Reviso el contador de visitas del blog y con agrado
compruebo que registra números bastante altos a pesar de que estamos en agosto
y que en verano suele descender bastante la atención de mis lectores
habituales. Este contador lo maneja un algoritmo y no es técnicamente de gran
precisión, pero sirve para dar una idea. Cuando un post no recibe más de
treinta visitas, mala cosa. En cambio si supera las sesenta, como me está
sucediendo con los últimos, es un indicativo de que tengo a mi audiencia
enganchada y bien interesada en mis historias (que conste que aun no se me ha
pasado el disgusto de que ninguno de ustedes viniera a escucharme al Ateneo en
mi primera gran conferencia pública en un auditorio de prestigio).
No tengo duda de que este subidón de última hora se debe
sobre todo a mi encuentro con Samantha Fish en Jerez, que ninguno de
ustedes se esperaba. Les conté que el abuelo que desayunaba a mi lado en una
terraza de la calle Porvera, después de ver LA FOTO, volvió a mirarme de arriba
abajo como si me viera por primera vez y me considerara ahora con mayor respeto.
Igualmente ustedes han visto la imagen citada y me están ahora mirando de
arriba abajo, metafóricamente hablando, con una perspectiva nueva, de
dimensiones insospechadas. Mis amigos se han alegrado mucho de que conozca
finalmente a mi musa, y destaco dos de las reacciones que me han llegado. Dice
mi amiga África, que ella no se ha llevado ninguna sorpresa. Que estaba segura
al cien por cien de que, antes o después, me encontraría con Sam y que además
le iba a caer bien y le iba a hacer mucha gracia.
Las mujeres poseen una intuición innata para
anticiparse a lo que está por suceder, pero mi amiga África tiene esa
intuición elevada a diez. En la misma línea, el bueno de Alfred dice en un
comentario del blog que está seguro de que me voy a reencontrar con la chica en
París y me va a recordar, porque soy un tipo difícil de olvidar. Es curioso,
hace unos cinco años, Alfred presumía de pesimista y se contraponía siempre a
mi proverbial optimismo, incluso regañándome cuando criticaba a los cenizos y
agoreros. Ahora se han cambiado las tornas. Yo sigo siendo optimista, pero
realista y veo muy posible que ni siquiera consiga acercarme a Sam en
París. Y, en caso de que sí, supongo que no se acordará de mi nombre y quizá
tampoco de mi bigote. Pero son estos dos ejemplos de gente que me quiere mucho y es algo que resulta muy reconfortante, que no tiene precio. De todas formas, no insistan
mucho en esta línea, no vaya a ser que me lo crea y me venga demasiado
arriba.
En esa línea de cariño, que va a terminar por hacerme
olvidar la ausencia de todos ustedes en el Ateneo, pues resulta que mi último post ha desatado una cierta corriente de opinión solidaria
y conmiserativa, en el sentido de pensar: el pobre Emilio que está solo y no
tiene quien le quiera. Pero vamos a ver: ¿yo hablo en castellano o es que hablo
en chino? He dicho por activa y por pasiva que estoy muy bien como estoy, que
soy feliz, que me siento en plenitud o, como diría Zidane, de puta madre. Sí,
ya sé lo que piensan: dime de lo qué presumes y te diré de lo que careces. Pero
no es mi caso. Es más, yo me moriría de asco y de aburrimiento si esta
situación me pillara en un pueblo pequeño; no soportaría estar solo en
Villarejo de Salvanés, o en el Ampurdán o en Arkansas. Pero, ¿en una ciudad
como Madrid? ¿Viviendo en el puro centro, en un ático con aire acondicionado?
¿Con lo que me gustan los bares y los restaurantes y los cines y los teatros y
las exposiciones y el simple caminar por una vía pública llena de viandantes, entre árboles, farolas y escaparates?
