Como saben, hace aproximadamente
un año todo el personal del área municipal para la que trabajo fuimos
deportados a un nuevo edificio en el Campo de las Naciones, a las afueras de la
ciudad. La operación presentaba un doble beneficio para el Ayuntamiento. Por un
lado, el edificio de la sede antigua se vendía a unos constructores privados
para que lo tiraran y construyesen allí una promoción de pisos de lujo, un
nicho de mercado que no se ha visto afectado por la crisis (y si tienen algún
problema, se lo pasan al Banco Malo y santas pascuas).
Por otro lado, la operación
permite dotar al edificio de la nueva sede de un “bicho”, en la persona de los
1000 funcionarios deportados, lo que facilita la venta de este segundo
edificio, bajo la fórmula llamada sale and lease back: el nuevo propietario
se convierte en nuestro casero, y el Ayuntamiento firma un contrato por el que
se compromete a quedarse de inquilino durante diez años. Si sumamos el alquiler
que se va a pagar a ese señor a lo largo de los diez años, tal vez salga una
cantidad mayor que la que recibe ahora el Ayuntamiento. Pero ¿a quién le
importa? El Ayuntamiento recibe cash, algo que necesita como el respirar,
entre otras cosas para pagar los sueldos de los funcionarios (y más los
de la amplia nómina de carromerillos que pululan entre nosotros). Luego,
el que venga detrás, que arree.
Además, esto se hace después de
varios intentos infructuosos de vender el engendro “sin bicho”. El edificio es
una mierda (arquitectónica) firmada por el portentoso señor Bofill, que tampoco ha tenido un
mantenimiento muy cuidadoso, por lo que nadie lo compraría ahora, excepto si le
aseguran un “bicho” estable. En suma, somos una especie de rehenes que
garantizamos con nuestra presencia aquí que el Ayuntamiento consiga dinero
suficiente como para pagarnos a fin de mes. ¿Cómo? ¿Que no les parece bien?
Desde luego, ustedes-vosotros, queridos lectores, sólo sabéis que venga de quejarse y venga de
quejarse: siempre negatifos-nunca positifos. De todo tenéis ustedes que renegar.
Me recuerdan al inicuo Bruno G.G. que, desde El País, le saca punta a todo lo
que hace el equipo de gobierno. Si en vez de ser del PP fueran del PSOE o de la
UPyD, seguro que no les ponía tantas pegas.
Pero vayamos a lo nuestro. Como
ya les conté, después de 30 años de tener despacho propio, me he visto en la tesitura de integrarme en una open office, también conocida como oficina-paisaje.
Es algo nuevo que, a mis años, ya me cuesta asimilar, aunque, para un
observador de la realidad como yo, puede ser un valioso vivero de nuevas
conductas y reflexiones al respecto. Como les conté también, mi viejo coche de
matrícula de Barcelona se negó a hacer el recorrido al nuevo edificio y, el
primer día que lo traje aquí, me dejó tirado y enfiló la ruta al desguace.
No hice yo lo mismo, a pesar de
que tenía la vaga intuición de que la pérdida de despacho era un escalón más en
mi descenso hacia el estatus de espectro del pasado, de funcionario amortizado,
en línea con el rasgo más penoso de mi perfil de blogger. Al fin y al cabo, el
protagonista de El Apartamento, genialmente interpretado por Jack
Lemmon, recorre un camino inverso en el que pasa de la oficina paisaje a un
pequeño despacho individual y luego a sucesivos despachos cada vez más grandes
a medida que va subiendo en el escalafón. Pero, como digo, no seguí la ruta al
infierno que me marcaba mi viejo y querido SEAT Toledo y procuré sobreponerme. Podía ser curioso eso de que yo le echara una bronca por teléfono a un
administrado recalcitrante y, nada más colgar, escuchase a un delineante que
me decía desde el fondo: “Ahí has estado muy bien, Emilio”. Aquello prometía
ser divertido.
