Esto es lo que escribí ayer en Bekopaka
(Madagascar). Luego intenté subirlo al blog, pero no pude por las ruinosas
condiciones del WiFi en la zona. Lo subo hoy desde Morondava, algo más al sur,
en donde tenemos un hotel mejor con una WiFi más presentable.
Estoy finalizando mi octava
jornada de estancia en Madagascar, un lugar remoto, a kilómetros de la
civilización, en donde el WiFi va como el culo, así que no puedo cumplir con
ustedes con la regularidad y formalidad de costumbre. Para que se hagan su
composición de lugar, estoy en el Orquidée Hotel de Bekopaka, un lugar cerca de
la costa occidental de esta isla, que creo que es la tercera más grande del
mundo, detrás de Groenlandia y alguna isla del Canadá, puesto que Australia ya
se considera continente. En el pueblo no hay ni luz ni agua, algunas tiendas
tienen generadores propios, lo que les permite una iluminación minúscula
después de las seis de la tarde que les da para continuar sus negocios míseros
hasta que los últimos recalcitrantes y juerguistas locales se van a dormir. Por
supuesto, conceptos como asfaltado, aceras o alumbrado público son simples
sueños en esta zona.
El hotel es un conjunto de
bungalows a las afueras del pueblo, bien diseñado y construido, seguramente por
algún europeo, pero bastante mal mantenido. El agua sale por los grifos con un
olor fétido y un color en consonancia. Imagino quer se trata de agua traída
directamente del cercano río, sin clorar ni tratar de ninguna manera. Pero en
la ducha sale caliente y con potencia. Lo que permite ducharse con jabón y
champú abundantes. La luz es de generador propio y la cortan a las 12 de la
noche hasta las cinco de la madrugada. Las camas tienen mosquiteros antiguos,
sujetos sobre un entramado de palos mínimamente sujetados, que de vez en cuando
se derrean como los naipes de un castillo y se te caen encima. Dada la pobreza
del entorno, el hotel cuenta con un buen restaurante en donde te ofrecen pizzas
y un menú con un primero único y dos segundos a elegir, carne y pescado. Hay
que avisar por la tarde de que vas a cenar, para que te reserven, porque en
caso contrario te puedes quedar sin cena un domingo como hoy en el que vienen por aquí todos los guiris del entorno.
Las clásicas cervezas de dos
tercios de litro (típicas de los países del sudeste asiático, no de África,
por lo que yo sé) son de la marca local Three
Horses, tres caballos, que está buenísima y de la que suelen caer al menos
dos, comida y cena. Los africanos son buenos cocineros, hacen platos muy
simples, pero elaborados, a base de arroz o pasta, con parte más sustancial de
zebú, cerdo o pescado. Especian y aderezan bien la comida, a cuya elaboración
dedican mucho tiempo, desde comprar los ingredientes, lavarlos, cortarlos y
cocinarlos a fuego lento. El idioma de los malgaches es el malakatsi, que es con el francés la lengua oficial de la República Malgache. Pero la gente más cultivada o que se dedica al incipiente sector del
turismo, sabe también inglés. El país cuenta con 18 etnias diferenciadas y
reconocidas, entre ellas los merna,
de la zona de la capital Antananarivo, y los sakalava, los más específicamente africanos.
Porque la isla recibió a sus
primeros humanos (Sapiens) desde tierras
de Malasia e Indonesia. Muchos siglos después, algunas tribus africanas de etnia
bantú, que son pequeñitos, lograron cruzar el llamado Canal de Mozambique y se
asentaron en la parte occidental de la isla, mezclándose con los malayos y
generando las demás etnias híbridas. Alain, nuestro guía para todo el viaje,
que nos esperaba fuera del aeropuerto de Antananarivo con un cartel con el
apellido que le habíamos dado en la reserva, es un merna auténtico, con ojos achinados, pelo liso, piel de color marrón claro,
barba rala de oriental y tranquilidad máxima. Es universitario, cursó estudios
de letras en la universidad de la capital y allí aprendió el español súper
correcto que maneja. El idioma malakatsi gusta de las repeticiones de palabras,
que enfatizan su significado. La moneda local, por ejemplo, es el ari ari. Un euro vale exactamente 4.020 ari aris. Pero la frase más pronunciada
por esta gente, la primera que aprende el extranjero, es mora mora, que ellos pronuncian murra
murra. Mora, dicho una vez puede
significar fácil, sencillo, barato, suave, tranquilo. Repetido se convierte en
una admonición que significa algo así como
tranqui, colega, o take it easy. Es lo que le dicen al
foráneo cuando les pretende meter prisa, con la típica ansiedad
occidental, reloj en mano.
