Como en posts anteriores, empiezo este con dos cosas ajenas a Madagascar. La primera me la manda un amigo desde Chile y es la foto que pueden ver arriba. Una imagen que, por su expresividad y rotundidad, se ha convertido ya en obra de arte fotográfico y, como tal, tiene título y todo. El título es Pacos culiaos. Pacos es como llaman allí coloquialmente a los policías (como aquí maderos o pitufos, en función del color de sus uniformes). Y culiaos es un adjetivo que, a la vista de la imagen, no creo que necesite mayor traducción, además del evidente origen etimológico de la palabreja. Mi amigo entiende que la reivindicación de sus compatriotas en la calle es justa y por eso se congratula de que a los pacos los culieen.
No creo que la imagen de los mossos de Barcelona al final de alguna de las algaradas de la semana pasada fuera muy diferente de esta. Sin embargo, yo no me congratulo de los ataques sufridos por estos señores. ¿Por qué? Pues porque la lucha de los catalonios independentistas no me parece justa. Ya he proclamado y repetido mi convencimiento de que este es un movimiento retrógrado y supremacista, alentado por unos personajes bastante turbios. El hecho de que mimeticen la retórica de otros levantamientos o movimientos populares (Hong Kong, Moscú, Beirut o Santiago de Chile) no debe hacernos olvidar el signo y el origen de su protesta. Para que no se nos olvide, creo que viene a cuento un artículo publicado el otro día en El País por Maite Pagazaurtundua, que me parece de obligada lectura. Pueden hacerla pinchando AQUÍ.
El
decimocuarto día de viaje pudimos levantarnos más tarde. La víspera, nuestro
guía Alain se había acercado a la aldea vezo y había negociado para nosotros
una actividad para este día: salir a mar abierto con los pescadores de la
aldea. Navegar un rato, bañarnos, hacer algo de snorkel y ver cómo pescan estos
señores. Había cerrado también un precio para todo el grupo y una cita: a las
diez de la mañana vendría a buscarnos un tal Fali, bajo cuya custodia
quedaríamos durante la actividad. En una tierra en la que amanece a las 5.30, empezar a las 10 no era aprovechar el tiempo de la forma en que le gustaba al grupo, pero Fali no quería madrugar más, así que tuvimos
margen para desayunar sin prisas. Fali resultó ser un chaval tranquilo y sonriente, que caminaba despacio con pisada felina y era la viva imagen del hombre feliz. Muy negro, musculoso y no muy alto, como toda la población de esta zona de Madagascar. Apareció puntual, nos despedimos de Alain
y le seguimos en hilera por el camino del interior (también se podía llegar a la aldea
por la playa).
El habitual enjambre de niños nos asaltó al llegar al poblado, pero en plan amistoso, sin presionar
demasiado. A uno que me dijo eso de vasaha bombón le contesté muy serio: Moi,
je ne donne rien, parce que je suis matiti, lo que generó la estruendosa carcajada de todo el grupo. Les sorprendía que hubiera captado el humor africano de esa manera. El mar estaba en calma, hacía un día maravilloso, la luz era preciosa y el ambiente en el poblado, sereno y expectante. Caminamos todos hacia la playa, donde nos
esperaban las canoas, rodeadas de gente del pueblo por allí pululando, ocupados en mil tareas y negocios. La playa es la vida de esta aldea. Las canoas eran de una sola pieza, hechas
con un árbol ahuecado, como las que nos habían llevado al manglar y la isla
frente a la ciudad de Morondava, con un estabilizador a un lado, hecho con un tronco macizo,
a modo de catamarán artesanal. Pero con una diferencia importante: tenían una
vela cuadrada, lo que se conoce como vela latina.
Estas
velas eran de reciclaje, estaban hechas con sacos de suministros, de ese
material que se conoce como rafia sintética, que en realidad es un hilo de plástico, a menudo de
color verde o blanco. Con ocho o diez de estos sacos reutilizados, fuertemente
cosidos entre ellos, hacían una vela estupenda. Íbamos en bañador y camiseta y llevábamos lo mínimo,
incluyendo el móvil para hacer fotos, metido en una funda plástica para que no se mojara. Nos
montamos tres o cuatro pasajeros en cada canoa, guiada por dos tripulantes en
los extremos, que manejaban las velas con unos cabos súper cutres del mismo hilo de
rafia verde. Pero no se imaginan qué velocidad cogían aquellas barcas. En cuanto estuvimos acomodados, le abrieron aire a las velas y salimos a
toda pastilla, en perpendicular a la playa, en dirección a un pequeño arrecife
de coral que se intuía al fondo, en el horizonte, donde rompía el oleaje. Fali comandaba una de las canoas y en total venían
con nosotros seis lugareños, al cargo de las tres lanchas. Cuando Fali estimó
que habíamos llegado al lugar correcto, dio una voz y las tres canoas a una se
pararon en seco en un instante. Clavadas. Inmediatamente arriaron las velas y nos aprestamos a zambullirnos en el agua, donde estuvimos un
rato nadando, viendo fondos con gafas de bucear y enredando alrededor de las barcas. Unas
imágenes.