En realidad, en el post anterior finalmente hablé sólo
de dos imposibilidades paralelas para que encuentre una pareja, pero no son las
únicas, lo que pasa es que ya se me agotaba el tamaño medio del post. Por
ejemplo, está el tema de los rangos de edad. A mí las mujeres de menos de 30 no
me gustan, siempre me dieron un poco de miedo, incluso cuando yo tenía también
su edad, porque sufren una explosión hormonal que no controlan y no saben cómo
gestionar y a mí eso siempre me intimidaba un poquito. A mí me gustan
especialmente las treintañeras y cuarentonas, que creo que están en su punto
justo de maduración y tienen una experiencia, una serenidad y un control sobre
sus vidas que me resulta muy atractivo. Y luego vienen ya las de 50 para
arriba. En este rango se da con toda su crudeza el fenómeno de los conjuntos
disjuntos, porque muchas de ellas ya no me parecen atractivas y a la vez me ven
a mí como a un abuelo, porque tienen veinte años menos que yo.
De las de 60 para arriba ya no hablaré para no herir
sensibilidades y que conste que todo esto son generalizaciones y que lo
importante es la energía y la edad mental: yo conozco unas cuantas sexagenarias
guerreras que son un encanto. Pero sobre este grupo de cincuentonas y
deliciosas sexagenarias que me resultan súper divertidas y atractivas, recae
una tercera imposibilidad: que la mayoría tiene ya pareja o marido y que, las
que no lo tienen, a menudo es porque no son fáciles de soportar. A todo esto,
como ya les he confesado, después de los 70, la líbido se vuelve un
requerimiento mucho menos acuciante que en las edades precedentes y, en ese
contexto, yo no voy a sacrificar las ventajas de mi soledad urbana por
cualquiera que se me ponga a tiro. Para que yo dejara entrar en mi vida a una nueva
mujer, tendría que ser lista, divertida, animosa, optimista, positiva. Y que
deje vivir. Y que huela bien, desde luego.
Son demasiadas exigencias. Por no hablar del punto de
vista de la prójima presunta: a pesar del entusiasmo de África, Alfred y otros,
yo no me considero un tipo tan atractivo y excepcional, y creo que una mujer
que se enamorara de mí locamente demostraría muy poco criterio. Ya saben lo que
decía Groucho (Marx, no el Coronel): yo jamás aceptaría pertenecer a un club
que me admitiera a mí como miembro. Así que, como les digo: imposible. Pero no
estoy amargado por eso. Sigo el sabio consejo (como todos los suyos) del Ateo Piadoso, que me
dice que asuma lo que me ha tocado y disfrute de eso. Y que salga el sol por
Antequera, o por donde le salga de los cojones estelares. Además, el blog me
hace mucha compañía y no digamos Samantha Fish. Venga, una fotillo suya para
que no se me desacostumbren.
En las ciudades del siglo XXI hay muchísimos
solitarios sociables, como yo, y, cuando vas teniendo un poco de experiencia en
el tema, aprendes a reconocerlos por la calle. Todos nosotros formamos una
especie de hermandad: la cofradía de los solitarios urbanos. Y nos llamamos
para quedar de vez en cuando; por qué se creen ustedes que me llaman a mí
amigas para quedar a cenar y luego volverse a su casa en el Metro, como mi
amiga Cl. de la otra noche. Porque esta chica es una solitaria urbana del tipo
amable y sociable como yo y le encanta quedar conmigo para contarme sus historias
y escuchar las mías. Las megaciudades del presente siglo se están convirtiendo en
nidos de solitarios. Según el INE, el porcentaje de hogares unipersonales en
España es del 25% y se prevé que pronto llegue al 28 y al 30. Esos porcentajes
se elevan en las ciudades y especialmente en Madrid.
Y nadie parece tener alternativa al abandono del
campo, al hecho cierto de que cada vez más gente emigra a las ciudades, a pesar
de que en muchos casos pasan a vivir en condiciones bastante malas. Por algo
será. Y en las ciudades, cada vez hay más gente que vive sola. En Gran Bretaña,
en tiempos de la premier Theresa May, se creó una Secretaría de Estado de la
Soledad. Y el año pasado, en Japón, donde el problema es grave, se instituyó
todo un ministerio: el Ministerio de la Soledad, al frente del cual se puso
nada menos que al señor Tetsushi Sakamoto. El problema es que vivir solo tiene
su dificultad y no todo el mundo está capacitado para ello, lo que hace que
muchos se agobien, se depriman y se vean abocados a la decadencia personal y, en casos extremos, al
suicidio.
