Patria (Fernando Aramburu, 2016, Tusquets) es el libro que estoy
leyendo con avidez en estos días de vacaciones. Empecé el martes por la tarde y
ya me he leído más de la mitad de las cerca de 650 páginas. Es una lectura
adictiva, empiezas y no puedes parar. Aramburu es un escritor prodigioso, especialista
en Cervantes y conocedor de la mejor tradición de la literatura en castellano.
Hace tiempo que sigo su trayectoria y he leído varias de sus obras: El trompetista del Utopía (2003), Los peces de la amargura (2006) y Años lentos (2012). Todos son libros
interesantes, pero palidecen ante el monumental fresco de Patria. Una novela que cuenta, desde la perspectiva del momento
actual (con ETA desvelando dónde tiene las armas, mediante la entrega
ceremonial de una carpeta de plástico barato), toda la historia de cómo se
infiltró en el pueblo vasco el virus del nacionalismo radical, y como la
infección destruyó el tejido social de las pequeñas aldeas, en donde se
demonizó y estigmatizó a las familias que no estaban por la labor de la nueva
fe que todos debían apoyar.
La historia se centra en dos
familias amigas de toda la vida, una con tres hijos y otra con dos. Ambas se
verán arrastradas por la historia, una a cada orilla de lo que se dio en llamar
el conflicto. A pesar de tener muchas
cosas en común. Por ejemplo el dominio de las dos madres sobre unos padres
acomplejados, que se reúnen con su peña a potear, a hacer cicloturismo los
sábados y a hablar de sus cosas, pero en casa no se atreven a contradecir las
decisiones y las opiniones de sus consortes. Y los cinco jóvenes, prácticamente
abarcan el espectro completo de las posturas individuales posibles, cuando a tu
comunidad la afecta un fenómeno como ese. Como el tipo que se va a estudiar
fuera y ya se queda en la ciudad (San Sebastián), donde no está lejos, por si
tiene que volver puntualmente a ayudar, pero a la vez está en un medio más
anónimo y rico culturalmente, donde el coñazo nacionalista está más diluido y
donde el control social no es tan asfixiante como en un pueblo.
Por supuesto, hay también un
activista que acaba integrado en ETA y al comienzo de la narración ya se le da
como preso en El Puerto de Santamaría. Su trayectoria se describe al milímetro,
desde que era un chaval fuerte que cazaba con tiragomas o con liga pajaritos
que la amatxu freía por la noche para
la cena. Que era el mejor del equipo de balonmano. Que luego se deja el pelo
largo, se pone un pendiente y se convierte en luchador callejero, de los que
queman contenedores, tiran cócteles molotov o vuelcan autobuses. La antesala
para pasar a la clandestinidad y esperar las instrucciones precisas para sus
primeras ekintzas. También está el
ejemplo patético de su madre, que se vuelve la más abertzale del pueblo, cuando
su hija mayor recuerda que lloró el día de la muerte de Franco. Las dos
matriarcas están perfectamente retratadas, como lo estaban también en una
película que quizá recuerden, La muerte
de Mikel, que tal vez habría que revisar.
Y es terrible el acoso al que
someten al Txato, un pequeño empresario, al que le piden por carta el impuesto
revolucionario y simplemente pide tiempo para reunir el dinero, porque no lo
tiene. Cuando la espera se alarga demasiado, empiezan a aparecer pintadas en el
muro de su empresa, luego los vecinos le van negando el saludo, en el bar no le
quieren servir y de ahí se pasa a las agresiones verbales y de todo tipo,
mientras las pintadas recrudecen su mensaje y sitúan su nombre en el centro de
una diana, o rezan: txato, entzun, pim
pam pum. Preludio de lo que sucederá, del acontecimiento en torno al que
gira toda la estructura narrativa de la novela (entzun: fuera, por si desconocen la palabra). Y un tema que
Aramburu clava: la postura vergonzante de la iglesia, personificada en este
caso por el personaje inefable de don Serapio, el párroco local.
