Bueno, descanso un rato de las
tareas de preparación de mi inminente viaje a Portland (Oregon, que no
Valderrivas) y me siento a cumplir con el blog, aunque entiendo que muchos de
mis seguidores habituales estarán por ahí en alguna lejana playa o montaña
disfrutando de un merecido descanso. En Madrid se nota el éxodo, yo creo que la
gente vuelve a irse de vacaciones con el mismo furor que en los tiempos
anteriores a la crisis, hasta el punto de que, desde mediados de la semana
pasada, estoy acudiendo a mi trabajo en coche, porque estos días hay sitios
para aparcar en un parque cercano a mi oficina, donde durante el resto del año
es misión imposible encontrar un hueco.
Como les contaba en el post
anterior, mi próximo workshop supone
un salto adelante en mi carrera de conferenciante o participante en mesas
redondas y formatos similares. Una cosa es salir a un estrado y soltar un rollo
(en el idioma que sea), que te has podido preparar y ensayar y apoyándote con
imágenes que entretienen a un auditorio pasivo, que se limita a escuchar. Como
mucho, al final te hacen unas cuantas preguntas, que contestas como puedes, o
incluso, como me sucedió en San Petersburgo, a veces te espera la prensa o la
TV y te graban unas declaraciones en directo. Esto tiene un nivel de dificultad
que nunca me ha supuesto grandes problemas. Lo de Portland es diferente. Lo de
Portland es un encierro de tres días con un grupo de técnicos de diferentes
países, cada uno con un acento diferente y con los que tengo que mantener una
comunicación continua, que no se interrumpe ni para las comidas y cenas, que
serán colectivas.
He participado en talleres de este
tipo, por ejemplo en Amberes, pero se trataba de sesiones de una hora o dos, en
las que a ratos no me enteraba de lo que se estaba diciendo, pero no pasaba
nada, porque captaba el sentido general y eso me permitía intervenir de vez en
cuando. Y luego me podía ir a descansar al hotel o a dar una vuelta. Esta vez
mi grado de riesgo y compromiso es más alto y veremos qué tal me sale. En
realidad, esto de hablar en público es una tarea que se aprende a base de
practicar y repetir, siempre que, por supuesto, te interese mejorar y te
esfuerces en lograrlo. En este blog he contado ya mis historias de corredor (Post #47,
Post #80
y Post #90)
y mi trayectoria de escritor (Post #117
y Post #118).
Bueno será hacer memoria de mi andadura de conferenciante.
En realidad yo siempre tuve una cierta
vena de showman, que desarrollé en el Colegio Mayor en el que viví cinco años
y, más adelante, en las ocasiones que se me presentaban, pero siempre en tono
festivo o jocoso, interpretando canciones a la guitarra, haciendo imitaciones o
monólogos, con bastante soltura y frecuente cosecha de aplausos. No hace mucho
recuperé esa vena en la comida que le dimos a mi amigo X con motivo de su
jubilación. Ese sustrato me ha dado bastantes tablas a la hora de hablar en
público, aunque se trate de temas más serios. Tengo un currículum con un anexo
en el que minuciosamente voy anotando todas mis actividades de difusión del
urbanismo de Madrid y, según mis notas, mis primeras conferencias son de 1997,
hace ya veinte años.
Empecé dando charlas sobre el
Plan General en cuya elaboración participé entre el 92 y el 97 y luego fui
ampliando los temas de mis intervenciones, a partir de un hecho incontestable:
a todos mis compañeros del Ayuntamiento este tipo de actividades les parece un
coñazo y una cosa incómoda y fastidiosa y a mí, por el contrario, me encanta.
Así que, cada vez que había que atender a alguien de fuera, la tarea acababa
cayendo sobre mí. Especialmente con los extranjeros. En la antigua Gerencia de
Urbanismo de la calle Paraguay, los conserjes y ordenanzas, cada vez que veían
aparecer a alguien al que no entendían, o con pinta de extranjero (por ejemplo,
un negro o un chino) me llamaban corriendo. Los grupos más numerosos
normalmente avisaban y se les preparaba una sala con proyector, etc.
Naturalmente, yo pedía que estos grupos vinieran con un intérprete y les
hablaba en español.
Como buen autodidacta, me
preparaba mis charlas de forma un tanto heterodoxa, basándome en mis recuerdos
y mi práctica como urbanista, porque nunca he sido un estudioso del tema. Aquí
tengo que citar una ocasión en la que sucedió algo decisivo. He rastreado la
fecha en mi currículum y parece que fue el 1 de junio de 2005. Ese día debía de
dar una charla a un curso de postgrado de la Escuela de Ingeniería del
Territorio, de Cagliari. En esos tiempos eran muy frecuentes los intercambios
con la Escuela de Arquitectura de Madrid. Normalmente había un profesor de aquí
que contactaba con nosotros, pero luego no venía con los chicos. O a lo mejor
sí venía, pero se limitaba a acompañarlos hasta el salón de actos y luego se
iba y aprovechaba la ocasión para ir a ver a alguno de mis compañeros con más
pedigrí de arquitecto.
Ese día, los italianos venían con
Julio Pozueta, catedrático ahora a punto de jubilarse y uno de los urbanistas a
los que más respeto, dentro del mundillo endogámico de la Escuela, en el que
nunca me he movido muy a gusto. Julio me presentó y pensé que, como todos sus
colegas, se marcharía de la sala. Con terror observé que se sentaba en la
primera fila. Le pregunte: –Julio, pero ¿te vas a quedar? Abrió los brazos y
dijo: –Claro. –Es que me da mucha vergüenza, porque lo que yo suelo contar no
tiene ningún rigor académico; son sólo mis reflexiones personales basadas en mi
práctica profesional de años. Un poco sorprendido, me contestó: –Si quieres, me
voy. Obviamente, le dije que se quedara. Hice mi presentación un poco incómodo
al principio, pero a los cinco minutos me había olvidado de su presencia. Y al
final, para mi sorpresa, me felicitó. Me dijo que mi discurso había estado muy
bien, que era muy personal pero, precisamente por eso, muy interesante para
unos alumnos de postgrado.