Una variante peculiar de este fenómeno de la soledad urbana
es típicamente japonesa, aunque se registra también en Corea: los
llamados hikikomori, generalmente jóvenes, aunque también hay algún adulto, que
se recluyen en sus cuartos y no salen en años, como si estuvieran en
confinamiento pandémico. Un reciente estudio cifraba el número de hikikomori en
más de medio millón, la mayoría en el área metropolitana Tokio-Yokohama. Cuando
digo que este fenómeno se produce también en Corea, me refiero a la del Sur,
obviamente: en la del Norte los sacan a la calle a hostias. Por nuestras
tierras se suele dar el llamado síndrome de Diógenes, la gente que acumula toda
clase de basuras hasta que los denuncian los vecinos por el mal olor, viene la
pasma y se los lleva directamente al psiquiátrico.
El gran escritor de ciencia ficción J.G Ballard
(extraordinaria su novela Noches de cocaina)
predijo hace muchos años la situación que venía, como tantas otras. Es en un
relato que se titula Unidad de cuidados
intensivos. En ese mundo imaginado, los ciudadanos hacen toda su vida sin salir de casa ni hablar con nadie, a
través de pantallas. Es un relato escrito en 1965, pero cada vez nos acercamos
más a esa terrible distopía. En ese sentido yo tengo la suerte de tener muchos
amigos y amigas, tanto en Madrid, como all
over the world. Y de vivir en un sitio que me gusta, tener una casa
agradable y no tener grandes apuros económicos. Y dos hijos que me quieren y
unas cuantas ex con las que me llevo bien. ¿Por qué habría de quejarme? Solo se puede vivir muy bien, diga lo que diga Tetsushi Sakamoto.
Los escritores han incidido desde hace mucho en el tema
de la soledad urbana, con especial protagonismo de Onetti que resaltaba
sobre todo la sordidez, un concepto que nadie ha reflejado como él (saben que
este hombre no sólo no salía de casa, sino que se pasó años metido en la cama).
Sin llegar a extremos como este, el libro que acabo de leer, Los vencejos, de
Fernando Aramburu, hace un retrato perfecto de tres personajes que forman parte
de esa cofradía de solitarios urbanos de la que les he hablado más arriba. Se
trata del protagonista, Toni, el antagonista al que dicen Patachula y la chica
con la que suelen reunirse en un bar de la Guindalera, Madrid, por nombre
Águeda. Toni, que narra la historia en primera persona, es un tipo descreído de
todo, desanimado, cenizo y negativo. Sus reflexiones sobre la vida y el mundo
son certeras y es admirable cómo Aramburu se mete en la mente de un personaje
tan distinto de él mismo para diseccionar esa forma de pensar. Extraigo de su
página 591 esta reflexión sobre el amor.
Ese estimulante de las glándulas sudoríparas que en
lenguaje popular se denomina amor y que sirve, entre otras cosas, para
ensamblar individuos y a continuación amargarles la existencia, a mí hoy día me
produce alergia. Más aún, pánico. Te sale de pronto un amor como te sale un
carcinoma. Prefiero, por razones de salud, la calma del solitario, del
indiferente, del que sobrevive en la soñolienta paz de una fatiga crónica. Nada
de cuanto acontece a mi alrededor me interesa. Ni siquiera me intereso yo
mismo.
Demoledor. Aramburu se esfuerza, digo, porque él es
totalmente distinto al personaje, es alguien que vive en Bremen (Alemania), a
donde se fue detrás de un amor y donde se gana la vida dando clases de
literatura española. Y es una persona muy cariñosa, como comprobé cuando fui a
la Feria del Libro a que me firmara esta novela y me preguntó cuál era mi interés
en su literatura. Le dije que le sigo hace tiempo y que había leído Los peces de la amargura, Los años lentos, El trompetista del Utopía y El
guardián del fiordo. Y, por supuesto, Patria.
