lunes, 6 de marzo de 2023

1.211. Baeza y la libertad

Realmente mi viaje a Baeza de hace unos días estuvo lleno de pequeñas historias que merecen ser reseñadas en este blog. Empiezo contándoles que el miércoles asistí a mi clase de guitarra con Henry y me disponía a irme porque estaba cansado y me esperaba un jueves muy intenso, cuando vino por allí un chaval que está aprendiendo guitarra eléctrica y batería (Henry Guitar toca ambos instrumentos, además del trombón de varas). El chaval traía su propia guitarra y en la sala hay una batería completa. Henry me dijo que me quedara un rato más y nos juntamos a tocar los tres, yo con la guitarra de acompañamiento, en torno a una melodía que habíamos estado ensayando durante la clase, Henry haciendo punteos con la eléctrica y el chaval a la batería.

Y se produjo el milagro. De pronto todo aquello se empastó, empezó a sonar de puta madre, el cansancio desapareció de mi mente y fue una especie de catarsis, una elevación, una epifanía musical en la que no terminábamos nunca y volvíamos una y otra vez a las diferentes secuencias armónicas. Nunca en mi vida había tocado en grupo y les puedo jurar que es una experiencia fantástica. Seguimos y seguimos hasta que el propio Henry decidió parar. Yo tenía los dedos de ambas manos como morcillas, porque hay que tocar muy fuerte para que no te tapen entre la eléctrica y la batería, pero hubiera seguido indefinidamente. Una maravilla. Un subidón decisivo en mi vocación guitarrera.

El jueves, después del yoga, me pasé por el Ricla a comer, pero sólo me tomé un doble de cerveza y sustituí el habitual segundo por un café solo para coger la carretera en condiciones. El viaje al sur transcurrió sin mayores incidencias, había muchísimo tráfico, sobre todo camiones enormes que todo el rato atestaban el carril derecho de la autovía. A veces alguno se ponía a adelantar y montaba un quilombo considerable. Hablando de esto de las carreteras, les planteo una cosa. La autovía de Andalucía toda la vida se había llamado la A4. Hasta que, de pronto, pasó a ser denominada la E5/A4. Y digo yo: ¿creen ustedes que este cambio de denominación aporta algún valor añadido al sistema nacional de carreteras o a su funcionalidad? 

Yo pienso que ninguno. Si ustedes conocen alguno, les ruego que me lo expliquen a través del sistema de comentarios del blog. Lo que tengo muy claro es que ese cambio sí aportó un valor añadido a las cuentas de la empresa de cartelería que hubo de encargarse de cambiar todas y cada una de las señales de la carretera, para que dejara de ser la A4 y pasara a aparecer como la E5/A4. Alguien decide que se acometa un cambio de nomenclatura que no sirve para nada y hay una empresa que factura, como las mujeres a que alude Shakira. Capitalismo puro y duro. Y, a menudo, se descubre después que en la citada empresa trabaja algún familiar del político que adoptó la decisión. Es el necesario engrase que hace funcionar el sistema y yo creo que es estructural, el mundo no funcionaría si no existiera.

Conseguí llegar a Baeza con un resto de luz menguante en el anochecer andaluz. Encontré el hotel y a partir de localizarlo me puse a buscar un lugar donde dejar el coche sin tener que pagar parking. En el pueblo hay muchas plazas azules, de pago, muchos sitios prohibidos o de carga y descarga y también lugares gratis. Me detuve detrás de un lugareño que se afanaba en arreglar algo de su coche con el capó levantado y le pregunté si podía dejarlo detrás del suyo. Me dijo que no era una buena idea, porque estorbaba la entrada de su casa, que mejor me fuera al final de la calle, que terminaba frente a la plaza de toros. Seguí su consejo, encontré muchos lugares donde elegir, dejé el coche y caminé hasta el hotel con mi maletita en la mano.

El Hotel Baeza Monumental es excelente, tres estrellas, 40€ la noche y muy bien situado para mi concierto del viernes. Lo regenta prácticamente en solitario una chica colombiana muy graciosa, que me explicó cómo entrar desde la calle por la noche y los demás trucos, porque ella se iba en cuanto yo me instalase. Hablamos mucho rato, me dijo que era de Pereira y se sorprendió de que yo conociera su ciudad, que visité hace una eternidad con motivo de un congreso de urbanismo. ¿Así que entonces es usted arquitecto? me preguntó. Bueno, lo era, ahora estoy jubilado repuse, a lo que inmediatamente me regañó: ¡Señor! Un arquitecto lo es para toda la vida. Le pregunté dónde podía encontrar un bar para ver el partido Madrí-Barça con unas cervezas y algo de picar. Me dijo que ella no era muy futbolera, pero su marido sí, y me aconsejó bajar hasta la plaza porticada, para tomar allí la calle peatonal de San Pablo. Al final de esa calle hay tres bares y a su marido el que más le gusta es el Pedrito.

