasajeros se recolocan y a mi lado queda un asiento vacío. Bueno para tenderse a dormir. Una cuenta rápida: hemos despegado a las tres de la tarde. Eso en París y en Madrid son las doce de la noche. Rechazo la primera comida que me traen, tengo la hamburguesa todavía asomando por encima de la epiglotis. Me calzo un somnífero y me tumbo en mi doble asiento.
Mucho después amanezco entumecido y dolorido. No tengo ni idea de por dónde vamos. Me duele la cabeza. Todas las persianas van bajadas y la mayoría del pasaje está completamente frita. Ya en el horario europeo son como las cinco de la madrugada. Me han dejado al lado del culo un paquetito con la segunda comida. Es una especie de empanadilla con una ensalada insulsa, un cubito de queso y alguna cosa más. Y una botellita de agua. Me lo como, voy al baño, camino arriba y abajo. No tengo sueño. Busco entre las películas y elijo Un golpe con clase. Es aquella película de tres ancianos que deciden atracar el banco que les está extorsionando. Es divertida, los actores son excelentes (Michael Caine, Morgan Freeman y Alan Alda). Y además cuenta con la simpar sonrisa irónica de la gran Ann Margret, conservada a través de los años. Pero no es comparable a Los dinamiteros, con Pepe Isbert. En este momento he perdido ya la noción del tiempo. Me siento como un viajero galáctico perdido en el espacio/tiempo. Podría contarles que me vino a la cabeza alguna música de David Bowie, o de Dylan, o de Nirvana, o de los Stones, en la línea más cool de este blog, pero no les mentiré: lo que sonaba en mi cabeza era un grupo murciano que hace versiones y que se llama M-Clan. Qué quieren que le haga, uno tiene también su vena hortera vernácula. Aquí se la pongo.
Sigue transcurriendo un tiempo interminable y yo soy un cowboy del espacio azul eléctrico, ya ven. En un momento dado dan todas las luces y empiezan a repartir un desayuno copioso. El secreto de Delta Airlines para hacerte el trago más llevadero consiste en forrarte a comida. El avión aterriza sin problemas en el Charles de Gaulle y ya me siento un poco como de este lado. Son las 10.15 de la mañana del sábado 5 de agosto. Y mi vuelo a Madrid es a las 3.40pm. Nuevo tren de conexión entre terminales, nuevas caminatas, nuevos escaparates. Casi al final de mi tiempo de espera me compro una baguette de salchi francés con una lata de Heineken, porque sé que en el vuelo a Madrid no me van a dar nada: este será un vuelo de Air France, que son unos rácanos.
El vuelo sale puntual, va abarrotado y yo me vuelvo a quedar frito, porque ya no sé ni en que hora me encuentro. El aterrizaje enfrente de la T4 es el más basto que me ha tocado sufrir en todo este viaje. Había turbulencias finales sobre la meseta. Y la azafata, en su mensaje de despedida, dice textualmente: la temperatura en tierra es de 40 grados, lo que suscita una risa nerviosa generalizada. El avión ha de rodar hasta los muelles de la T2, lo que se lleva casi tanto tiempo como el vuelo Portland-Seattle. Y luego hay que caminar un largo trayecto hasta el lugar por donde salen las maletas. Entre ustedes y yo, cada vez que me veo en ese trance y finalmente veo aparecer mi maleta, mi mente se lo toma como el resultado de algo milagroso, de un mecanismo universal prodigioso que hace que cada maleta salga por el agujero correcto.
Esta vez, el milagro no se produjo. Cuando se encendió el letrero "descarga finalizada", caminé con el rabo entre las piernas hasta el mostrador de las reclamaciones, en donde había una cola mediana. Atendían dos personas, una chica joven sonriente y un señor mayor de aire estresado, que además atendía el teléfono. A medida que avanzaba la cola, el hombre se iba poniendo más histérico, hasta que, de pronto, se puso a dar voces destempladas al comunicante de turno: mira, Fulano, tengo que cortarte, que hoy llevamos ya 56 maletas perdidas, 56, no te digo más. Me tocó la chica sonriente. Le expliqué mi problema y se adelantó a decirme que seguramente la maleta estaba en París, que le había pasado lo mismo a otros pasajeros del mismo vuelo. Pero se equivocaba, le pasé mi resguardo, lo metió en un lector y al instante se desdijo: mi maleta estaba en Nueva York. Vendría en el vuelo siguiente, que era el domingo 6 por la mañana, y me la llevarían a casa por la tarde.
