domingo, 6 de septiembre de 2020

973. De cosecha propia

Bueno, bueno, bueno, bueno, bueno, bueno, bueno, bueno, bueno, bueno, bueno. Pues resulta que, aquí donde me tienen, estoy de vacaciones. En realidad lo estaba ya formalmente esta semana que termina hoy, pero tenía algunos temas que resolver y he seguido conectado al trabajo, para lo que hiciera falta. Una vez terminados los asuntos pendientes, paso al estatus de funcionario de vacaciones. Que, en este momento, apenas es una variación mínima de mis rutinas. Si hasta ahora me conectaba al trabajo en cuanto desayunaba, a partir de mañana dedicaré la mayor parte de mi tiempo a otros menesteres. Aunque tengo algunas citas de trabajo que intercalaré en el tiempo de descanso, como un webinar el día 9 sobre las ventajas ambientales de la reutilización de edificios, frente a la demolición, y una reunión de trabajo, seguramente presencial, a finales de mes. Y lo que surja. En octubre vuelvo al estatus de funcionario activo, para los cuatro meses y pico que me restan hasta el día D.

Dada la situación sanitaria general, no veo conveniente acercarme a la playa o a la montaña, y tampoco lo echo tanto de menos, yo soy hombre de asfalto, como saben, y estoy bien situado en Madrid, puedo ir al Museo del Prado, o al Jardín Botánico, ambos a cinco minutos de mi casa, y tengo una casa con una estupenda terraza, en la que puedo estar en bañador, o incluso sin, porque nadie me ve. Para qué me voy a mover, si tengo que andar por ahí con mascarilla y encima a los que venimos de Madrid nos miran feo. Los últimos años tampoco había disfrutado de unas vacaciones familiares estándar; siempre las cambiaba por viajes allende los mares, que este año están vetados. Así que mis vacaciones, en principio, en casita, aunque no descarto alguna escapada por el entorno. Cada uno es como es, yo me crié en el asfalto, me formé en futbolines y billares y confieso que lo que sí me hacía mucha compañía era el mar, pero después de más de 50 años en la meseta he aprendido a no echarlo mucho de menos. En este momento, hay que ser prudentes, que lo primero es salvar el pellejo. Ya habrá tiempo de hacer otras cosas cuando la situación se normalice, si-es-que.

Otros, en cambio, son de campo y disfrutan como enanos en medio de los prados y los sembrados. Por ejemplo, el bueno de Neil Young sigue confinado en su rancho canadiense a orillas del lago Ontario. Allí está rodeado de sus pastos y sus animales y, cuando quiere, se graba un vídeo artesanal y lo cuelga en Youtube. Lo escuchamos el otro día cantando Looking for a leader, con la letra alterada para meterse con Trump, a tiempo de incidir en la campaña electoral (¡menos de dos meses ya para el gran día!). Hoy lo vamos a ver con sus gallinas y sus patos, cantando Homegrown, que podemos traducir como De cosecha propia. Les pido que se fijen en su desaliño general, los agujeros de sus pantalones y, de nuevo, el artilugio artesanal para sujetar la armónica, con la ayuda de un par de piedros del lago. Y su última mueca, poniendo cara de pollo.


Neil Young, a sus 74 años sigue siendo, sin duda, uno de los grandes. Y ahí lo tienen tan feliz, con sus gallinas y su vieja guitarra, pasando del progreso y sus comodidades. Hombre, también hay que tener en cuenta que su encierro lo está pasando con su guapa compañera Daryl Hannah, la inolvidable Priss de Blade Runner y la no menos inolvidable sirena de Un, dos, tres, splash. Es normal que Young esté feliz, con semejante mujer a su lado, una dama que luce este aspecto a sus 59 tacos.

El otro día les hablaba yo de Neil Young como alguien cercano a Bernie Sanders y Alexandria Ocasio-Cortez. Es posible que lo sea, pero un lector de los que me hace comentarios por detrás me ha recordado que Young ha ido siempre a su bola, es una especie de ácrata imprevisible, muy condicionado por sus cambios de humor. Deben ustedes saber que ese carácter imprevisible le llevó a apoyar sin condiciones a Ronald Reagan para la presidencia, cosa que puedo entender, yo también creo que fue un buen presidente, muy de derechas pero con cabeza. Más adelante, a raíz del 11-S lanzó mensajes de apoyo al presidente Bush (esto aún lo entiendo más), si bien la absurda guerra de Irak le hizo recapacitar y volverse contra él, hasta el punto de editar una canción que se llamó Let’s impeach the President. Pero estos bandazos hacen que no sea demasiado del agrado de los izquierdistas de manual. 