De camino a la orilla
El ambiente en la playa, y las canoas preparadas con sus velas de reciclaje al viento
El timonel de mi canoa, con una camiseta que no es del Dépor. Al fondo otra nave del grupo, un poco adelantada.
Y aquí los bañistas, obscenamente blancos
Enseguida
empezó lo más asombroso. Los seis marineros se calzaron unas gafas de buceo y unas aletas de las
buenas y empezaron a escudriñar los fondos. Iban provistos de unos fusiles de
pesca submarina totalmente artesanales, como tirachinas gigantes, con la goma
sacada de la rueda de una bicicleta, que estaban listos para lanzar una flecha
de acero, sujeta con un cable también de rafia. Cuando descubrían en los fondos un pez que nadie más veíamos, con un golpe de riñones se sumergían en
perpendicular al agua. Estaban debajo un tiempo increíblemente largo. Y luego salían a la superficie con un pez enorme ensartado en la lanza, que
levantaban en alto para recibir la ovación de los atónitos blancos.
Uno tenía una lanza de tres puntas, como un tenedor, y salía a la superficie con
sus trofeos como un Neptuno negro triunfante. Al rato, se captó un cierto
nerviosismo en el grupo. Algo inusual estaba sucediendo. Uno de los pescadores
había alanceado un pez mucho más grande y todos nadaron deprisa en su dirección para ayudarle, porque el
animal se resistía con todas sus fuerzas. Lograron subirlo trabajosamente a la lancha, donde
continuó un rato dando peligrosos coletazos a todo el que se acercara. Luego
comprobamos que se trataba de lo que días antes habían llamado atún blanco, con
el que habíamos cenado diez personas y aún nos había sobrado. La pesca continuó un
buen rato, hasta que, sumando las capturas de las tres canoas, teníamos unos
doce o trece pescados, uno de ellos muy grande. Entonces, Fali dio la orden de
regresar.
Muchas
veces he soñado con acompañar a los pescadores gallegos en una expedición, especialmente
desde que leí la extraordinaria novela Gran Sol (1958), de Ignacio Aldecoa,
ejemplo excelso del neorrealismo de la generación literaria de la posguerra, que con Aldecoa integraban Jesús Fernández
Santos, Carmen Martín Gaite, el primer Ferlosio e incluso Alfonso Sastre, quien con los
años se volvió batasuno, mutación que sólo cabe atribuir a la locura senil. Gran
Sol relata la aventura de un pesquero que sale a alta mar durante un mes largo, una peripecia
intensa y trágica. Para documentarse, Aldecoa se subió a uno de esos barcos y convivió con los marineros hasta su vuelta. Entre los personajes, uno inolvidable: el
cocinero Macario, a quien sus compañeros apodan El Matao, por su frase favorita que aplica a todas las situaciones: como se te ocurra hacer esto (o lo otro), te
han matao. Alguna foto más.
Iniciando el regreso, nuestro piloto se sube al estabilizador para hacer contrapesoUn selfie con el copiloto trasero
Otra imagen, también muy plástica, del piloto durante el regreso, mientras observa la playa a la que nos dirigimos, al fondo.
Con la playa a la vista, una compañera del grupo se hace fotos sosteniendo el atún blanco (ya definitivamente muerto)
Con la playa a la vista, una compañera del grupo se hace fotos sosteniendo el atún blanco (ya definitivamente muerto)
Ya
de vuelta, grandes enhorabuenas, abrazos a diestro y siniestro y fotos con la
captura. Se planteó entonces un asunto sobre el que había que decidir. Fali, nos preguntó si
nos había gustado la experiencia. ¡¡SÍÍÍÍÍÍÍ!! Luego, muy educadamente, nos explicó que, según sus normas, la
pesca se reparte. Después de la correspondiente deliberación, hicieron dos lotes, uno para ellos y otro para nosotros (el atún blanco quedó excluido del reparto, imagino que lo reservaban para vendérselo a algún restaurante del entorno). Y añadió –Si queréis, os podemos llevar vuestros pescados hasta el hotel, para que
os los cocinen allí para cenar. Es lo que se acostumbra. Traduje la proposición al grupo y la respuesta fue inmediata y unánime: –¡¡No, no!! Nosotros lo que querríamos es comérnoslos en
el pueblo, con vosotros, de la forma en que los cocinéis habitualmente. –¿De verdad?
No salían de su asombro. Ellos están acostumbrados al turista occidental,
alguien que no se mezcla con la gente. Pero nosotros éramos viajeros, no
turistas –les aclaramos.