Un año después, he constatado que
la cosa es al revés. Que estás en medio de la gente pero no te relacionas con
ella. Que miras a los compañeros sin verlos, que enfocas la vista a los
territorios neutros que nadie ocupa, hurtando las miradas directas a los ojos,
igual que se hace en el Metro o el autobús. Que, cuando yo tenía un despacho y
podía cerrar la puerta, tenía más relación con mis colegas, a los que visitaba
a menudo para temas concretos. Que los ocupantes de esta pradera laboral nos pasamos el tiempo mirando hacia dentro, protegidos por la nube de invisibilidad
que extendemos a nuestro alrededor cuando llegamos por la mañana, espectros todos de un pasado diferente, dedicados con esmero a la ardua tarea de pasar de puntillas por
la jornada laboral.
Los funcionarios en proceso de
amortización somos proclives a caer en lo que se ha dado en denominar el
síndrome del despido interior. Pero ya saben que yo me rebelo frente a estas
llamadas a dejarse ir, que no pienso venirme abajo, que estoy dispuesto a
pelear, a defenderme con uñas y dientes de este mar de indiferencia que me
rodea por las mañanas. Con ese propósito, ayer decidí hacer un experimento. Si
nadie me dice nada, yo les devolveré la moneda. Hoy llegaría a mi mesa sin
saludar a nadie, me sentaría y no le dirigiría la palabra a ningún compañero.
Si alguien quiere algo de mí, que me lo diga. Si no, yo tranquilo, aquí
fijándome como el búho. Lo había intentado otro día, pero acabé por ceder a la presión
y le dije algo a la chica que tengo enfrente. Hoy me he levantado con el firme
propósito de conseguirlo.
Esta mañana el tráfico estaba más
fluido que de costumbre. En concreto, tengo que pasar junto a la entrada de un
colegio en donde cada día se ponen las mamás y los papás en doble fila, y se
monta un atasco considerable. Hoy era como si fuera Santo Tomás de Aquino,
apenas había tráfico. Llegando frente al engendro de Bofill, observé otro hecho
inusual. En la puerta principal no estaba el habitual grupo de fumadores que
ocupan el porche exterior en invierno y en verano. Pasé de largo, entré en el garaje, aparqué, me bajé del coche y me dirigí al torno de entrada. Coloqué la tarjeta de fichar sobre el lector electrónico. El visor me mostró un
letrero que decía “tarjeta no almacenada”. Es algo que pasa de vez en cuando,
mi tarjeta pierde su código y tengo que pedir una nueva. Como en ocasiones
anteriores, me subí en el soporte del torno y pasé las piernas por encima, ensordecido por el estruendo de la alarma, disconforme con esa maniobra. Es un tema sin
importancia, después se habla con los de personal y se soluciona.
Arriba, entré por la esquina
habitual y mantuve mi plan: no dije ni buenos días a las personas que estaban
ya en sus mesas, consultando sus ordenadores o dedicados a vagas tareas
indescifrables para mí. Esto es lo que hago todos los días: yo llego a mi mesa por
el camino más corto y ese camino pasa por entre las mesas de trabajo de
compañeros que no tienen la culpa de que les hayan colocado en un sitio de paso
y no tienen por qué aguantar el coñazo de que todo el mundo les salude. Me
senté, encendí el ordenador y revisé mis diversos buzones de mail. La
aplicación PLATEA que organiza y clasifica toda la información que llega a mi
oficina desde el exterior estaba bloqueada, pero tenía otra serie de tareas
pendientes, suficientes como para concentrarme en mi trabajo y no hablar con
nadie.
