Algo sobre las inminentes elecciones, ya que todo el mundo está hablando de ello. Los candidatos a presidente
debatieron el lunes y aburrieron a las ovejas, porque los cinco se mantuvieron
en sus casillas de salida respectivas y hablaron de su libro. Como ya he dicho muchas veces, yo no soy
un analista político, las cosas que digo en el blog salen de mis impresiones, intuiciones y observación de
detalles a menudo menores. Para mí, el más rotundo y efectivo fue Abascal, que
dice algunas cosas razonables y otras muchas directamente infumables y muy peligrosas. Como se descuiden los demás, se los come. Rivera está perdido y su debacle puede tener proporciones bíblicas. Iglesias es
un tipo muy bregado en la tele que puede engañar bastante, porque es educado (lo
que le falta a Rivera) y no hay que olvidar que se trata de un profesor universitario con un argumentario
teórico amplio y sólido. En cuanto a Casado, a mí me sigue suscitando una cierta ternura y no dejo de creer que con los años puede llegar a ser un estadista. Pero, por ahora, para mí sigue siendo un yogurín,
aunque se haya dejado la barba, y creo que, para darle gracia al debate, tendría
que haberle dejado el sitio a Cayetana, para que se enredara otra vez con lo de
sí, pero no.
¿Y Young Sánchez? Pues, como el boxeador de aquella estupenda película de los sesenta que interpretaba Julián Mateos, creo que aguantó el combate que le propusieron,
no estuvo muy lucido, pero al final se le puede considerar ganador por puntos.
Ganador del debate, digo, salvo Abascal, pero sin soluciones para el bloqueo
que probablemente seguirá igual después del domingo. Esto de votar es algo
personal e intransferible y yo no quiero influir en ese derecho de mis lectores con este texto,
pero diré que estoy valorando seriamente la posibilidad de votar al presidente, no porque me guste, que ya he
dicho muchas veces que no me entusiasma este señor, sino por aquello del voto
útil. En este blog yo me he confesado carmenista y errejonudo y lo sigo
siendo, pero Carmena ya no está y Errejón se ha visto obligado a presentarse precipitadamente, cuando aun no estaba preparado ni le apetecía, y el resultado de esas prisas son unos números en las encuestas que convierten el voto a este señor en un desperdicio. Y yo no quiero que me pase lo
que mostraba esta soberbia viñeta de El Roto de junio pasado, después de las últimas elecciones celebradas.
Dicho esto (algo tenía que
decir al respecto, en una fecha como la de hoy), prosigo con Madagascar. Si los políticos continúan con su raca-raca, yo tengo que seguir con el mío. El decimoséptimo día de viaje, salimos a desayunar y
allí, a la puerta del hotel, estaba el minibús que habíamos usado los tres primeros días. Lo
habían traído desde Antananarivo el día anterior, respondiendo a nuestro
órdago, y con un conductor nuevo, que se llamaba Yves y era un tipo amable, con
el que se podía hablar en francés. Así que salimos hacia el norte y llegamos a
mediodía a Ambalavao, nuestro siguiente destino. Fuimos directamente al Hotel
aux Bougainvilles, en las afueras del pueblo, un grupo de bungalows con un
jardín precioso y un restaurante aceptable, pero con las habitaciones bastante
cutres y mal mantenidas. Antes de comer en el hotel, tuvimos margen de ver un taller tradicional de
papel artesanal y un telar en el que se trabajaba la seda, que estaban por allí cerca y que no tenían un especial interés (yo he visto otros similares en Sri
Lanka y en Birmania).
He de decir que el hotel estaba petao de guiris y que el vecino parque nacional
que veríamos al día siguiente, lo íbamos a encontrar igualmente concurrido de foráneos. Sin embargo, después de comer, nos fuimos caminando hasta el
pueblo (unos 2 kilómetros) y allí no había más extranjero que nosotros.