Seguí su consejo, bajé bien abrigado hasta la plaza porticada (pasando por delante del Café Teatro Central) e ingresé en el Pedrito. Encontré un rincón en la barra desde el que se veía muy bien la tele de pantalla gigante y empecé a pedir cervezas, que aquí se sirven con tapas generosas. Además de estas tapas me pedí media de chopitos y otra media de berenjenas con miel, como ya conté en el post anterior. Estaba todo muy bueno. El público era íntegramente madridista, aullaban cada vez que el Real estaba a punto de meter gol y se desesperaban porque el gol no llegaba.

Al rato ya estaba integrado en una peña de tres tipos con aire de agricultores, cuellos de toro, barrigas prominentes, voces muy roncas de cantaor flamenco y acento súper cerrado. Uno de ellos proclamaba desolado: Er Carvajá ece, ci no zabe centrá, ¿pa qué centra, hombre? Si llega a marcar el Madrí, estoy convencido que me hubiera fundido en un abrazo con el tipo (como ya me ha pasado más veces, viendo fútbol con desconocidos en los bares) pero no sucedió, así que fue sólo una posibilidad, una de tantas cosas que pueden suceder y no suceden, sino que se quedan en el puro albur. Pagué, volví andando y dormí como un tronco en la magnífica cama dura del hotel.

El viernes me levanté relativamente pronto, me vestí y salí a buscar un bar donde desayunar. En el comienzo de la plaza porticada (que ahora se llama de la Constitución, no hace falta ser muy agudo para adivinar cómo se llamaba antes) encontré la única terraza en la que daba el sol a esa hora y que naturalmente estaba llena. El bar se llamaba K'novas, seguramente propiedad de algún Cánovas que se las quiso dar de moderno con el nombre. Me tomé un café con leche, media tostada y un segundo café. Y me volví al hotel a terminar el post que tenía a medio escribir y hacer tiempo hasta que el ambiente templara un poco. Luego me orienté hacia la ciudad antigua, donde estuve callejeando por entre los vetustos edificios que la caracterizan. Baeza fue, entre las ciudades grandes de Jaén, la primera en ser reconquistada, por lo que fue la capital de la provincia hasta que ésta se trasladó a Jaén. Pero siempre conservó una especie de prosapia antigua, que se respira por su entramado de calles entre edificios de piedra, portones señoriales y patios con palmeras y naranjos.

Yo había visitado hacía mucho Úbeda y Baeza y recuerdo que, en general, me había gustado más Baeza. Entré en el patio de la Universidad Internacional de Andalucía (UIA), visité la iglesia de la Santa Cruz y me asomé a la catedral, pero desistí de entrar al ver que costaba 5€ (6 para los no jubilados). En realidad, lo que yo quería era callejear por ahí, puesto que por la tarde tenía una visita guiada. Alcancé el llamado Paseo de la Muralla, desde el que se divisa un paisaje privilegiado. Baeza está edificada en un cerro escarpado y el paseo bordea el caserío frente al valle del Guadalquivir. Al frente se ven varias sierras, la de Mágina en el centro, la de Cazorla y otras a la izquierda. Al fondo, la sierra Nevada, que sólo se ve en los días súper claros. Andando por allí me llegó un Whatsapp. Mi amigo Luis el Charcutero me enviaba el vídeo que le han grabado para el programa de RTVE Ahora o Nunca. Es cojonudo.

Me entró hambre viendo este vídeo y busqué en la página TripAdvisor cuál era el restaurante más valorado de la ciudad. Y resultó que estaba en el mismo Paseo de la Muralla que yo estaba recorriendo. Se trata de la Taberna Casa Andrés. Me acerqué, estudié la carta, me pareció que no estaba mal de precio y reservé para las dos. Seguí callejeando por el centro para hacer tiempo y volví puntual para sentarme frente a la sierra Mágina en una terraza magnífica. Me comí un salmorejo y media de bacalao de la casa, con un par de copas de verdejo de Rueda helado. Luego caminé hasta el hotel para echarme una merecida siesta. A las 17.30, estaba en la puerta del Ayuntamiento para la visita guiada por la ciudad. La guía se llamaba Ángela, era muy joven, tenía unos ojos grises preciosos y era muy profesional. Éramos un grupo de once personas a los que Ángela guió con mano experta, con explicaciones muy interesantes, trufadas de pequeñas anécdotas, como hago yo en Madrid Río.