A media mañana hice un receso. Es
el momento en que la gente sale fuera a tomar un café, pero yo suelo quedarme en mi
mesa. En la zona de nuestro destierro no hay mucha vida urbana y yo prefiero
comerme algo de fruta, que traigo cada mañana, y unas pipas de girasol peladas,
de un paquete que tengo en un cajón. Nadie se había dirigido a mí, todavía. Los
colegas parecían atareados, había el habitual runrún de conversaciones difusas
en las que yo apenas suelo participar. En los tiempos en que tenía un puesto
alto en el organigrama, debía manifestar una disposición más activa,
muchas personas esperaban mis órdenes para ponerse a trabajar en una línea
determinada y no hubiera podido hacer este experimento. Pero a medida que uno
se acerca a la condición de funcionario amortizado, cada vez se tienen menos
intercambios con los compañeros, que parecen siempre ocupados. A veces me he
llegado a plantear si no me estaré convirtiendo en un pesado, un trasunto del
abuelo Cebolleta al que todos rehúyen.
Al final de la mañana, la presión
era insufrible. Ya no podía más. La condición de invisibilidad es algo que agota al más
tenaz. Tenía que cortar, ya había demostrado lo que quería (que uno puede estar
toda la mañana en el trabajo y no dirigirle la palabra a ningún compañero, sin
que a nadie le importe una mierda). Ahora tenía que hablar con alguien. Aquello
era insoportable. Escogí como primer interlocutor del día a la chica cuya mesa
está frente a la mía, a unos cinco metros de mi silla. Tenía la mirada perdida
y parecía abstraída en profundas reflexiones. Le hice un gesto con la mano pero
no se dio por aludida. Me levanté y caminé hacia ella, interponiéndome en su
campo visual con una sonrisa de oreja a oreja. Cuando ya estaba llegando a su
mesa bajó los ojos, como si de pronto hubiera encontrado el razonamiento que
buscaba, y se puso a teclear en el ordenador a toda velocidad.
Qué borde es esta mujer –pensé,
siguiendo de largo. ¿A quién podía buscar? La verdad es que últimamente ya no
hablo con casi nadie. Me acordé entonces de mi amigo Enrique Ubillos, compañero
de antiguas y largas fatigas, a quien hace un año dieron una mesa en la pared
del fondo, en posición opuesta a la mía. Me acerqué esperanzado a saludarlo
pero, cuando estaba ya cerca de su mesa, levantó la vista y dijo: “ponme con
Carlos Cristóbal”. Detrás de mí, su secretaria, María, contestó: “ahora mismo”.
Ambas frases parecían haber atravesado mi persona, como si de pronto me hubiera
vuelto incorpóreo y no fuera más que una especie de ectoplasma que vagara por los espacios intersticiales
como un fantasma atribulado.
Aterrorizado, corrí al cuarto de
baño de la esquina. Entré y me miré al espejo. Parecía tener el mismo aspecto
de siempre. Quizá un poco más delgado. Me lavé las manos y la cara con agua muy
fría y me esforcé en tranquilizarme. No había que sacar las cosas de quicio.
Aquello no era algo muy diferente de lo que me sucedía todos los días. A medida
que descendía por la pendiente del despido interior, me iba acercando a la
insignificancia. Era normal que la gente, ocupada en sus diversas tareas, no me
viera pasar. Respiré hondo varias veces, rehíce mi compostura y salí. Entonces,
en el lienzo de pared que hay entre los dos ascensores descubrí un cartel
fijado con cello, en el que no había reparado antes. Decía lo siguiente:
El funeral
por nuestro compañero Emilio Martínez Vidal tendrá lugar en la Iglesia de
Nuestra Señora la Antigua de Vicálvaro a las 19.30 de hoy, 14 de marzo de 2014.
Se ruega puntualidad.
Para los que suelen decirme que
exagero y tienden a no creerse lo que cuento, aquí les dejo la referencia de
una noticia cierta, aparecida en el Nueva York Times hace unos diez años. Como
ya sé que presumen de saber inglés pero luego no entienden ni torta, se la
traduzco debajo. Que pasen un buen finde, ustedes que todavía no han alcanzado
la insignificancia.