Otra vez la diferencia entre los turistas, que van exclusivamente a ver las
cosas incluidas en el paquete que les ha vendido el tour-operator, y los
viajeros como nosotros, que nos gusta caminar fuera de los circuitos y
mezclarnos con la gente. El pueblo de Ambalavao tiene una calle central muy vistosa y animada, flanqueada por casas del tiempo de la colonización francesa, identificables por sus verandas protegidas con barandillas de madera muy bonitas, y muchas de ellas bien restauradas. Y hasta tiene una catedral anglicana y un mercado colorista y lleno
de vida. Aquí una selección de las fotos que tomé.
Deambulamos por allí hasta que el
atardecer alcanzó un nivel de madurez irreversible. En la propia calle principal, habíamos encontrado un
restaurante con bastante buena pinta, claramente por delante de los hotelys predominantes. Entramos y
preguntamos si podíamos cenar allí. La pregunta tenía su miga, porque el
pueblo no tiene luz y a las 6 ya no se ve ni torta y todo el mundo se va a dormir.
Nos dijeron que tenían un grupo electrógeno propio y que, si no nos importaba cenar en penumbra, nos
esperarían con la cervezas bien frías. Quedamos en regresar a las 8 de la tarde y
nos encaminamos al hotel a descansar un rato. Cuando le contamos nuestro plan a Alain, se hacía cruces:
¿De verdad vais a salir de noche, caminar con linternas dos kilómetros por la
carretera y luego buscar el restaurante en medio del pueblo a oscuras? Él no quería acompañarnos, ya había
cenado en el hotel. Pero conseguimos que nos dejara irnos. Eso sí, prometió que
se sentaría en la recepción del hotel y que no se acostaría hasta vernos volver
sanos y salvos. Como una madre.
La salida fue divertida, por el
camino no había ni Dios, pero en cambio la calle del pueblo aun tenía una
mínima animación, formada por grupos ruidosos de chicos envalentonados por el
alcohol, con los que no tuvimos mayores encontronazos. Lo que pasa es que nos costó un montón encontrar el restaurante, porque por la noche las calles sin luz son muy
distintas de como se ven por el día. Dimos con él al fin y cenamos
bien, aunque las cervezas
no estaban demasiado frías y tardaron mucho en sacarnos los diferentes platos. Pero salimos animados y formamos otro grupo ruidoso
y alcohólico que entró en amables competencias sonoras con los grupos de borrachos, antes de regresar sin problemas al hotel. Los bungalows estaban bastante mal acondicionados, no había mosquiteras y yo había matado por la tarde un
par de mosquitos en mi habitación. Habíamos pedido espirales para quemar y las encontramos preparadas en cada cuarto.
El decimoctavo día amanecimos
indemnes de picaduras, pero hubimos de ducharnos otra vez con agua fría, como
yo me temía. Mi diarrea estaba ya tan controlada que ese día dejé de tomarme
el Vitanatur Symbiotic C, pero tuve que repartir sobres a varios de mis
compañeros que estaban pasando ahora el mal trago. Después de desayunar, una mala
noticia. La llave del minibús se le había partido en dos a Yves, que nos enseñaba muy
compungido la mitad que le quedaba de ella. Podía arreglarla, dijo, pero
necesitaba tiempo. Nuestro primer plan del día era visitar la reserva de Anja,
a unos 5 kms, un lugar que hay que recorrer temprano, para evitar la solanera del mediodía.
Así que le pedimos a Alain que nos consiguiera unos tuk-tuk, esa especie de
motocarros abiertos de color amarillo, con capacidad para tres personas, que
habíamos visto el día anterior por las calles. Trajeron tres y nos subimos como pudimos porque con Alain éramos once pasajeros y en el asiento de un tuk-tuk es muy difícil encajar a cuatro personas. Pero al final fue divertidísimo, porque afrontamos los 5 kms. haciendo carreras entre los tres, todo el rato adelantándose
entre ellos por la carretera. Abajo un detalle: los tuk-tuk eran de fabricación india y alguno tenía el escudo del Real Madrid.