Para completar el cuadro, en 2015 fue a ver a Donald Trump a pedirle apoyo financiero para sus campañas y giras. Es también comprensible, el rancho hay que mantenerlo y, aunque no te compres pantalones nuevos, tiene muchos gastos. Trump no pensaba por entonces ni dedicarse a la política. Era sólo un empresario de éxito y tenía ya esa tendencia al histrionismo que le hace confundir el mundo con un reality show, como sentenció con precisión Obama. Así que su mayor interés fue hacerse una foto con el músico, que rápidamente colgó en su perfil de Instagram (Young no la publicó en ningún lado). Desconozco si finalmente le ayudó o no.

Por todo eso creo que es muy importante el pronunciamiento anti-Trump de este señor, con su canción Looking for a leader. Porque a nadie le sorprende la postura de Springsteen o la de los Stones. Pero Young podría haber salido por peteneras y no lo ha hecho. Los que queremos que Trump no sea reelegido, no lo deseamos porque sea de derechas. Eso es casi lo de menos. Lo deseamos porque es un racista, machista, grosero y sin control sobre sus emociones. En fin, que les voy a poner aquí la foto de marras. Discúlpenme, ya sé que duele a la vista, pero también intento adelantarme a que algún listillo me la recuerde en sus comentarios. Neil Young será siempre para mí uno de los grandes.  

¡Qué fuerte, gente!. En fin, que hay que echar al del pelo naranja de la presidencia como sea. Esta mañana le he mandado un Whatsapp a mi amiga Shannon de LA, en el que le digo (entre otras cosas de las que no se cuentan aquí): C’MON, LET’S VOTE HIM OUT, it’s crucial for the rest of the world that American voters get it right this time. Aún no me ha contestado. Están las cosas que arden en los USA. Cuando aún no se habían apagado los ecos de la protesta por la muerte de George Floyd bajo la rodilla asesina de un policía de Minneapolis, en Kenosha (Wisconsin) otro policía disparó siete tiros por la espalda a Jakob Blake, otro negro (por cierto, las pistolas de los policías ¿no tenían siempre seis balas?). No se sabe aún por qué acosaban a este señor, sólo que le siguieron dando la vuelta por delante a su coche y le dispararon cuando abrió la puerta delantera. En el asiento trasero estaban sus tres hijos, de 3, 5 y 8 años. Se dice que quien llamó a la policía fue la madre de los críos, en medio de una pelea de pareja.

Lo que yo tengo muy claro es que, si llega a ser un blanco, a lo mejor habían disparado primero al aire. Los disturbios diarios se han exacerbado en Portland, donde nunca se acabaron del todo, y han brotado en Chicago, Nueva York y todo el estado de Wisconsin. Ya saben que un chaval de 17 años, seguidor ferviente de Trump, se fue una noche a Kenosha provisto de un rifle de asalto, comprado en cualquier colmado, para ayudar a la policía en los disturbios. Resultado, disparó a tres manifestantes, matando a dos de ellos. También habrán leído que la protesta estuvo a un tris de acabar con la NBA, la liga de baloncesto, cuyos jugadores se plantaron. Y Trump fue a Kenosha y ni siquiera visitó a la familia de Blake (que está en estado muy grave en un hospital de la ciudad, en donde lo esposaron a los barrotes de la cama para que no se escapara, cuando tiene la columna vertebral rota y no podrá volver a andar salvo milagro). En cambio defendió al del rifle.

Trump se acerca en las encuestas a Biden, que va por delante. No sé, a mí me cuesta creer que un solo negro o una sola mujer le voten, pero hay que esperar a ver qué pasa. El racismo es un ingrediente estructural en la sociedad norteamericana, algo impreso en sus genes desde los tiempos del esclavismo. Tal vez las nuevas generaciones se estén quitando de encima esa lacra, pero hay mucho que trabajar todavía en pos de la igualdad. Les voy a hablar de dos libros que he leído recientemente y que creo que desmenuzan al milímetro el tema del racismo. Y los dos escritos por mujeres negras y galardonados con premios prestigiosos. Dos recomendaciones de cosecha propia. El primero, americano: La canción de los vivos y los muertos (Jesmyn Ward, 2017). Jesmyn Ward es una escritora nacida en Delisle (Mississippi) hace 43 años. Y esta novela le valió ganar el National Book Award, tal vez el premio literario de mayor prestigio de los USA, siendo la primera mujer de la historia que lo gana dos veces, porque ya se lo dieron en 2011 por su segunda novela Quedan los huesos, que no he leído.

