Escribo aquí en mi habitación de
la octava planta del hotel Executive Vintage Park, hasta donde me ha llevado la
mano del destino, como creo haberles contado en los últimos posts. Me he
refugiado en mi cuarto de hotel por puro cansancio, después de unos cuantos
días intensos de trabajo y de estrechar lazos en Portland y luego estos días
que me he tomado de vacaciones, en los que intento aprovechar al máximo el
tiempo, ya que me he aventurado a viajar tan lejos. El workshop para el que
vine ha sido interesante, divertido y agotador, sobre todo por el esfuerzo por
entenderme en inglés con la mayor parte de los participantes, si bien había una
buena parte de hispanohablantes, con los que de vez en cuando descansábamos
usando nuestra lengua común. Este grupo incluía a Tad, el representante de
Boston, que ha vivido dos años en Madrid y que planea, cuando se jubile, pasar
largas temporadas en mi ciudad, alternando con tiempos en la suya.
Como me confesó Clare Haley, la
directora del workshop, el objetivo de estos encuentros es crear lazos de
amistad entre personas de distintas ciudades, que refuercen la relación
profesional entre ellas y se conviertan en vínculos permanentes que faciliten
compartir experiencias en este mundo interconectado que hemos creado los
humanos. Si ese era el objetivo, se ha cumplido con creces. Sólo por conocer a
Thabang, el representante de Johannesburgo, o a Tantri, la chica de Yakarta, me
merece la pena haber hecho este viaje. Tal vez tendría que añadir a Shannon, de
LA, a Valeria, de Santiago de Chile, a Erica, de México DF, a Antonio Carlos
Velloso de Río de Janeiro.
En realidad todos formábamos un
grupo muy homogéneo, positivo y divertido. Todos menos la representante china,
una señora mayor de aire hierático, que sólo habla chino mandarín y a la que el
gobierno de su ciudad hizo acompañar con una intérprete y ayudante para todo,
de actitudes permanentemente serviles. Hay que decir que C40 sólo invita a una
persona por ciudad, así que la china suplementaria calculo que la habrán debido
de financiar los del partido. Estas dos señoras se saltaban la mayor parte de
los lunchs y saraos diversos con que nos amenizaban el programa. La señora de
Nanjing sólo bebía un extraño té hecho con unos hierbajos que traía, y que la
ayudante se ocupaba de recebar de vez en cuando. Todo ello establecía un muro
cultural a su alrededor que la aislaba del resto. Y, encima, el resto nos lo
hemos pasado de puta madre, como diría Zidane.
Hasta ahora no había encontrado
un solo hueco para escribir en el blog, pero he ido tomando nota y me propongo
hacerles un relato detallado, aunque con retraso. Si me paso semanas
contándoles verdaderas minucias, esta vez que estoy teniendo unas vivencias
mucho más interesantes no voy a dejar que caigan en el olvido. Así que
empezaremos por el primer día: domingo 23 de julio de los corrientes. Como les
dije, mi vuelo era a las 6 de la mañana y en la agencia me habían dicho que
estuviera en el aeropuerto tres horas antes, porque, desde que estaba Trump,
los controles para entrar en Estados Unidos se habían duplicado. Así lo hice
(para ello casi no dormí el sábado), pero resultó una precaución absurda: el
vuelo hacía una escala en Ámsterdam y, lógicamente, los controles los hacían
allí.
A las 3 de la mañana había ya varios
pasajeros esperando, por allí tirados por el suelo y los bancos, pero no había
nadie detrás del mostrador. En información, una señora medio dormida me
confirmó que hasta las 4 no venía nadie de KLM. Tenía una hora y le pregunté a
la señora si había por allí algún banco abierto para comprar unos dólares, un
tema del que no me había podido ocupar. Me dijo que había uno en la zona de
llegadas de la T1 (estábamos en la T2). Tenía tiempo de ir, hacer la gestión y
volver. En la sucursal había un chaval muy proactivo, que me consiguió vender
en un momento dos de sus productos. Yo iba a sacar 300$, pero me dijo que si
compraba 600, al volver me descambiaban
lo que me hubiera sobrado al mismo tipo de cambio. Era la oferta del mes.
También me vendió una tarjeta Global Exchange, una Master Card monedero, al
precio de 9,90€. Yo sólo tengo una VISA y ya me ha pasado que no me funcione en
algunos países del extranjero, especialmente en USA, lo que te lleva a
situaciones bastante incómodas. Así que me fui de allí con 300$ en billetes y
otros 300 cargados en la tarjeta.