Me escribió su dedicatoria enmarcada en un par de cenefas en forma de guirnaldas que dibujó con
sumo cuidado, un indicativo de cómo es este señor, por si no bastara con sus
textos.
Por cierto, muchos lectores de best sellers, que
devoraron Patria, dicen ahora que eso
fue flor de un día y que este libro es mucho peor. No sé si es por llevarles la
contraria, pero a mí casi me ha gustado más Los
vencejos, una novela que creo que entronca más con su literatura anterior y que
refleja con mayor exactitud lo que este buen escritor quiere expresar con su
obra. Y además se desarrolla íntegramente en Madrid, una ciudad que Aramburu
muestra conocer muy bien y que trata con bastante cariño. Digamos que Patria fue una obra que necesitaba
escribir para espantar definitivamente los fantasmas de su pasado, mientras que
Los Vencejos es su obra más personal
y auténtica, que ha logrado publicar a pesar de sus 700 páginas, aprovechándose
de su recién obtenido y sobradamente merecido estatus de escritor de éxito. Es
un libro que les recomiendo sin dudarlo.
Y puesto que hemos acabado hablando de literatura y, aunque
el verano ya enfila su recta final, me
voy a permitir recomendarles algunos de los libros que más me han gustado en
estos últimos tiempos, algunos de ellos ya mencionados en el blog, pero no me
importa repetirme:
Los incendiarios, Jan Carson, 2019
Como si existiese el perdón, Mariana Travacio, 2016
Un amor, Sara Mesa, 2020
Hamnet, Maggie O’Farrell, 2021
Y llovieron pájaros, Jocelyne Saucier,
2011.
Todos de mujeres, como ven. Me interesa mucho el punto
de vista femenino, en estos últimos tiempos. La explosión de la literatura
femenina es un hecho innegable, cualquiera de estos cinco títulos les puedo
garantizar que es muy bueno. Los encontrarán seguramente en cualquier librería un
poco puesta al día. Y pueden ser un acompañante muy bueno para estos días de
encierro por el calor y el puente que se avecina, al que
los italianos llaman el ferragosto. Después el calor se irá mitigando poco a
poco. Es ley de vida: el sol, aunque le dé por salir por Antequera, va cada día
más caído y las noches van siendo más largas. Por mí no tienen que preocuparse:
estoy encantado de la vida y el blog me suministra la compañía adicional que
pueda necesitar. Uno tiene que adaptar el volante a las curvas que le presente
el camino, que decía mi padre. Por ejemplo ahora, para ir a La Coruña, hay que
circular un buen rato por la antigua carretera, porque los puentes de la
autopista se están viniendo abajo, como ven en esta foto que les dejo de
despedida. Sean buenos.
Oiga, un respeto, no tengo ni idea de como son Arkansas ni Villarejo de Salvanés, no los conozco, pero le puedo asegurar que el Ampurdán en un sitio estupendo para vivir, escolti, ¿eh?
ResponderEliminarNo lo dudo y le ofrezco mis disculpas. Mi comentario parte de la ignorancia del lugar, sin duda.
EliminarSuelo seguir puntualmente sus recomendaciones literarias y creo que las que incluye en la lista son ya antiguas, yo he leído las cuatro primeras y coincido en que son excelentes, especialmente Los incendiarios, que me generó una angustia durante su lectura que pocas veces sufro. Así que, por mi parte, me faltan Los vencejos, que ya la tenía en cola, aunque me daba cierta pereza por el tamaño, y esa enigmática Y llovieron pájaros, que me apresuro a encargar. Gracias en todo caso.
ResponderEliminarY, por cierto, la presencia de Samantha en fotos como esa, resulta altamente refrescante y ayuda a mantenerse a flote en estos tiempos de acoso del calor y las malas noticias. Gracias también por ello.
Gracias por su comentario, siento haberme repetido. Y Samantha es una delicia de mujer; si la conociera en persona estaría de acuerdo conmigo.
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