Jesmyn Ward, cuya imagen tienen a la izquierda, desarrolla en su novela una historia tremenda, dividida en capítulos contados por diferentes narradores, que se indican en cada encabezamiento. Jojo, el primero, es un chaval de 13 años que vive, junto a una hermana muy pequeña, con sus abuelos maternos, dos negros mayores y súper correctos, dedicados a la agricultura. La madre de los niños, Leonie, es una semi-delincuente, drogadicta recurrente, que no puede con la situación y por eso le ha dejado los niños a sus padres. Todo se torció para esta familia cuando al hermano de Leonie lo matan unos amigos blancos, en medio de una discusión durante una partida de caza. Es decir, ya no estamos en tiempos de linchamientos, ahora hay un chaval negro que forma parte de un grupo de adolescentes blancos y se va con ellos de caza. Pero el accidente se tapa y el culpable, un gilipollas que le ha disparado adrede, nunca es castigado.

Ese incidente es lo que ha llevado a Leonie al mal camino y a sus padres a la tristeza eterna. Para colmo, Leonie, en su desvarío, se enrolló con un blanco, colega de colocones y primo del asesino de su hermano, que es el padre de sus dos hijos. Sus suegros ni les hablan. Y el padre de las criaturas está en la cárcel, por posesión y venta de drogas. Esta es la situación de partida del libro. La acción comienza cuando se anuncia que al preso lo van a poner en libertad. Leonie decide ir a recogerlo en su viejo coche a la cárcel, que está a muchos kilómetros de distancia del pueblo, y llevarse con ella a los niños, contra la opinión furiosa de los abuelos. Más adelante, se va sabiendo que, además de ir a esperar a su marido a la salida de la cárcel, Leonie transporta un alijo importante de droga a distribuir a lo largo del camino, y por eso quiere llevarse a los niños, para que los policías de carretera no la paren para registrarla.

El libro es una extraordinaria road-story, con momentos de una tensión extrema, que se lee del tirón. Y con aspectos sobrenaturales, como no podía ser de otra manera en una historia de negros del sur USA. Richie, el hermano asesinado de Leonie, se le aparece de vez en cuando, en medio de sus ensoñaciones inducidas por la droga y hasta es el narrador de algunos de los capítulos. En conclusión, eso es Estados Unidos ahora, los negros están integrados, los hay que llegan lejos, pero colectivamente son ciudadanos de segunda. Imagino que habrán leído que la incidencia de la Covid-19 es mucho más alta entre la población negra. Jesmyn Ward proviene de una familia humilde, de campo, pero se graduó en arte en Stanford y trabaja y vive en Nueva Orleans, en cuya universidad es profesora de escritura creativa. 

El racismo es un sentimiento fuertemente arraigado, importado de los colonos ingleses. Como dice Spike Lee, Estados Unidos es una nación fundada sobre el genocidio de los indígenas indios y el esclavismo. Pero ya había racismo en Gran Bretaña y de eso va el segundo de los libros de cosecha propia de los que les quiero hablar hoy. Y este se lo recomiendo encarecidamente, les va a encantar. Se trata de Niña, mujer, otras (Bernardine Evaristo, 2019). Este es el libro que vamos a analizar en la sesión inaugural de Billar de Letras 20-21, que será el 22 de este mes, pero ya me lo he terminado, porque no podía parar de leer. Bernardine es británica, 61 años, hija de padre nigeriano y madre inglesa blanca. Es una mujer de una actividad incansable, también licenciada en literatura y profesora de escritura creativa, pero con producción de ensayo, poesía, teatro, crítica literaria en los principales periódicos del país, activista por la igualdad racial, tertuliana, editora y todo lo que se puedan imaginar.

A la derecha, una imagen suya. Dentro de esa actividad frenética, hay que incluir ocho novelas publicadas. Pero esta, que es la última, es sin duda la cumbre de su producción y, como tal, fue premiada con el Man Booker, el premio literario británico de más prestigio. Lo recibió el año pasado, a medias con Margareth Atwood y es la primera mujer negra que se lo lleva, si bien, ya les dije que en los 90 lo recibió Arundathi Roy, india. La novela habla de doce personajes, a los que están dedicados sucesivamente los doce primeros capítulos, al final hay otros dos en los que se remezclan todos ellos. En todos los casos, mujeres. En todos los casos, negras (menos una). O sea, doblemente marginadas. Y, para colmo, algunas de ellas lesbianas, lo que induce un tercer factor de marginación (sorprende que haya también racismo entre las lesbianas blancas y negras).

