No señor, nunca conseguirá serlo.
Y mira que el hombre está haciendo esfuerzos para merecer ese preciado título,
digno de figurar en el libro de los records Guiness, homólogo de la cuchara de
madera en los campeonatos de rugby o los Premios Razzie que cada año
eligen la peor película, la peor interpretación masculina y femenina, etc. Por
más que se esfuerce el señor Lo-que-hay-que-wert, no podrá arrebatar ese
título a quien lo ostenta por derecho desde hace cuarenta años: el inefable
Julio Rodríguez. Para entender la figura de este sujeto, cuya historia parece
sacada de una película de Berlanga, hay que situar el contexto.
Cuesta ahora imaginar cómo discurrían
esos años del tardofranquismo declinante, en los que El Caudillo ya no gobernaba
con mano de hierro, sino que se había convertido en un anciano tembloroso que
movía más a la compasión que a otros sentimientos más ajustados a su cruel
trayectoria, mientras la gente se empezaba a posicionar (palabro tan
repulsivo como su significado) de cara a lo que pudiera venir. Corre el año del
Señor de 1973. El dictador está cansado y decide nombrar un Presidente del
Gobierno al que pueda ir trasladando poco a poco los hilos del poder. Franco se
reserva para sí los títulos de más alcurnia: aquellos con los que se referían a
él los periódicos de la época, cada vez que aludían a su persona: “Su
Excelencia el Jefe del Estado, don Francisco Franco Bahamonde, Caudillo de
España por la Gracia de Dios y Generalísimo de los Ejércitos de Tierra, Mar y
Aire”.
Es curiosa la obsesión de los
autócratas por hacerse llamar con títulos largos. En los tiempos más duros del
Zaire, los diarios locales debían referirse al dictador, cuyo nombre de pila
era Joseph Mobutu, por este otro que expresa la grandeza de su dominio sobre
sus súbditos: Mobutu Sese Seko Kuku Ngbendu Wa
Zabanga, que significa: “Mobutu, guerrero
que va de victoria en victoria y al que nadie puede parar”. No se pierdan
tampoco la forma en que aludían a Fidel Castro en el Granma, el único
periódico de Cuba, durante los años gloriosos del ahora decrépito líder: “El
Comandante en Jefe don Fidel Castro Ruz, Primer Secretario del Partido
Comunista de Cuba y Presidente de los Consejos de Estado y de Ministros”.
¡Ah, las similitudes, cuántas cosas revelan!
Volviendo a Franco, el anciano
dictador estaba, más o menos, tan decrépito como Fidel en estos momentos y
decidió, como les digo, nombrar por primera vez en cuarenta años un Presidente
de Gobierno. La cosa le cayó en suerte al hombre a quien todos consideraban como
el delfín del régimen, el elegido para gobernar la transición con mano firme:
el almirante Carrero Blanco. El flamante presidente recibió su nombramiento en
junio de 1973, sin saber que apenas duraría seis meses en el poder (y en el
reino de los vivos). Y procedió a nombrar a sus ministros. Julio Rodríguez
recibió la cartera de Educación y Ciencia y se puso a trabajar inmediatamente. Les pongo aquí su imagen más conocida.
Se ha especulado ampliamente con
la historieta chusca de que a este sujeto lo nombraron por error. Es posible
que sea cierto, pero no hay constancia. Yo, honradamente, no sé si creérmelo.
Según esta teoría, Franco le indicó a Carrero que, para Educación, nombrara a
”ese chico tan majo de Granada que está de rector”. Se refería a
Sánchez-Agesta, catedrático afecto al régimen, que estaba al frente de la
Universidad granadina. Carrero se equivocó y nombró a Julio Rodríguez, rector
de la Autónoma de Madrid también granadino. Cuando se dieron cuenta del error, el
susodicho salía ya por la tele celebrándolo en casa con su mujer y sus cinco
hijos, y les pareció cruel anular el nombramiento. Total, la educación se la
traía al pairo.
Ya les digo que tiendo a creer
que todo eso es leyenda. Sus partidarios, que los tiene, dicen que fue éste un
infundio que hizo correr Ricardo de la Cierva, historiador poco considerado por
sus colegas, despechado porque el nuevo ministro no lo nombró Director General
de Cultura, como esperaba (años después, De La Cierva llegaría él mismo a
ministro de Educación). Sea como fuere, Julio Rodríguez no era un piernas: era
catedrático de Cristalografía, en la Facultad de Químicas, y había llegado a
rector de la Autónoma. Su problema es que era un fascista de libro, y no
utilizo la palabra fascista como insulto, sino a título descriptivo.
También era del Opus, pero creo que esta es una caracterización secundaria, que
tal vez explique lo de los cinco hijos, pero que palidece frente a su
componente fascista dominante.