Entonces salí al bochorno madrileño, sin maleta y con una cierta sensación de alivio: el final de mis aventuras estaba ahí, al alcance de mi mano. Decidí que pasaba de taxis. No me gustan los taxistas, no tenía prisa y estaba más allá del cansancio. Me subí en el Metro, viajé hasta Nuevos Ministerios y allí tomé el tren a Atocha. Y, dentro de mi recobrada sensación de relax, decidí no coger el Metro de Atocha-Renfe a Atocha, como hago de costumbre (me rompí un brazo al intentar hacer ese trayecto en sentido contrario). Por el contrario, caminé a través de la estación, que estaba razonablemente fresquita, crucé el invernadero y salí a la plaza. Y allí me aguardaba la última de las anécdotas insignificantes que han conformado el largo relato de mi viaje a Portland.
Circulando por la acera de la estación, se puso verde el semáforo de peatones. No había coches por medio y decidí hacer una diagonal por la amplia calzada, para atajar. Y, nada más pisar la calzada, se produjo un alboroto notable en la acera opuesta. Allí se ponen los manteros, todos de raza negra, y de vez en cuando aparece una moto de policía y los espanta. Suelen tener a uno de ellos apostado para dar el agua. En cuanto el tipo da la señal, tiran de la cuerda, convierten la manta en hatillo y echan a correr como almas que lleva el diablo. Eso fue lo que sucedió en ese momento. Y la prisa extrema les hizo salir de estampida por la diagonal por la que yo caminaba. Se me vinieron encima a la carrera, pensé que podían tirarme y me quedé quieto. Me esquivaron, pero uno de ellos se tropezó ligeramente conmigo y se le cayó a mis pies un sombrero blanco de los que llevaba, con etiqueta y todo. Lo cogí del suelo y salí tras él gritándole: ¡Eh, amigo, que se te ha caído esto! Pero hace años que quedó demostrada la supremacía de los negros en la disciplina de la carrera de fondo.
Me quedé con el sombrero en la mano, corriendo todavía por inercia hasta pararme. Entonces, desde el grupo de peatones que cruzaban correctamente por el paso de cebra, me llegó una voz: ¡Eh, jefe, déjelos, hombre, quédeselo usted, que seguro que le sienta bien! Usted ya ha hecho lo que ha podido. Miré y vi que todo el mundo estaba pendiente de mí. Me puse el sombrero y me gané una pequeña ovación. ¿Ve usted, hombre? –decía el que me había voceado–, si le queda como un guante... Es como si lo hubieran fabricado para usted. Seguí hasta casa. Dos ideas rondaban mi mente. Una: el tipo me había llamado jefe, igual que mi amiga indonesia Tantri. A medida que me voy haciendo mayor, cada vez mando menos, tanto en mi trabajo como en mi casa y, sin embargo, cada vez me llama más gente jefe. Otra: si me siguen pasando cosas como esta, incluso en Madrid ¿será que las llevo conmigo tanto si estoy de viaje como si no? Mi vida es un blog, aquí y en San Petersburgo. Les dejo la foto con mi nuevo sombrero. Está fabricado en China y es muy cómodo. Un digno colofón para esta serie de textos. ¡Ah! la maleta me la trajeron el domingo por la tarde. Y, haciendo la cuenta en horas reales, desde que salí de la puerta del Hilton de Portland, hasta que abrí la puerta de casa con mi llave, transcurrieron exactamente 30,5 horas. Buen fin de semana.
Me ha encantado tu serie sobre el viaje, igual que las de otros anteriores por Europa, que llamaste TD y TR. Veo que mantienes el pulso narrativo. Un par de cosas.
ResponderEliminarEsta mañana en la SER han puesto un largo reportaje sobre las mujeres que limpian hoteles. He averiguado que se las conoce en España como las Kellys. Es una profesión dura y mal pagada. Un dato para próximos viajes.
Otra. Estuviste tres días en Seattle. Luego vas en tren a Portland. Estás una tarde. Luego vuelas a Seattle. Y te tiras la mañana entera en el aeropuerto. ¿No es un poco absurdo?
Gracias y enhorabuena.
Gracias por los elogios.
EliminarLo primero lo desconocía. Leo que la cosa viene de las Que-li, es decir, las que limpian la habitación. En mi tiempo, al pinchadiscos de las discotecas le llamábamos el Al Capone. Al-ca-pone-los-discos.
En lo segundo tiene razón. El motivo de esa especie de baile de la yenka está sub-judice y no lo puedo comentar todavía. Cuando lo tenga resuelto, tal vez lo comente.
Me sumo a la felicitación. Lo cuentas todo, lo que le da un punto de autenticidad impagable. Un sabe que lo que se cuenta está pasando de verdad. Y, camufladas en medio de la rutina, una serie de sorpresas, de pequeñas anécdotas divertidas. Me quedo con la aparición del Lenin de bronce. Es lo último que me esperaría encontrar en Norteamerica.
ResponderEliminarGracias también a usted. Yo me lo he pasado muy bien y aquí me he limitado a contarlo. Para mí lo de la estatua de Lenin ha sido también uno de los momentos clave del viaje.
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