Entre las mil historias que nos contó, yo me quedé sobre todo con las relativas a Antonio Machado, que vivió en Baeza entre 1912 y 1919, como profesor de francés del instituto, cuya aula se conserva intacta, tal como él la utilizaba. Machado vino aquí desde Soria, bastante bajo de moral tras la muerte de su mujer. Él hubiera querido irse a Madrid, donde estaba el meollo del mundillo cultural en el que anhelaba integrarse, pero le salió la plaza de Baeza y la aceptó. Venía confiado en que, teniendo estación de ferrocarril, podría viajar a Madrid con frecuencia. Pero luego supo que la estación Linares-Baeza está a 17 kms de Baeza, al lado de Linares, por lo que no le podía prestar esa utilidad.

También tenía un amigo en la ciudad, no me quedé con el nombre, al que fue a visitar en cuanto llegó. En su casa, su familia le informó que su amigo estaba en la agonía. Y él pensó que menuda faena, que primero había perdido a su mujer y ahora estaba a punto de perder a su amigo. Al ver su cara de desolación, le aclararon que La Agonía era una taberna a la que llamaban así porque allí se reunían los agricultores, que estaban todo el rato quejándose de sus problemas y sus desgracias. Machado estuvo siete años en Baeza, pero no le gustaba nada la ciudad. Lo que sí le encantaba era pasear por los campos de alrededor, en donde encontró una gran inspiración literaria. Por eso llevaba siempre los zapatos muy sucios. Además era descuidado y solía llevar diversas manchas de comida en la pechera. Así que los alumnos le pusieron por mote Antonio Manchado. El viejo instituto es ahora el IES Santísima Trinidad y el aula donde daba clase conserva un aura especial con su pizarra y sus pupitres de madera, pero a mí me impresionó especialmente el patio de recreo, perfectamente ajustado al canon estético y compositivo de Brunelleschi. Vean unas fotos que hice.  



Las huellas de Machado son diversas en la ciudad, desde una estatua sentado en un banco en la calle peatonal de San Pablo, que había visto camino del bar Pedrito, hasta un busto de Pablo Serrano, que lo muestra mirando a un árbol. Ángela nos retó a que adivináramos qué árbol era el que mira el maestro. Yo lo supe enseguida, pero callé, para no ir de pitagorín. Pero, como nadie lo decía, lo canté: era una encina. La chica nos contó muchas más cosas, desde la importancia del arquitecto local Andrés Vandelvira, autor de la mayor parte de los edificios renacentistas de Úbeda y Baeza, hasta cuáles son las fuentes económicas de las que vive actualmente la ciudad. Son tres principales: el aceite de oliva, el turismo y la Escuela de la Guardia Civil. Y una cuarta menos potente: la UIA, dedicada sólo a másters y cursos de verano.

Al final nos dijo que no dejáramos de probar las dos especialidades culinarias de la bollería local: los ochíos y los virolos. Los ochíos son unos pequeños panes redonditos de color rojo, porque les echan bastante pimentón. Se llaman así porque de cada masa se elaboran ocho. Yo los había probado en las tapas del Pedrito y también en Casa Andrés. Los virolos son unos hojaldres muy ligeros, una exquisitez un tanto similar a los más conocidos nicanores de Boñar. Y aquí se propició una historia bastante bloguera, que les cuento a continuación. Por la mañana, desayunando en la terraza del bar K’novas, al ir a pagar a la barra vi las cajas de virolos apiladas para su venta. Pregunté su precio, me dijeron que 10€ y pensé que tal vez por la tarde o al otro día me comprase una de estas cajas. Me había olvidado del tema pero, al comentarlo Ángela, decidí volver al bar para hacerme con una caja. Antes, como despedida de la visita, la chica nos hizo una foto a todo el grupo.