Aquí no hay prisa, ni programa
ni, desde luego, puntualidad. La respuesta a esos requerimientos es murra murra. Madagascar es el octavo país más pobre del
mundo, la gente no pasa hambre porque hay árboles del mango y la papaya por
todas partes y se cultiva arroz en cualquier rinconcito, a pesar de lo cual han
de importar arroz de fuera, porque la gente come arroz blanco sin sazonar, como
condimento de sus comidas tres veces al día. Esta es una de las influencias
claras de Asia, junto con los bici-taxis para dos personas, que apenas se ven
en África según me dicen, y la laboriosidad: los de origen malayo están todo el
día ocupados en sus múltiples negocios, mientras los africanos gustan de
bailar, beber, escuchar música y tocarse las pelotas a dos manos.
Los primeros días estuvimos por
la zona centro oriental, en torno a Andaribé. Es una zona muy asiática,
extremadamente pobre, muy verde y lluviosa. La gente de los pueblos va descalza
en su mayoría, pisando por los charcos. Allí visitamos varios parques
nacionales con mucha fauna autóctona. De allí bajamos a Antsaribé, la tercera
ciudad del país, para dormir una noche en un hotel decente. Desde allí, en un
mini-bus, cortamos hacia Miandrivazo, en donde nos desplazamos directamente
hasta un puerto fluvial del Tsiribihina, para montarnos en una antigua barca de
carga, de los tiempos de La Reina de África, en el que iniciamos el descenso
del río que ha durado tres días, sin WiFi, ni duchas. Una inmersión en el
África profunda, como un viaje inverso del Corazón de las Tinieblas de Conrad.
Ayer llegamos a Belo sur Tsiribihina, de donde subimos un poco hacia el norte
hasta Bekopaka, en donde hoy hemos visitado el llamado Tsingi grande, una
formación kárstica declarada Patrimonio de la Humanidad.
Voy tomando nota de todo y ya les
contaré mis impresiones más destacadas cuando tenga margen. De momento quédense
con estos grandes trazos: país muy pobre, gente descalza, niños a miles por
todas partes, escolarización no obligatoria y, por tanto, minoritaria, economía
en picado. Y un territorio deforestado en un 80%. Demasiados frentes. ¿Por
dónde empezar? El actual presidente del país es un disc-jokey, propietario de
una empresa grande de saraos, bodas y bautizos. Prometió el paraíso y repartió
camisetas naranja con su foto, que ahora llevan muchos malgaches. En cuanto
tocó poder, se olvidó de sus promesas, me dicen. En la capital hay una
Alcaldesa, que intentará renovar su mandato en las elecciones locales de
diciembre. Ahora mismo, el país está reseco, al final de la estación seca. En
octubre empezará la lluvia fina y en diciembre los diluvios.
El turismo podría salvarles, pero
la infraestructura es desastrosa. No hay ni carreteras. Desde Bekopaka hasta el
Tsingi grande hay hora y cuarto de pista de arena endiablada y agotadora, que
ha de hacerse en convoy, en una caravana de unos diez o doce todoterrenos
escoltados por un vehículo militar, con soldados armados con fusiles y con
chalecos antibalas. Es una medida de seguridad frente a cuadrillas de bandidos
sakalava que parecen tener la mala costumbre de asaltar y secuestrar a los
turistas. Mañana saldremos hacia el sur, en busca de algunas playas
paradisiacas. Les iré contando. De momento, desde el corazón del África
profunda, esta es una llamada de socorro. Un mensaje en una botella. SOCORRO.
Hagan algo. He escrito esto en un rato en mi habitación del hotel, donde no
tengo WiFi. En el restaurante y la recepción hay a veces unos segundos de
conexión. A ver si puedo colgar este texto y la canción correspondiente de The Police. Disfruten de la comodidad
del mundo occidental.