El Metro de Madrid es un lugar
lleno de recuerdos y referencias para mí, lo he visto crecer y modernizarse, he
podido compararlo con otros como los de Nueva York, Londres o París, y creo que
ahora mismo, para los madrileños nacidos por todo el mundo (como yo), constituye
un entorno grato, eficaz y seguro, en el que es fácil orientarse y desplazarse
con agilidad en condiciones de comodidad incomparables (como me lean los de la
compañía, me fichan de propagandista).
La primera línea de Metro la
inauguró Alfonso XIII en 1919 y lleva en funcionamiento desde entonces. Se
trata del tramo de la Línea 1 entre Sol y Cuatro Caminos. En su primera
configuración, contaba con las estaciones (de norte a sur) de Cuatro Caminos,
Ríos Rosas, Martínez Campos, Chamberí, Glorieta de Bilbao, Hospicio, Red de San
Luis y Puerta del Sol. El billete sencillo costaba inicialmente 15 céntimos (de
peseta, no de euro). Mi padre contaba que, cuando él llegó a Madrid pocos años
después, una peseta le llegaba para salir de farra al centro en la noche del sábado. Eso
incluía transporte de ida (10 cts. el tranvía), cena con café, copa y puro (40 cts.),
entrada a un café cantante con consumición (25 cts.), copa de medianoche (10
cts.), tranvía de vuelta al barrio (10 cts.) y propina al sereno (5 cts.).
Las estaciones de Puerta del Sol
y Red de San Luis tenían los andenes a mucha profundidad, por lo que, en una y
otra, se decidió habilitar sendos ascensores. Para proteger la entrada de esos
ascensores, se pensó en construir unos templetes, a la manera del Metro de
París, cuyos proyectos se encargaron a Antonio Palacios, el autor del Palacio
de Correos en Cibeles, Círculo de Bellas Artes y Hospital de Maudes, entre
otros. El templete de la Puerta del Sol, que pueden ver en la primera imagen,
fue demolido en 1934, en plena República (Bienio Negro), pretextando
necesidades del orden público y el tráfico (en ese momento confluían allí la
mayor parte de las líneas de tranvía, más manifestantes, vendedores, buhoneros,
descuideros, carros y carretas y los primeros automóviles).
El de la Red de San Luis
sobrevivió hasta 1970, yo llegué a conocerlo. La magnífica marquesina de hierro
y cristal, sobre el muro de sillares de granito, daba acceso al ascensor, y a
una escalera de caracol que lo rodeaba, por la que bajaban los apresurados y
subían los afectados de claustrofobia. En 1970 se desmontó pieza a pieza y fue
llevada a Porriño (Pontevedra), localidad natal del arquitecto. Allí se
reconstruyó en un jardincillo tranquilo, desde el que esta preciosa
construcción tal vez recuerda los años pasados en una ciudad ruidosa y enloquecida, en la que le
tocó presenciar, entre otras barbaridades del ser humano, como se desarrollaba
una guerra fratricida de tres años. No tengan ninguna duda de que los edificios,
como las estatuas, tienen recuerdos. Otra cosa es que no sepamos entender su
lenguaje silente.
Entre 1920 y 1925, la red se
cuadruplica. La Línea 1 se prolonga hacia el sur, con las nuevas estaciones de
Progreso, Antón Martín, Atocha, Menéndez Pelayo, Pacífico y el Puente de
Vallecas. Algunas de sus estaciones cambian de nombre: Martínez Campos pasa a
ser Iglesia, Hospicio a Tribunal y la Red de San Luis a Gran Vía, mientras que
Sol y Bilbao ven reducida su denominación. Además se construye la línea 2,
desde la Plaza de las Ventas hasta Quevedo. E inmediatamente el Ramal
Ópera-Norte, la tercera línea más antigua. Cuando llega la guerra, la Línea 1
se ha prolongado por el norte hasta Tetuán, la línea 2 se ha conectado con
Cuatro Caminos y se ha construido un ramal Goya-Diego de León, cuyo servicio se
interrumpirá para dedicar sus andenes a refugio antiaéreo.
Durante el franquismo la red de
Metro creció continuamente, extensión que no paró hasta la llegada de la actual
crisis económica (2007). Cuando yo llegué a Madrid en 1968, había sólo cuatro
líneas: la 1 Plaza de Castilla-Portazgo, la 2 Cuatro Caminos-Ciudad Lineal, la
3 Moncloa-Legazpi y la 4 Argüelles-Diego de León. Además estaba el Ramal
Ópera-Norte y el Suburbano que se cogía en Plaza de España, salía a superficie
en la Casa de Campo y te llevaba hasta Aluche y Carabanchel. El precio del
billete era de 6 pesetas. Guardo en mi memoria la excitación de las primeras
veces en que me monté, el estruendo, el gentío, las aglomeraciones. Me gustaba especialmente sentarme detrás del conductor, para ver la perspectiva de las vías. Y los vigilantes de puertas, que sacaban un pie fuera, miraban que ya no entrase nadie más y giraban la palanca que las cerraba todas. Recuerdo
que se fumaba en los vagones, pero creo que ya no estaba permitido escupir (en
los bares sí, en las correspondientes escupideras de latón).