El fascismo es un movimiento que
se funda en Italia en 1921, más de diez años antes de que surja en Alemania y
de la fundación de Falange en España. Es un movimiento juvenil, popular, obrerista
(Mussolini era un antiguo militante socialista), que se sustenta sobre bases
de virilidad, camaradería y jovialidad, con predominio total de la acción sobre la
razón (la famosa dialéctica de los puños y las pistolas), que se propone redimir a la sociedad y sacarla de su letargo y que propugna un
modelo económico corporativista, intervencionista y totalitario, muchas de
cuyas medidas estaban calcadas de las políticas de Lenin y Stalin. Cuando digo
que Julio Rodríguez era un fascista, me estoy refiriendo a ese impulso redentor, a esa pulsión de forzar
la realidad, de dar suelta a una energía desbordada (era el ministro más joven
del Gobierno), de espabilar a la ciudadanía con una serie de medidas en cierta forma
revolucionarias, que buscan generar una sociedad nueva, organizada sobre principios
castrenses y jerárquicos.
Sólo esto puede explicar la ocurrencia del señor Rodríguez de cambiar
el calendario universitario, para hacerlo coincidir con el año natural. Es
decir, que, a partir de 1974, los cursos empezarían el 1 de enero y terminarían el 31 de
diciembre. Junto a su ideario fascista, hay que aludir también a un carácter personal singular, caracterizado por una cierta
cabezonería, por no preguntar a nadie, por tomar en solitario las decisiones más
peregrinas y no mostrarlas hasta que son irreversibles y luego aguantar el tirón
de las críticas masivas, rasgos comunes de los personajes de este tipo
(piensen en Gallardón y el aborto). El caso es que el 27 de septiembre, el BOE
publica la sorprendente orden. Aquí tienen el link, por si les resulta
demasiado increíble. Ya ven que entre los argumentos se cita la necesidad de
acompasar los calendarios lectivos y castrenses.
La medida se implantaría
progresivamente, de forma que ese año sólo afectaría a los que empezaban en la
Universidad. Los que habían aprobado el Preu en junio del 73, tuvieron la gran suerte
de gozar de seis meses seguidos de vacaciones y se lo tomaron con alegría.
Ellos también eran jóvenes y animosos, formaban peñas sustentadas en la
camaradería, el alcohol, el excedente de testosterona y un cierto
nivel de gamberrismo, que pudieron desarrollar libremente en esos seis meses, al son
de “los estudiantes navarroooooos, me-cagüen-la, cuando van a la posada,
chim-pón-jódete-patrón-saca-pan-y-vino-chorizo-y-jamón y el porróóóóóón, lo
primero que preguntan, etc…” La sabiduría popular no tardó en ponerle un nombre merecido al disparate: el
calendario juliano.
Lo que vino después es sabido. El
20 de diciembre de 1973, Carrero Blanco vuela por los aires con coche y todo y
aterriza en una azotea de la calle Claudio Coello. Julio Rodriguez reacciona
como cabría esperar. Se pone su mejor gabardina y se presenta en la Comisaría
más cercana, como voluntario para las partidas civiles que, supone, se
organizarán enseguida, para defender en la calle a España, al glorioso Movimiento Nacional y a sus principios
fundamentales, tradicionalistas y de las JONS. Los policías le sugieren
amablemente que se vuelva a su casa y no moleste, que bastantes problemas tienen ya con el atentado y la necesidad de controlar el orden público en momentos tan
dramáticos. Franco aparece en los funerales con una llorera inconsolable y sale
de esa guisa en los telediarios, subrayando la imagen de debilidad del régimen.
En un alarde de coherencia, el
Caudillo nombra nuevo Presidente a Arias Navarro, el Ministro del Interior
cuyos servicios no fueron capaces de olerse ni de lejos la que estaban
preparando los etarras en pleno centro de Madrid. Arias nombra nuevo Gobierno y
pone al frente de Educación a un tipo gris, poco amante de las extravagancias y
las estridencias, cuya primera medida es anular el calendario juliano. El asunto se quedó finalmente en una simple anécdota. Los de la promoción de ese año hicieron un curso tres meses más corto. Normalmente los cursos se denominan con dos años: el curso 83/84, el
curso 69/70. Estos señores sufrieron la rareza de hacer el curso 74/74.
Vuelto a la vida civil, Julio
Rodríguez recuperó su actividad docente y se dedicó a dar conferencias por el
mundo. Además se afilió al partido Fuerza Nueva, liderado por su amigo Blas
Piñar. Él sostenía que seguía siendo ministro de Carrero Blanco, puesto que el
almirante había tenido la deferencia de nombrarle y solo él podía cesarlo, algo que no había sucedido. De este modo, el que alcanzaba la categoría de Ministro de Carrero Blanco, como el que era ungido miembro de la Orden de Calatrava, lo era ya de por vida. Para él era un honor que no caducaría jamás, una especie de blasón del que siempre presumía. De hecho se imprimió unas tarjetas de visita en las
que rezaba: “Julio Rodríguez, Ministro de Carrero Blanco”. También publicó su
único libro de temática no relacionada con la química, lógicamente llamado Impresiones
de un Ministro de Carrero Blanco (Planeta, 1974).
Este singular personaje murió en
Chile de un infarto, a los cincuenta años. Los profesionales de la difusión de
rumores infundados dijeron que había ido allí invitado por Pinochet. Me temo
que el general no sabía ni quién era. En realidad había acudido invitado por la
Facultad de Químicas de Santiago a dar una serie de conferencias sobre
cristalografía, que era su especialidad. Debió de ser un gran químico, supongo, al que seis meses de
vértigo convirtieron en el peor Ministro de Educación de la historia.