Como siempre en Aramburu, el contexto
trágico no excluye el punto humorístico. Como cuando una de las hijas quiere
presentar a su novio a los padres, que inquieren cuáles son los apellidos del
muchacho y, al constatar que no son vascos, comentan: -No será guardia civil… Todo
este mosaico de conductas existió, es completamente real y yo tuve la ocasión
de vivirlo en primera persona. Porque en las dos ocasiones en que he convivido
en medios multirregionales (el colegio mayor y la mili), mis mejores amigos
fueron siempre los vascos y los asturianos. Con los gallegos mantenía una
relación de cariño y fidelidad, pero con los vascos me unía otro sentimiento,
que podemos llamar afinidad. Después viví un tiempo en un piso con un colega
vasco. Él y yo no nos perdíamos un solo concierto de rock. Pero luego, cada vez
que volvía de vacaciones en su tierra, venía aleccionado y se dedicaba a poner
a todo volumen el Eusko Gudariak y
otros himnos cantados por el Orfeón Donostiarra. En una casa que era el templo
del rock. Y yo le decía: −ya estás quitando esa mierda, que yo no te he puesto
jamás una puta muiñeira.
Ya lo he contado, creo, pero
acabé mal con todos mis amigos vascos. Ellos sostenían que no compartían los
métodos de ETA, pero sí sus fines. Y yo les decía que lo que no me gustaba eran
precisamente los fines, y que para semejantes fines, los métodos de ETA me
parecían los más adecuados y efectivos. Todos acabaron volviendo a su tierra,
votando al PNV y encontrando trabajo en sus pueblos, dentro de la red clientelista
del nacionalismo moderado. Uno de ellos incluso salió en la prensa como
arquitecto municipal implicado en un caso de corrupción urbanística. La vida
misma. A pesar de ello, conservo un cariño importante al pueblo vasco, voy de
vez en cuando, pienso que es el lugar del mundo en que mejor se come y me
siento bien en esa tierra de gente hospitalaria. Sé que puedo ir a Ondarroa, el
lugar más abertxale, caminar hasta el final del puerto y entrar a tomarme un
cogote de merluza a la espalda, en el bar restaurante El Penalty (me dijeron
que era propiedad del mítico Iríbar). Sé que me abordarán en euskera, pero, si
les digo que no lo entiendo bien, se disculparán y seguirán en castellano.
El pueblo vasco es muy particular
y hay un autor que relató su idiosincrasia como nadie: el mítico Ramiro
Pinilla, que murió en 2014 con más de 90 años. Todavía lo recuerdo firmando
libros en la Feria de Madrid en los años anteriores. Este señor, aparte de un
montón de novelas y libros de relatos, escribió una monumental trilogía,
compuesta por tres tochos, cada uno del tamaño de Patria, titulada globalmente Verdes
valles, colinas rojas, imprescindible para comprender al pueblo vasco. Es
una saga también en torno a unas familias, a través de cuyas trayectorias se
cuenta la historia de la industrialización, la guerra civil y el nacimiento de
ETA. Yo me los leí enteros y recuerdo pasajes memorables, como cuando la cúpula
del PNV, con las tropas de Franco a punto de llegar a la región, discute
largamente si apoyar a uno u otro bando, en función de cuál de las dos
posibilidades será más provechosa para el proceso de autodeterminación de su
pueblo. Este hombre, a pesar de escribir estas cosas, vivió toda su existencia
en Getxo, sin que nadie le molestara.
Fernando Aramburu, en cambio,
vive en Alemania desde 1985, a donde se fue arrastrado por el amor de su vida.
Pero él reconoce en las entrevistas que, de haberse quedado, podría haber
acabado en cualquiera de los dos lados del conflicto. Hasta que publicó Los peces de la amargura, no toco el
tema vasco en sus novelas. En sus primeros textos tal vez hizo un aprendizaje
extenso para cuando por fin se decidiera a hablar de la temática que ya no ha
dejado nunca. La estructura de su última novela revela un oficio exquisito. La
narración alterna continuamente la primera persona con la tercera del narrador
omnisciente, a veces en la misma frase, contraponiendo ambas, como el que en su
cabeza contrasta dos voces que se hablan entre ellas. Ello le da a la lectura
un punto inquietante muy curioso. Les pongo un ejemplo. Página 380, párrafo cuarto,
que empieza con tres frases consecutivas.