Subimos
pues hacia el poblado y nos concentramos en torno a lo que podríamos llamar el club
social de la aldea, al lado del caserío pero aun en la playa, un espacio abierto bajo un tejadillo de paja sostenido por pilares de madera. Inmediatamente se generó una actividad frenética. Dos de los
chicos sacaron de alguna parte sendos cepillos y se pusieron a barrer el suelo,
para echar fuera toda la arena. Otros dos trajeron un par de mesas, de esas antiguas de madera oscura torneada y barnizada, seguramente provenientes de
alguna casa colonial francesa. Y todas las sillas desparejadas que encontraron en el poblado (no había bastantes, por lo que algunos nos sentamos en un poyete a un lado). A las mesas les echaron por encima un mantel azul a cuadros, para que nada faltase. Luego sacaron unos pocos platos de duralex y
tenedores. Mientras tanto, sobre un entramado de madera en el exterior, a modo de mesa auxiliar, Fali y los demás se pusieron a limpiar el
pescado con unos cuchillos muy afilados, quitándoles con mucho cuidado la piel, las
espinas y las tripas (que tiraron a la arena, imagino que las recogerían después)
para dejar solo los lomos limpios. Una vez que vimos cómo lo hacían, les
ayudamos con los últimos, lo que también les hizo bastante gracia.
Al
otro lado del club social o centro cívico, otros habían encendido el fuego y preparaban la brasa. Y
empezaron a hacer los trozos de pescado a la parrilla. En paralelo, unas
mujeres pelaban ajos y otras los majaban en un mortero artesano hasta
convertirlos en una pasta. A esta pasta le añadieron un concentrado de tomate
que venía en una lata pequeña y que luego constatamos que se vendía en todas partes. Con eso elaboraron una pasta rojiza. Cada trozo que salía ya cocinado de la lumbre, lo pintaban muy ligeramente con esa
pasta. Estaba exquisito. Creo que pocas veces he comido un
pescado tan rico. Y sin nada de sal (en mi cabeza resonó el consejo del gran Macario: como le pongas sal a esto, te han matao). Para completar la cadena laboral, en una esquina había otro
chaval con una cubeta plástica con agua y detergente, que iba fregando los
platos a medida que se iban usando, para volverlos a utilizar, porque sólo tenían
cuatro. Estábamos allí todos los blancos extasiados, en una escena realmente mágica,
y los negros felices de vernos tan contentos. Más imágenes de esos momentos únicos.
Algunos peces recién pescados, expuestos sobre la misma canoa
En pleno reparto, un chaval con la camiseta del presidente se desentiende del tema y posa para mí
Barriendo y acondicionando el centro cívico-social
La limpieza del pescado (aquí las camisetas son del Barça)
El encargado de la brasa cuidando de darle el punto perfecto al pescado
Y aquí el primer plato de pescado tal como nos lo sacaron. Por cierto, los tenedores no se usaron, comimos con la mano, como ellos.
Cuando ya estábamos llenos (no comimos otra cosa que pescado ese mediodía) se generó un momento de esos en que suele
decirse que ha pasado un ángel. Todos estábamos felices, pero la cosa se había
acabado. Yo pensé que ellos estaban esperando a
que nos fuéramos, para comer a su vez, y así se lo dije a mis compañeros. Así que nos pusimos de pié, les pagamos
lo acordado, nos dimos más abrazos y apretones y, cuando ya nos íbamos, se nos
ocurrió cantarles alguna canción de despedida. Improvisamos un coro de cámara, especie de ochote ampliado, y les obsequiamos con Oliñas veñen e van y Adiós con el corazón, que con el alma no
puedo, bien entonadas y con potencia. Eso dio pie a otra tanda de abrazos y
efusiones varias. Y nos fuimos caminando, esta vez por la playa, en dirección al hotel.
Aquella tarde no hicimos nada,
estábamos cansados y necesitábamos un tiempo para asimilar el portento que
habíamos vivido por la mañana. Quedamos para cenar en el hotel y nos
dispersamos. Algunos se echaron una merecida siesta, otros se fueron a la playa a seguir tomando el sol y darse algún chapuzón extra, otros más salieron a hacer fotos por el entorno o a caminar por la playa. Por mi parte, aproveché para descansar un rato y luego me puse a escribir un nuevo post que se llamó África es diferente. Y salí a publicarlo
a la recepción. Esa noche, hicimos una cena más variada y completa que la comida, con arroz, ensalada y fruta. Y nos
fuimos dormir. Y eso fue lo que dio de sí la jornada 14 de este nuestro
viaje, una singladura llena de pasajes asombrosos: los lémures, el tsingy, los
baobabs, el descenso del Tsiribihina, el cruce de ríos a brazo de sirgadores, o el hotel del deputé con overbooking.
Y por supuesto nuestra prodigiosa
salida a pescar junto a la barrera de coral que protege de los rigores del
Océano Indico a toda esa playa gigantesca que bordea Madagascar por el suroeste. Sin duda el punto culminante de nuestras andanzas. Nos quedaban otros ocho días de viaje y ya les adelanto que no fueron tan
portentosos. Diría que tuvimos aventuras interesantes, pero más previsibles,
más en la línea de lo que puede esperarse de un viaje como este. Pero yo tengo el
compromiso de contarles el viaje completo y seguiré con ello, aunque creo que a partir de ahora abreviaré un
poco más y eso que salen ustedes ganando. Sean felices y disfruten del puente.
Hermosa aventura y muy bien contada. Yo no pienso ir a Madagascar a pasar penurias pero ¡qué envidia!
ResponderEliminarPues usted que se lo pierde. De todas formas, ya se lo cuento yo. Esto es como una novela de Salgari por entregas.
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