En fin, tuvo que venir alguien a
decirme que lo que yo hacía tenía un cierto nivel. Y a mí los halagos siempre
me sirven de acicate. A partir de ahí me esforcé en leer cosas al respecto, en
ampliar datos, en contrastar las fuentes de todo lo que iba incorporando y en
mejorar mis imágenes. Lo que ahora le cuento a la gente es diez veces mejor que
lo que pudo escuchar mi admirado Julio Pozueta, que seguramente ni se acuerda
de esta anécdota. En paralelo fui también reforzando mi dominio de los idiomas.
Yo estudié francés en el cole y aprendí un inglés elemental a fuerza de
traducir las canciones del rock and roll. Y tengo una facilidad innata para los
idiomas, de raíz familiar. En este terreno la mejora fue gradual.
Ya les he dicho que al principio
utilizaba intérpretes. Pero cuando me traducían al inglés o al francés, mi
conocimiento de esas lenguas me permitía darme cuenta de cuándo el intérprete estaba
contando algo diferente de lo que yo había dicho en español, lo que me ponía
muy nervioso y me cabreaba mucho (y que no me sucedía con el japonés, el
coreano o el ruso). Entonces empecé a lanzarme a hablar en francés y en inglés,
pero siempre con el intérprete al lado, a quién recurría para ayudas de
vocabulario o expresiones que no me venían a la boca, o incluso para continuar
en español cuando me cansaba. El paso siguiente fue recibir delegaciones sin
intérprete.
Una vez dado ese paso empecé a
acudir al extranjero, a congresos y saraos diversos. Por ejemplo, mis trabajos
en Sri Lanka incluyeron tres charlas con público en Colombo. Aunque aquí ya
debía manejarme en inglés con los locales y en francés con mis colegas de
París. Los idiomas no tienen otro secreto que practicar y practicar. Y si
tienes una cierta facilidad y un poco de oído musical, poco a poco vas
perdiendo el acento. En los últimos viajes a Sri Lanka ya me dijo Philippe que
no me quedaban restos de mi acento del principio. Y, en cuanto al inglés, pues
ya se contó en el blog que, hace dos veranos, en mi gira por tres ciudades
alemanas, me felicitaron por mi acento con el inglés en dos de las ocasiones.
La primera vez pensé que me estaban tomando el pelo. Pero a la vuelta, me
apunté al taller de conversación inglesa al que sigo acudiendo todos los
miércoles. El acicate de los halagos.
En veinte años de conferenciante,
como se pueden imaginar, me ha pasado de todo. Hace años era muy frecuente que
tú llegaras con tu presentación y te encontraras con un ordenador no
compatible. O un proyector fundido. Entonces tienes que arreglártelas sin
imágenes, lo cual es bastante difícil, sobre todo si no te lo has preparado. A
veces no funcionaba el micrófono y debía forzar la voz, algo que no me gusta. En
alguna ocasión me interrumpió algún oyente borde diciendo que lo que estaba
contando era una mierda o no era lo que él esperaba. En estos casos (poco
frecuentes), lo que yo hacía era preguntar al público si estaban todos de
acuerdo con el tipo, en cuyo caso ofrecía cortar y marcharme. Siempre quisieron
seguir y al final era el borde el que se largaba. También he hablado para
auditorios prácticamente vacíos lo cual es bastante desalentador.
Y, en una ocasión, en la Junta de
Usera contando el Avance del fallido Plan General de Gallardón, a medio speech
me quedé sin voz. Cada vez que intentaba reanudar el discurso me daba la tos.
Como el de yo tenía un chorro de voz.
Ante eso, escribí en un papel: necesitaba un vaso de agua y cinco minutos de
pausa en silencio. Transcurridos los cinco minutos, reinicié con cautela y pude
remontar la situación. El concejal del distrito, que estaba presente, me dijo
al final que le había sorprendido y admirado forma en que había sorteado el
percance.
Veremos cómo me va en el workshop de Portland. Supongo que
terminaré cada día agotado. Pero intentaré irles contando lo que vaya siendo de
interés para el blog. Y recuerden que luego tengo unos días libres para visitar
Vancouver y Seattle. Me estoy organizando y programando todo lo relativo al
viaje, pero prefiero contárselo según vaya sucediendo. Tengan paciencia y disfruten
del veraneo. Chao, chao.
El 20.07.17, Anónimo dijo:
ResponderEliminarMucha suerte, valor y al toro. Seguro que sales por la puerta grande. Yo soy incapaz de hablar en público y solo de imaginar eso de quedarme sin voz a la mitad, se me abren las carnes. Quita, quita...
Mi respuesta del 23.07.17:
EliminarMuchas gracias, hombre. Como decía Juan Belmonte, ze hará lo que ze pueda.
El 20.07.17, Mariano F. Sanchez dijo:
ResponderEliminarSaldrá todo de maravilla. Los Americanos son amables y facilitan todo. No tendrás problemas, son tan amables como los vascos
Mi respuesta del 23.07.17:
EliminarGracias a ti también. Aquí haciendo tiempo en el aeropuerto. Los americanos son cojonudos. Y los vascos también.