Algunas estaciones conservaban la decoración original de azulejos, como esta que ven en las imágenes. Se aprovechaba hasta la contrahuella de las escaleras para anunciar el bicarbonato Torres Muñoz. La Estación de Chamberí había sido cerrada y, cuando pasaba el convoy por sus andenes vacíos en penumbra, uno sentía un escalofrío imaginando historias de fantasmas que vagaban por el subterráneo. Alguien me contó una vez que allí había vivido una colonia de vagabundos que se cobijaban de la intemperie, pero supongo que era una leyenda: en aquellos años los grises los hubieran sacado a porrazos. En los vagones de entonces no había pintadas ni grafitis, pero en todas las unidades se repetían los pequeños carteles oficiales con advertencias como esta: “Tengan cuidado de no introducir el pié entre coche y anden”. Querían decir andén, pero lo escribían así, sin acento, lo que llevaba a un significado cuando menos equívoco.
El más extraordinario caso entre
estos cartelitos dorados, sujetos a la pared del vagón con dos tornillos, era
uno que rezaba: “En beneficio de todos, entren y salgan rápidamente. No
obstruyan las puertas”. Cuando yo llegué a Madrid, TODOS los carteles (había
uno en cada puerta de cada vagón, es decir, eran miles) habían sido manipulados
con una cuchillita, de forma que la leyenda se convertía en “El pene de todos
entre y salga rápidamente. No uyan las putas”. Era algo asombroso, miles de
carteles habían sido sometidos a esa cirugía minuciosa para alterar su mensaje. En un tiempo en que la férrea censura impedía la aparición de frases como esa en ningún medio o lugar. Estoy convencido de que ese fue un trabajo perpetrado por una sola persona (un
hombre). Es imposible que fuera de otra manera. Si hubieran sido varios, los letreros
presentarían diferencias, y (quizá mis lectores lo recuerden) la manipulación
era idéntica.
Muchas veces he fantaseado con la
idea de encontrar al autor de esa tropelía legendaria, de ese acto de
vandalismo minimalista, auténtico precursor del grafiti, el street art, el arte povera y las performances al estilo Yoko Ono. Supongo que ya
se habrá muerto y agradecería cualquier información al respecto. En una España
todavía no recuperada del miedo de la posguerra, imagino a este señor como
alguien pequeñito, con vista de lince y pulso de arquero, tal vez vengándose de
algún viejo agravio sufrido por su familia. Lo imagino también culto (nadie de estratos
modestos usaría la palabra pene, que
muchos ni siquiera conocían). Puede haber sido alguien con un cierto trastorno
obsesivo-compulsivo. Y desde luego, un hombre muy tenaz: no dejó un solo cartel
sano. Muchos años después, los miembros del grupo de rock vigués Siniestro Total,
homenajearon a este señor incluyendo en su merchandising unas camisetas con el lema
en cuestión. Aquí tienen la foto de una de ellas.
En 1995, cuando Gallardón llegó a
la presidencia de la Comunidad de Madrid, la red de Metro tenía 120 kilómetros.
Al final de su segundo mandato, ocho años después, totalizaba 235. La ampliación
incluía el llamado Metrosur, que une las localidades obreras del sur de la
comunidad, con una línea circular. Esta línea se construyó contra la opinión de
los directores de la compañía, que argüían que el servicio iba a ser muchos
años deficitario. Desde el punto de vista empresarial, es preferible que los
barrios se edifiquen sin Metro, que luego sus habitantes salgan a la calle con
pancartas reclamándolo y construirlo sólo entonces. La obra es mucho
más cara, pero el servicio es rentable desde el momento cero.
Frente a esto, Gallardón entendía
que era una oportunidad única de coser el territorio sur del área
metropolitana, que nada da más cohesión a los barrios que el Metro y que, si el
servicio era deficitario al principio, a él se la sudaba. Y ya saben que este
señor es cabezota, tenaz y minucioso, como el autor del cartelito manipulado del que les
hablaba antes. Ahora que lo pienso: ¡No habrá sido el propio Gallardón el autor
de la gran tropelía!
Que pasen una buena noche, a pesar del horario a contrapié.