Dije adiós a todos y me fui al K’novas, donde entré directo a la barra. Levanté un dedito para llamar la atención del camarero, distinto del de por la mañana y, sin decirme ni buenas tardes, el tipo me soltó: ꟷTiene que sentarse en una mesa. Vale, son las medidas Covid y lo que quieran, pero ¿ustedes creen que esa es manera de saludar a un cliente? Le dije que vale, pero que sólo venía a comprar una caja de virolos, que los había visto desayunando y volvía ahora a por ellos. Pregunté el precio y me dijo que a 12. Yo le informé de que su compañero de la mañana me había dicho que a 10. Entonces afirmó que era un precio fijo, que estaba marcado así en el ordenador. Yo ya estaba bastante rayado y le solté que de ninguna manera le iba a pagar 12 por algo que me habían ofrecido a 10. En ese momento (tal vez no me crean) mi intención era que el tipo me dijera que bueno, que me los dejaba a 10, para contestarle que ya no los quería ni a 10, que se los podía meter uno a uno por el culo. Pero el tipo no cedió, me ofreció enseñarme el ordenador y añadió que no había otros virolos en el bar, que los compraban en la Pastelería de la Abuela, allí al lado y que ese era su precio.

Me marché. Y unos segundos después me vi ante el escaparate de la pastelería. Por curiosidad entré a preguntar. Había una chica muy amable y una clienta bastante anciana, sentada con un perrito faldero a los pies. Pregunté el precio de la caja de virolos: 7,50€ pero, con una sonrisa deliciosa, la chica añadió que hoy había una oferta de no sé qué, por lo que me los dejaba a 6,50. No pude evitar contarle lo que me había pasado. Tanto ella como la clienta, se quedaron de piedra. Qué sinvergüenzas ꟷcomentó la chicaꟷ, nosotros los vendemos a 7,50, pero a ellos se los servimos a 5, es increíble que los pretendan vender a 10, y menos a 12. Le dije que seguramente me habían visto cara de turista. Y que, si el turismo es una de las fuentes de riqueza del pueblo, no parece esta una conducta muy inteligente. Estuvo de acuerdo y me prometió que se lo contaría a su jefe para que adoptara las medidas que estimara oportunas. Con mi caja de virolos a 6,50 me fui al hotel. Allí me saltó una alarma: estaba a punto de publicarse el vídeo de una canción más del nuevo disco de Samantha Fish con Jess Dayton, que saldrá en mayo, y yo podía conectarme para ver el estreno en directo. Así lo hice en el hotel y aquí tienen el vídeo.   

Me vestí, me puse mi pañuelo de bluesman y caminé los cinco minutos que me separaban del Café Teatro Central. En la puerta me encontré al hermano de Ghalia Volt, Orlando, con el perro en su regazo. El perro es un bulldog francés, al que no conocía, pero que se deshizo en lametones a mis manos. Orlando me dijo que entrase, que estaban en la prueba de sonido. Allí estuve un rato conversando con Ghalia y con su madre, el padre no apareció esta vez, no sé si lo han mandado a Bruselas o es él quién se ha hartado del plan. La prueba de sonido se había terminado y los tres se fueron al hotel, a dejar al perro y a que Ghalia se pusiera su minifalda y sus puntillas y encajes negros. Yo me quedé dentro, mostré mi entrada en el móvil y me pedí una primera birra Alhambra de botella verde.

Al rato abrieron puertas y empezó a ingresar al local el típico público del blues, gente ya madurita, chicas muy bailonas vestidas de negro y en general, todo el mundillo enrollado de la ciudad. Les diré que el lugar es precioso, una especie de café cantante de época muy bien conservado. Y la actuación de Ghalia fue fabulosa, mucho mejor que la de Madrid. Orlando me dijo al final que nunca había visto actuar así a su hermana. Además de sus composiciones, Ghalia se lanzó a interpretar un carrusel de clásicos del rock’n roll, como Blues Suede Shoes o Tutti Frutti, que levantaron el ánimo al personal hasta lo más alto. Yo estaba en la primera fila y allí se hacen muchas amistades, sobre todo en cuanto ven que sabes del tema. Yo les había avisado desde el principio que se preparasen para ver algo portentoso.

Entre la gente con la que confraternicé, estaba José Luis, un tipo de barba entrecana, que dijo ser el director del festival de blues de Torreperogil, a pocos kilómetros de Baeza, donde el puente de agosto tocará Ghalia Volt con su grupo al completo: bajo, batería y teclista. Realmente el circuito del blues en Andalucía es muy nutrido: Cazorla, Jerez, Torreperogil y algunos otros. Tampoco podía faltar la chica más bailona de todo el local con la que me acabé marcando más de un rock and roll en la parte final del show con mi tercera cerveza. Se llama Gemma, de vez en cuando sube a Madrid y quedó en llamarme a la próxima. Nos hicimos el selfie de rigor, aunque soy bastante manta con esto de los selfies y la chica me salió con los ojos cerrados. Menos mal que había un fotógrafo por allí que nos sacó una foto mejor y otra a mí con Orlando.
