Se habla de mujeres desde adolescentes hasta nonagenarias, todas las historias están relacionadas, aunque en algunos casos la relación se descubre novela adelante. Y, a medida que vas leyendo, compruebas que cada historia es mejor que la anterior, contadas con un cariño y un optimismo básico invencible: estas mujeres luchan todo el rato por su dignidad, por hacerse un hueco en la sociedad de los blancos, bien estudiando, o bien trabajando como negras (nunca mejor dicho) o buscándose un marido o la compañía de alguien que alivie su soledad. Y algo sorprendente. La autora no usa puntos. Los párrafos se separan con simples saltos de renglón. Algunas comas sí que emplea. Pero el texto tiene una continuidad admirable y no cansa, compuesto por párrafos pequeños, con estructura casi de poema. 

Hala, bájense a la librería más cercana y cómprenselo ya, no sé a qué están esperando. No se van a arrepentir. Bueno, y como hemos empezado con música, vamos a acabar igual. Como no, con Samantha Fish, otra recomendación de cosecha propia. Esta mujer no es muy dada al activismo, pero podría jurar que no es racista. Se ha criado en el estado de Missouri, en el Medio Oeste, que no tiene mucho que ver con el sur profundo. De hecho, desde 2012 hasta 2016 su amigo negro el batería Go Go Ray fue parte de su banda. Durante un lapsus desde mediados de 2016 hasta mediados de 2017 estuvo como en stand by. Y entonces volvió con una big band, como saben, con teclista, sección de viento y, en ocasiones, violinista. 

De esta segunda época es la canción que les dejo de propina. Les advierto que es de las de arrimar cebolleta, así que, si tienen con quién, no se corten. Samantha se ha quitado los zapatos y ya saben que, cuando Samantha se descalza, no hay límite de intensidad. Ella canta con su pasión habitual, expresando toda la frustración del enamorado que quiere tener a su pareja cerca, que no soporta la separación. Hay un momento en que la voz no es bastante para expresar todo ese sentimiento devastador y es entonces cuando ella usa su inimitable técnica con la guitarra solista, con un fraseo en crescendo que lleva al éxtasis, casi a que se te salten las lágrimas. Y lo tiene todo organizado para que le traigan al final la kerosene can guitar, para seguir a toda pastilla con la canción siguiente del show. Disfrútenla. Y sean felices. La vida merece la pena, en todo caso.


7 comentarios:

  1. La cara de Trump en la foto es bastante gallinácea también. Es menos humano que los animalitos de Neil Young.
    Los dos libros parecen muy atractivos. Y lo de Samantha ya se queda uno sin palabras. Es increíble.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Más bien parece un doble que se hubiera puesto una careta de Trump de goma, de esas que se venden en las ferias y que usan algunos atracadores de película.
      Me extraña que no se haya fijado usted en que Samantha se descalza por comodidad, pero tambien para manejar disimuladamente sus botoncitos del pedaltrain-1 con el dedo gordo y así no se tiene que agachar.

      Eliminar
    2. Respondo a ambos. La verdad es que la foto con Trump es muy fuerte. Yo creo que a Neil Young se le fue un poco la olla en ese momento. Supongo que no estaba todavía con Daryl, que lo ha centrado bastante.
      En lo de Samantha, tiene razón, se intuye que maneja sus botoncitos del suelo con el dedo gordo del pie, aunque lo hace igual cuando calza sus habituales zapatos de tacón alto y punta afilada.

      Eliminar
  2. Neil Young los tiene bien gordos. Los pollos.

    ResponderEliminar
  3. Tremenda la foto de NY con el del pelo naranja. Supongo que no le dió un centavo y por eso le pasa factura con la canción en el gallinero. Observa la grosería del potentado en el acto de estrechar la mano al músico: claramente dominante, mientras que NY crispa la suya. ¡Y todavía muestra una amplísima sonrisa! ¡Patético! Yo habría preferido cerrar el rancho. Puede que DT gane las elecciones y que los disturbios raciales cuenten a su favor: la América profunda adora esa imagen de dureza en medio del incendio. Sería horrible. Para terminar: la graciosa cara de pollo de NY es deliberada, tú y yo conocemos a un "chicken face" que no tiene más remedio, como no se ponga una careta...

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Muy bueno el análisis gestual de la foto. A mí me cuesta creer que reelijan a Trump, pero Biden tiene unas cuantas oportunidades de cagarla en los debates y no me fío yo mucho de su capacidad para superar esos trámites en los que toda América les estará observando. Crucemos los dedos.
      Del Carapollo me había olvidado totalmente. Es un personaje de poco interés, en este universo del blog.

      Eliminar