El vuelo a Ámsterdam fue como un
suspiro y logré estar en la puerta de embarque para Portland con tiempo
suficiente, a pesar de los innumerables controles a que me sometieron (dos
veces me pasaron unos papelitos por el cuello y el cinturón, en busca de restos
de drogas y sustancias peligrosas, y otras tantas me cachearon minuciosamente).
Del vuelo no hay mucho que contar. Es algo muy parecido a viajar en el tiempo
como en Regreso al Futuro y otras
historias similares. Uno sale a las 8.30 de Ámsterdam y, unas doce horas
después llega a Portland y son las 11.30 de la mañana. Llevaba un somnífero que
me tomé estratégicamente, pero no es suficiente. Para pasar el trago, la
compañía se dedica a forrarte a comidas a todas horas. Mi amigo Philippe dice
que hay que comerse todo lo que te saquen en los aviones, porque ya lo has
pagado. Pero yo me salté la última de las ofertas gastronómicas de la Delta
Airlines, porque estaba a punto de reventar.
El paso de las aduanas yanquis no
fue mucho más tedioso de como yo lo recordaba de otras veces y un rato después
estaba subido en un taxi camino del Downtown de Portland. Subido en un taxi y
completamente parado en un atasco monstruoso. El taxista era una especie de
animal de pezuña con aire de acabarse de caer de las Montañas Nevadas (dudo que
supiera hacer una multiplicación) y no parecía que le importara una mierda el
atasco, mientras el taxímetro seguía marcando. Yo estaba deseando llegar, con
todo el cansancio del viaje a mis espaldas, y allí estábamos inmóviles. Le
pregunté qué pasaba y me dijo que era siempre igual los sábados. Dudo mucho que
haya atasco de vuelta los fines de semana, y menos a las 12 de la mañana (sin
contar que no era sábado, sino domingo). Luego resultó que había un accidente
en la autopista, por fortuna, porque luego la cosa ya fue más fluida. Al llegar
se hizo el loco con las vueltas y se las tuve que reclamar. Me dio una tarjeta
suya amarillenta, por si le necesitaba otro día, tarjeta que tiré a la papelera
nada más entrar en el Hyatt Downtown Hotel.
En el lobby me encontré con Clare
que ya estaba por allí preparando el workshop en compañía de un chica tan joven
y guapa como ella, a la que me presentó como Caterina, italiana de Milán. Les
dije que, si me querían llamar para cenar juntos, lo hicieran, pero ya imaginé
que eso no sucedería. Dejé mis cosas arriba y pregunté en recepción por algún
lugar en donde se pudiera tomar una cerveza. Saliendo a la derecha, uno
alcanzaba el Riverside Drive, el paseo que recorre el borde del Downtown a la
orilla del ancho río Willamette. Allí hay varias docenas de baretos con
terraza, superagradables. Me pedí una pinta de cerveza rubia y me la tomé
mirando al río y a la gente que pasaba corriendo, en bici, patinando, paseando
al perro o simplemente caminando. Decidí tomarme un plato de salmón con
verduritas, para acompañar la segunda cerveza; tenía un poco de hambre después
de saltarme la última comida del avión.
Enseguida volví al hotel y me
eché una siesta de dos horas, de las de meterse en la cama y olvidarse del
mundo. Me desperté sin saber ni en donde estaba. Tras una ducha, salí a darme
una vuelta por el Downtown. El centro de Portland es muy agradable, los
edificios no son muy altos y se distribuyen por una cuadrícula regular, como en
todas las ciudades americanas. Ya ese día me llamaron la atención dos cosas: la
sucesión de siete u ocho puentes muy elevados, que cruzan al otro lado del río,
donde la ciudad continúa, y la auténtica horda de homeless, vagabundos que se distribuyen por todas las esquinas del
centro y de los que ya se hablará en textos sucesivos. No había visto esa
cantidad de desheredados del capitalismo en ninguna otra parte. Estaba muy
cansado, pero decidí continuar mi caminata hasta que se hizo de noche, para
ayudar a cortar de una vez por todas el jet lag. Regresé cerca de las 10 de la
noche y me acosté sin cenar; ya había comido lo suficiente en ese día
interminable, con el que inauguré mi viaje maravilloso. Continuará.