Trabajador muerto en su escritorio cinco días
Jefes de una empresa editorial están
intentando averiguar por qué nadie se dio cuenta de que uno de sus empleados
estuvo sentado muerto en su escritorio durante cinco días antes de que alguien
le preguntase si se sentía bien. George Turklebaum, 51 años, que trabajaba como
corrector desde hace 30 años en una empresa de Nueva York, tuvo un ataque
cardíaco en la oficina abierta que compartía con otros 23 trabajadores.
Falleció tranquilamente el lunes,
pero nadie se dio cuenta hasta el sábado por la mañana, cuando una limpiadora
de la oficina le preguntó por qué estaba trabajando durante el fin de semana.
Su jefe, Elliot Wachiasky, ha
declarado: “George era siempre el primero en llegar por las mañanas y el último
en irse por la noche, así que nadie encontró raro que estuviera en la misma
postura todo ese tiempo, y nadie dijo nada. Siempre estaba muy absorto en su
trabajo y metido en sí mismo”.
Un examen post mortem reveló que
llevaba muerto cinco días después de sufrir un infarto. George estaba
corrigiendo manuscritos de libros de texto médicos cuando murió.
Moralejas de la historia. 1.- No
viene mal que le des a tus compañeros un codazo de vez en cuando. 2.- No
trabajes demasiado. De todas formas, nadie lo va a notar.
A funerales como este me gustaría acudir para tomarme unas cañas y aceitunas gordas con el difunto, pero, ¿porqué en Vicálvaro?. Mejor algo más céntrico, ¿no te parece?, no te relaciono con ese pueblo o distrito o lo que sea. Un abrazo.
ResponderEliminarVicálvaro es un antiguo pueblo anexionado por Franco a Madrid en los 40/50 junto con otros 12, como Aravaca, Fuencarral, Chamartín y los Carabancheles. El Caudillo quería que Madrid fuera mucho más grande, para presumir frente a los presidentes de otros países, como Eisenhower, que no tardaría mucho en visitarnos.
EliminarNo tiene tanta historia como Carabanchel Bajo, ni conserva el ambiente rural de Barajas, pero tiene su punto. El entorno de Santa María la Antigua (su único monumento) tiene un ambientillo curioso, sobre todo en noches despejadas. Hace unos días salí de su Junta de Distrito cerca de las 9 de la noche y me di una vuelta por allí. Pensé que aquel podía ser un buen lugar para que le hicieran un funeral a un ateo convencido como yo.
Ya lo creo que tiene su "puntito" Vicálvaro: Este pueblo del este de Madrid, entró por derecho propio en la convulsa historia del siglo XIX español de la mano del aguerrido general O'Donnell, promotor de la sublevación que entró en los anales con el nombre de "vicalvarada", precursora de la revolución de 1854. Los "espadones", que no paraban, como diría vuestro eximio paisano Valle-Inclán.
EliminarPrecisamente el cuartel de donde partió la Vicalvarada, se convirtió hace unos años en sede de la Universidad Rey Juan Carlos, mediante un convenio con el Ministerio de Defensa. Cuando yo conocí Vicálvaro, hace unos 30 años, era un semi pueblo agobiado por una cementera gigante. Las casas y las calles estaban bajo un manto de polvo gris, de tono parecido al del aire que respiraban. Cuando se trasladó la cementera, el barrio volvió a respirar aire puro y se revivió. La iglesia, no tiene un especial interés arquitectónico, pero está declarada Bien de Interés Cultural. Cuando fue declarada BIC ya estaba rodeada por unos edificios de viviendas bastante horrorosos. Por eso es mejor verla de noche.
EliminarTienes mucha razón, todos los sitios tienen su punto y su punto de interés, sólo hay que conocerlos y yo, Vicalvaro, no lo conozco pero ahora me has provocado la necesidad de acudir a conocer ese único monumento y darme una vuelta por el barrio, cuando me sea posible. Cualquier mañana de domingo.
