La otra noche estuve por ahí de
copas con mi amigo y colega Tito y, en los momentos finales, cuando en la deriva noctívaga se suelta la lengua y llega el momento de la verborrea, de la sinceridad,
de rescatar del fondo del baúl los deseos inconfesados, de la reivindicación de los anhelos
nunca cumplidos, mi amigo entornó los ojos con nostalgia y dijo una de esas
frases que, por su lucidez, inmediatamente de pronunciadas adquieren un peso
propio y parecen ponerle un punto y aparte a la deriva enloquecida del mundo: –Yo
tenía que haber sido negro y saxofonista.
Queda aquí registrada como una de
las frases del año a punto de terminar. Les había prometido escribir un
último post de felicitación del año nuevo y casi se me pasa el momento. Esta
mañana he cumplido con mi programa de entrenamiento, tercera vez consecutiva
que salgo y la verdad es que me he encontrado fenomenal. El Retiro volvía a
estar helado y bastante poco concurrido. Apenas había corredores, eso sí, los
que había eran runners de verdad; los
tuercebotas pedorros que suelen atestar los senderos del parque estaban todos
en sus casas, porque esta noche correrán la San Silvestre, una especie de
pseudocarrera, en la que la gente va disfrazada y dispuesta a hacer el mono
durante diez kilómetros, porque, correr, lo que se dice correr, es prácticamente
imposible. Tengo que decir que yo la he corrido muchos años y sé de lo que
hablo.
En realidad, yo solía correr esa
carrera exclusivamente por una finalidad, que por primera vez voy a confesar
abiertamente, ya con la perspectiva de los años transcurridos. Mi objetivo al
sumarme a esa astracanada era sólo librarme de tener que ayudar en la
preparación del festejo pantagruélico con que en aquellos años celebrábamos la
entrada de año en familia. Me explico. Uno se apunta a la San Silvestre y por
la mañana no puede ayudar a comprar nada, porque ha de estar concentrado y
descansado para la heroicidad que va a hacer por la tarde. Después tampoco
puede hacer nada en la cocina, porque ha de salir con tiempo para llegar puntual al pistoletazo de salida. Y a la vuelta, ha de ducharse y vestirse
como corresponde, para sentarse a mesa puesta sin haber preparado una triste
ensalada. Y, encima, dándose importancia a base de exagerar lo duro que es el
recorrido, el frío que hacía, etc…
En fin, ya que estamos en un país
de cultura católica apostólica, se pueden imaginar lo aliviado que me he
quedado, tras quitarme semejante peso de encima. Es que no sé ni cómo he podido
vivir con ello todos estos años. Aunque, ahora que lo pienso, para que la cosa
de la confesión funcione, hace falta arrepentimiento sincero y propósito de
la enmienda y de ambas cosas ando yo bastante escaso. He de precisar que, al contrario
que muchos de mis amigos y seguidores, a mí no me agobian las multitudes y ya
he contado que me siento muy bien en medio de un concierto de rock
multitudinario, una manifestación gigantesca o un partido de fútbol en el
estadio. Y hasta experimento la comunión y el éxtasis colectivo en el comienzo de
determinadas canciones, un grito coreado especialmente reivindicativo o el
orgásmico gol de la victoria.
Hace ya unos cinco o seis años
dejé claro que no me gustan las navidades. Pero este año, tal vez porque estoy
más contento, me están molestando menos. No quiero decir con eso que vaya a
cambiar de opinión sobre esta orgía agotadora de buenismo, hipocresía y consumo
desenfrenado. Ya me conocen, esta es una página en la que se registran
sentimientos, no pretende ser una guía de cómo actuar correctamente. Quiero
decir que yo primero tengo una sensación y luego la cuento, casi para
explicármela a mí mismo. Y este año me estoy encontrando menos incómodo y hasta me he infiltrado por determinados
escenarios nocturnos que normalmente no solía pisar por estas fechas. Les pongo unas
cuantas imágenes. La Gran Vía, la iluminación de un tramo de Alcalá, una vista
de Julia, la maravillosa estatua de Jaume Plensa en Colón y unas imágenes de la
Plaza Mayor, en pleno concierto del grupo colombiano Candeleros, que, como
pueden ver, tocaron desde los balcones del primer piso de la Casa de la Carnicería,
recientemente rehabilitada como hotel.
Y, ya que estamos con
sensaciones, pues respecto a ustedes, en estos tiempos, he creído detectar que
les encantan los textos caóticos en los que no se sabe de qué se habla. Y desde
luego, los posts cortitos. Así que no les voy a dar más el coñazo. El año que
empieza es como un bebé recién nacido. No sé si es casualidad pero, en los
períodos en que he estado bien en el trabajo, por estar integrado en un grupo
majo que se esforzaba en hacer algo interesante, siempre he comprobado que mis
compañeros tenían muchos niños. Por el contrario, cuando el rollo laboral era
malo, lo que había eran separaciones. En este último año y pico desde mi
workshop de Portland, hemos registrado el nacimiento de Ziggy y Zosia, los gemelos
de Radcliffe, además de Eduardo, el hijo de Guadalupe, de Buenos Aires. Y,
centrándonos en el equipo de Reinventing Cities hay que reseñar los recientes
nacimientos de Alexandre, hijo de Hélène Chartier y de Federica, la niña de Julia
López Ventura.
Así que, para que disfruten de
estas primeras horas del año bebé, les voy a dejar de propina un vídeo que ya
subí al blog hace varios años, pero que me parece que viene al pelo y, además,
la mayoría de mis lectores actuales no me seguían por entonces. Tommy Fletcher,
el cantante del grupo británico McFly, tuvo un primer hijo llamado Buzz (ahora
ya tiene otro más). Un día salió con él a la espalda y se le ocurrió coger del
campo una de esas flores que los ingleses llaman dandelion y que nunca he sabido cómo se llaman en español (en
Coruña las llamábamos paracaidistas), que al soplarles dispersan sus semillas
por el aire. Tommy iba grabando a su hijo, pero no esperaba que la cosa le
hiciera tanta gracia. Cuando se da cuenta de que la escena está trascendiendo del
simple vídeo casero, la alarga convenientemente, muerto de risa. Con las
carcajadas de este simpático bebé, les deseo un muy, muy, muy feliz año 2019. Y que lo pasen bien esta noche.