La reserva de Anja es un lugar
muy peculiar. Porque es un trocito de selva natural que los lugareños han
preservado de la deforestación. Los ganaderos y agricultores se han cargado el
ecosistema que había en las zonas centrales de la isla para extender sus arrozales y pastos. Pero en
este lugar, los lugareños se organizaron, pidieron ayuda al gobierno y han
logrado revertir la situación. El lugar funciona por autogestión: los
chavales del pueblo trabajan de guías del parque, los mayores venden entradas y
todos están implicados en la gestión y vigilancia del parque. Y hay muchos animales, especialmente
lémures gato y camaleones de buen tamaño. Hice muchas fotos del lugar, pero no les traigo ninguna, que ya les imagino bien servidos de imágenes de lémures y paisajes escarpados.
En la entrada del parque, los
compañeros me vinieron con un recado. Una chica buscaba a alguien de nuestro
grupo que hablara inglés. Me presenté y averigüé que era una joven china, de
Hong Kong, que viajaba sola y quería saber si se podía sumar a nuestro grupo para la visita. Le
dijimos que por supuesto y se vino todo el rato conmigo, porque los demás no se
podían entender con ella. Se llamaba Peggy, llevaba una máquina de fotos king-size
y fotografiaba todo lo que se ponía por delante. Me contó que trabajaba en el
aeropuerto de su ciudad, pero no de cara al público, sino dentro, en el control de
pasajeros. Y que estaba lógicamente preocupada por la protesta de los paraguas,
que ella pensaba que seguiría aún bastante tiempo. Como la de Chile, la de Moscú o
la de Bagdad. Aquí nos tienen intentando fotografiar un camaleón, que
finalmente posó como yo quería.
En la entrada del parque nos despedimos de Peggy y
nos topamos con una sorpresa: Yves había conseguido arreglar el estropicio. Al
parecer, la llave se le había partido al intentar abrir la puerta desde fuera. Había tenido que desmontar la puerta hasta extraer el trozo que se había quedado en la
cerradura. Luego, lo metió con cuidado en el arranque, empujó con el
resto de la llave, probó a arrancar y funcionaba. Lo único es que ya no podía cerrar con llave la puerta del conductor, por lo que no podríamos dejar el minibús solo con
nuestras maletas. Pero podíamos continuar viaje. Y nuestra siguiente parada era
muy interesante: nada menos que la mayor feria del zebú de Madagascar, que se
celebra todos los miércoles en una campa junto a Ambalavao. Los animales vienen desde lejos y allí se organiza la compraventa, como se hacía en España antiguamente. Ya el día
anterior, de camino habíamos tenido que sortear algunas cuerdas de zebús que
ocupaban toda la carretera como ven en las dos primeras imágenes de abajo. Las otras son de la feria.
El zebú es un animal típicamente
asiático, similar a una vaca pero con una joroba blanda, en la que acumula
agua y grasa, para los tiempos difíciles. Es muy manso y su carne está bastante
buena. Pero dejamos, en fin, la feria y continuamos con el minibús en dirección
norte por la RN7. Nuestro siguiente destino era Fianaratsoa, una de las
ciudades grandes de Madagascar. Nos dirigimos primero a comer en un restaurante
recomendado por todas las guías, que se llamaba La Petite Bouffe, algo así como la comilona moderada. Realmente
comimos muy bien, tal vez la comida de mejor calidad de todo el viaje, que
rematamos con unos helados magníficos. En todas partes te dicen que no comas
helados en África, pero es que con el aspecto que tenían estos era imposible que nos sentaran mal.
A continuación, el minibús nos llevó a la parte alta de la ciudad, de empinadas
calles pavimentadas con adoquín y con casas coloniales preciosas. Este barrio
había estado mucho tiempo un poco abandonado, pero ahora lo estaban restaurando gracias a una
fundación internacional. Aquí algunas imágenes de la haute ville.
Desde allí nos acercamos a un
mirador desde el que se veía toda la ciudad, construida sobre varias colinas. El
atardecer nos amenazaba, pero aun debíamos hacer un último trayecto hasta el
Parque Nacional de Ranomafana, que proyectábamos ver al día siguiente. Para
llegar hasta él, hay que salir de Fianaratsoa y subir un puertecito, que poco a poco se va internando
en una verdadera selva. Nos alojamos en un hotel en el mismo parque, cuyo
nombre he olvidado. El pueblo asociado al parque era muy pequeño, pero tenía un alumbrado público básico, lo que concitaba cierta actividad callejera nocturna. Salimos a dar
una vuelta bajo la lluvia, pero no teníamos mucho recorrido. Así que nos
acomodamos en un bar que tenía cerveza fría y tiramos de provisiones, con especial
protagonismo de una pieza de mojama de Alicante, que cayó entera. Y nos acostamos
arrullados por el sonido variado e inquietante de la selva más frondosa.