ResponderEliminarRespecto al texto, que no comenté y a la reflexión, muy literaria, que en él haces creo que debes darte por jodido, el problema, lo explicas tú mismo muy bien: "espectro del pasado, funcionario amortizado". No quiero desanimarte pero, aquí sí, los años nos empujan, poco a poco pero inexorablemente, al abismo de la invisibilidad e indiferencia.
Imagino sabes perfectamente quien soy, pero por si acaso tienes alguna duda, recibe un abrazo de tu amigo A.
Por eso, tal vez, empecé este blog, hace ya año y medio. Para defenderme de esa invisibilidad a la que me están condenando algunos en el ámbito laboral. Tampoco aspiro yo a mucho más, sólo a desarrollar determinadas actividades que me diviertan y me permitan sentirme útil de vez en cuando.
EliminarEn cuanto a Vicálvaro, tampoco es algo extraordinario que no te debas perder. Casi lo mejor que tiene es la Universidad Rey Juan Carlos, construida en los antiguos cuarteles. Allí escuché la última vez a Antonio Pernas, de lo que di cuenta en algún post.
Un abrazo, insomne colega.
Excelente texto. Empieza como algo humorístico, como todos los suyos, continúa pintando un panorama a su alrededor ciertamente tétrico y de pronto se convierte en relato de terror. Yo hubiera invertido el final. Tal como usted lo describe, me parece claro que los muertos son los demás. Mi consejo es que huya del lugar, antes de que le atrape la desidia y la tristeza que le rodean.
ResponderEliminarGracias por sus elogios. El final que usted propone me igualaría al Comala de Pedro Páramo, pero podría resultar ofensivo para mis compañeros. No saquemos las cosas de quicio. Mi texto es un delirio en el que he practicado el arte de pasar de lo real a lo onírico sin que el lector se dé cuenta hasta que ya está atrapado en la angustia del personaje. Creo que el hecho de que el muerto sea yo se acerca más a la realidad de lo que está sucediendo. De momento no puedo huir, pero le agradezco el consejo.
EliminarUn texto espeluznante. Ya resultaba un tanto perturbador tu escrito a la vieja gerencia de la calle de Guatemala, cuando el APOT empezó a "abducir" poco a poco a los funcionarios y los fantasmas de las hermanas heredero vagaban por los despachos desiertos. Esto es peor; a ver si los abducidos van a ser "los otros" y están todos muertos. ¿Son íncubos o súcubos? Esta gente del APOT come, hace ruido, se aísla con sus auriculares, pero... ¿es de verdad? ¿No serán hologramas?
EliminarPor desgracia son tan reales como Rajoy, Artur Menos, Putin y otros elementos que más nos valdría que fueran hologramas.
EliminarSr. EMV, reciba un afectuoso saludo del espectrapot residente en una mesa que le dieron hace un año en la pared del fondo, y...comentarle que Sta. Teresa decía sentirse más acompañada por los que dicen los vivos que están muertos, que por los que los muertos piensan que están vivos (me disculpe su atribuido ateísmo).
ResponderEliminarAprovecho la ocasión para agradecerle los buenos ratos que me hace pasar cada vez que me asomo a esta curiosa ventana, que tan familiar me resulta en cantidad de experiencias.
Bienvenido al foro, querido espectrapot (no es mal palabro éste con el que te caracterizas). Interesante aportación la tuya. En este medio en el que nos desenvolvemos ambos, hay mucho "vivo", como sabes. Estos "vivos" copan los lugares más interesantes y nos dejan a los "muertos" la purrela (que tampoco es mala palabra). Lo que pasa es que luego los supuestos muertos nos lo pasamos de cojones y parecemos mucho más contentos y felices. Los "vivos" están tristes y como alelados. En esa situación, comparto totalmente la apreciación de Santa Teresa.
EliminarPor cierto, Santa Teresa es una referencia también para los ateos, igual que San Francisco de Asís o el Papa Juan XXIII. Lo hubiera sido también Juan Pablo I, pero ya sabes que le dieron chicharrón.
Un abrazo, amigo.