Acabada la actuación, empezaron a pinchar una música muy buena, abrieron la puerta para que entrase el público en general y el lugar se llenó de gente más joven. No tengo duda de que este es el antro duro del pueblo, donde se encuentran cada noche los que están en la onda. Ghalia, Orlando y su madre desfilaron con su aparataje y yo decidí marcharme también. Me despedí de mis conocimientos sobrevenidos y caminé hasta el hotel, donde dormí otra vez como un cura. El sábado amanecí como una rosa, me vestí y bajé a desayunar otra vez al K’novas, que no soy rencoroso. El camarero amable ya sabía lo que yo quería y, como es natural, no le dije nada del incidente con su compañero borde. 

Eran las diez y ya tenía claro que no llegaría a Madrid a tiempo de encontrarme con los floristas. Así que me apliqué a cumplir un último plan. Ángela nos había dicho que la visita a la Catedral incluía subir a la torre mayor a ver la vista del pueblo desde arriba, pero que eran 116 escalones. Con esta subida ya no me parecieron tan mal los 5€ que cobran. Así que caminé hasta allí, esperé a que abrieran y entré el primero a una catedral vacía y con un ambiente gélido. El ascenso a la torre era pan comido, poco más que llegar a los seis pisos de casa de mi hijo Kike en París; he subido yo a edificios mucho más altos. Abajo tienen algunas fotos del momento. 

Esta es la Catedral. Se sube al campanario y al nivel superior con los huecos redondos. Abajo una foto en cada uno de los dos niveles superiores.

Y el panorama que se ve desde arriba.



Poco más que contar. Bajé, caminé guiado por el Maps hasta la Plaza de Toros y desde allí localicé mi coche. Me impuse encontrar el camino de vuelta a Madrid sin ayudas electrónicas y me equivoqué dos veces, pero eso no es importante: lo crucial es practicar para no perder ciertas habilidades, aunque te equivoques y pierdas algo de tiempo. Encontré por fin el camino a Madrid y tuve un regreso plácido, con muy poco tráfico (los sábados son el mejor día para viajar por carretera, no hay atasco ninguno). Me veía capaz de hacer el viaje de un tirón pero, en cuanto cumplí dos horas de trayecto, mi coche, como buen smart car, me sustituyó toda la información en la pantalla frontal por el icono de una taza de café humeante y el aviso: ¿No tiene usted ganas de hacer un pequeño descanso? Así que paré a cargar gasolina, no porque lo necesitara, sino sobre todo para que se quitara el aviso de marras. Llegué a Madrid a la hora de comer y, en el primer semáforo, llamé a mi amigo Fernando, del restaurante Matilda, para preguntarle si tenía un hueco para mí. Lo tenía y comí estupendamente.

Luego, antes de caer rendido en la correspondiente siesta, me vino a la cabeza una idea muy clara: esto es la libertad. Y la libertad te la proporciona la soledad. Ya sé que la soledad tiene muchos inconvenientes y les he contado que es muy triste despertarse a media noche, estirar una mano y no encontrar ningún culo hospitalario a tu vera pero, si yo no estuviera solo, no podría seguramente liarme la manta a la cabeza y hacerme 320 kilómetros en coche para ver un concierto de Ghalia Volt. Seguro que la parte contraria recibiría la noticia de mi plan con un primer gesto inequívoco de desagrado, que normalmente ya es suficiente, pero que en caso contrario se complementa con las frases de rigor: ¿pero tú estás loco o qué? ¿Te vas a pegar esa panzada para ver a una chica a la que acabas de ver hace dos días? ¿Con el frío que hace y como están las carreteras? La libertad tiene su precio, pero es algo cojonudo. No lo olviden. Y disfruten de la semana. Yo estoy aquí en plena inmersión franchute y por ahora la cosa va bien. 

2 comentarios:

  1. No soy muy remilgado ni demasiado escrupuloso pero tu amigo el Charcutero no está muy fino cogiendo el jamón con los pinreles. ¡Regálale unas pinzas, hombre!, como quién no quiere la cosa, las hay de diferentes tamaños y materiales. Interesante el periplo por Baeza, la próxima vez compraré unos virolos a ver qué ha pasado con el camarero. Un abrazo.

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    1. Lo de ser remilgado o escrupuloso es una cualidad personal e intransferible. Yo llevo años comprándole jamón a Luis y entiendo que el jamón se ha cortado a mano toda la vida. Lo de los guantes de plástico o las pinzas son mistificaciones bastante recientes, pero allá cada uno con sus precauciones. Abrazos.

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