Querido Emilio. He seguido con mucha atención las crónicas de este viaje, igual que he seguido las demás pues me gusta mucho lo que haces y como lo cuentas. Esto es en general. En particular éste no me gusta nada. Sí me gusta que te lo hayas pasado bien y como lo cuentas, pero el viaje ¡ES AL PUTO CAMPO! así en mayúsculas, campo en su máxima expresión. No el campo al que se refería don Ramón María del Valle Inclán, según la anécdota, cuando en sus paseos hablando con quien lo acompañaba se alejaba del centro y ya veía alguna gallina, momento en el que le decía a su acompañante: "me parece que tenemos que dar vuelta que esto es el puto campo". No es ese campo rururbano que diría López Zanón, no. Éste es el campo más campo, es la selva.
ResponderEliminarQuerido amigo, mira que he disfrutado en tus garitos de la costa oeste, del palacio de Ceaucescu, de tus caminatas por ciudades europeas y de tantos otros, pero esto es otra cosa. Para estos viajes no cuentes conmigo. Un abrazo.
Querido Paco, ya estaba yo echando de menos tus comentarios, últimamente más escasos. Te entiendo perfectamente, yo también soy más urbano que rural y ambos compartimos la idea de Sergio Luján de que nos gusta la ciudad grande, porque la pequeña se nos acaba enseguida. Sentado esto, te diré que, en toda esta peripecia malgache, yo dejé disolverse mi identidad individual urbana en una identidad colectiva, más partidaria de los entornos rurales, especialmente los que comportan algún tipo de reto físico, como senderismo, montañismo, navegación en canoa, etc. Yo me lo he pasado muy bien, y lo estoy contando en el blog sin ocultar lo malo o lo incómodo o negativo, porque es lo que trato siempre de hacer en esta tribuna: acercarme a los temas sin prejuicios y luego contarlo tal como lo siento.
EliminarDesde luego que, para mí, el viaje bloguero por excelencia fue el de San Francisco-Los Ángeles y los que hacía por Europa en tren. Pero esta es otra línea que también tiene su interés. Sobre todo, salvando la controversia campo-ciudad, por el encanto especial de África. Es que el rollo africano tiene un punto ciertamente mágico. Los negros son la leche y tienen un sentido del humor muy curioso (recuerda aquello del negro zumbón).
Gracias por tu comentario, aunque sea crítico, ya sabes que me encanta que entres en el blog y te sientas libre para decir lo que te dé la gana. Un fuerte abrazo.
Emilio, los cebúes están famélicos, a ver si son las vacas que salieron del Nilo en la mala racha que soñó el Faraón. Allí la frase "estás como una vaca" no tiene sentido. La carne estará "bastante buena", según dices, pero no va a producir un pingüe banquete homérico. Ya que sois viajeros, habéis optado por un viaje harto incómodo, ya ves que a tu amigo Paco Couto no le tienta, en fin, yo también prefiero hacer un "tour", aunque me llamen turista y si puedo elegir el Waldorf que no cuenten conmigo en esos románticos hoteles llenos de mosquitos y equipados con duchas frías. ¡Ay, como nos aburguesamos! Todos menos tú.
ResponderEliminarQuerida amiga, en primer lugar me congratulo de que hayas conseguido hacer comentarios con tu nombre, abandonando esa identidad difusa de unknown, en la que yo siempre reconocía tu prosa y tu estilo. Desde luego que yo también prefiero ducharme con agua caliente y comerme un buen filete, pero este viaje tiene cosas muy interesantes, que yo cuento para todos los que no estáis dispuestos a sufrir incomodidades. Para mí es casi como una vuelta a la juventud, aunque quizá nunca he salido de ella. Un abrazo.
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