En un bar de la estación se
reunieron con el hombre encargado de recogerlos. El tipo era un cagaprisas y yo
me tuve que beber de un trago el vino que me acababan de servir. Ya en el coche
les ordenó ponerse unas gafas opacas y agacharse.
Ven lo que quiero decir. Frase 1
en tercera persona, frase 2 en primera, frase 3 vuelve a la tercera. Además de
este recurso, la extensa narración está fragmentada en 125 capítulos muy
cortos, de tres o cuatro páginas, cada uno con entidad propia, como pequeños
flashes que conforman un mosaico, no ordenado cronológicamente. La acción se
aproxima desde distintos ángulos al suceso principal, pero siempre se queda al
borde, de modo que seguimos con la intriga de saber qué fue lo que pasó en
realidad. La lectura de este libro es rápida y adictiva. Para mí es la novela
de esta temporada literaria. Y desde luego la obra imprescindible sobre los
años de plomo del País Vasco, una historia bastante vergonzante, que alguien
tenía que contar algún día. Creo que todos los españoles deberíamos leer este
libro. Yo estoy en ello.
Nada que comentar, Emilio, tu análisis es muy certero, no cabe más en un artículo, aunque son unos personajes tan complejos, tan ricos, que cada uno merecería una entrada. Ya hace años me decía un periodista: ¡Qué coño! Esta mierda del nacionalismo les ha hecho polvo, los vascos lo quieren es comer hasta reventar, jugar a la pelota, escuchar a los txistularis y que gane el Althletic de Bilbao... o sea, como todo el mundo... Así que cierro con un alegato de nuestro Premio Nobel Juan Ramón Jiménez: "¡Maldito el veneno de la vida y maldito quien lo filtra día a día en el corazón atónito del mundo!" (Y esto vale para Sabino Arana, para Marine Le Pen, para Bachar Al Asad y para los "ideólogos" de la Yihad)
ResponderEliminarNo sé deducir de tu comentario si has leído o no el libro. Yo me lo estoy terminando ya, y me admira el cariño con que Aramburu dibuja sus personajes, incluido el joven etarra. Sólo es implacable con la madre abertxale y el repelente cura.
EliminarEl interior de tu paréntesis final reúne cuatro fascismos de libro. Tal vez conozcas el pasaje de Arana en que describe lo que tiene que hacer un abertxale de verdad si, paseando por el puerto, observa que un ciudadano se está ahogando en el agua: preguntarle en euskera para ver si lo entiende. En caso afirmativo, lanzarse al agua y salvarlo. Si no es euskaldún, seguir el paseo silbando con una mano en el bolsillo: un opresor español menos.
Lo leí en cuanto salió. Y lo leí muy despacio, me daba pena que se terminara "tan pronto". Aramburu trata al cura como los trataba Pío Baroja, en el caso de don Serapio, como se merece. También Patxi, el tabernero, queda como un verdadero miserable. A la ama de Joxe Mari acaba redimiéndola, no solo por el fugaz episodio final, también por su cambio de actitud hacia el hijo pequeño. Es una novela cervantina en muchos aspectos, está muy bien escrita y a mí me fascinó.
EliminarEn cuanto a las recomendaciones de Arana, como no lo he leído en el tocho que escribió para intoxicar a los vascos, creí que era leyenda, pero si quieres, sé donde encontrar una edición bilingüe (euskera - castellano) en cuatro tomos. Tu amigo Samuel Romero te la puede facilitar.
Ya he terminado de leer "Patria". Es verdad que la ama de Joxe Mari se redime al final a regañadientes. Hay toda una serie de miserables, como Patxi o Andoni, pero este tipo de gente la hay siempre. Lo malo es que se genere el contexto para que los miserables cometan sus maldades y la gente no los censure por miedo a la ideología que se quiere imponer con calzador. Pasó lo mismo en la guerra (en ambos bandos) y en la posguerra.
EliminarLo de Arana lo cuenta con pelos y señales Antonio Elorza, en su libro "Tras las huellas de Sabino Arana", 2005.