De regreso a casa después de un
viaje fantástico, aquí me tienen recluido en casa, vestido con el kimono que me
compré en Kyoto (en realidad se trata de una yukata, una especie de bata de
andar por casa), helado de frío tras volver de un lugar donde hacía diez grados
más y lucía el sol con frecuencia. Japón es un país fascinante, adonde es
posible viajar ahora en vuelo directo de Iberia, de una duración de 13 horas.
Nosotros ya teníamos contratado un vuelo de KLM, con escala en Ámsterdam, lo
que estira la cosa hasta las 16 horas, un trayecto interminable que te deja
exhausto en la terminal del aeropuerto de Narita, desde donde hay unos 60
kilómetros hasta Tokio. Aquí empiezan las primeras sorpresas, porque en este
país, cosa que yo no sabía, se circula por la izquierda, como en Gran Bretaña, la
India, Indonesia, Australia, Nueva Zelanda y algunos otros países africanos y
asiáticos.
Enseguida se topa uno con algunas
peculiaridades similares. Para enchufar el cargador del móvil, como cualquier
otro aparato eléctrico, ha de emplearse un adaptador, que convierte el enchufe
español en una doble clavija plana, diferente de las requeridas para USA o Gran
Bretaña. Yo hube de comprar una en unos grandes almacenes, tipo Media Mart, en
donde el vendedor, que no sabía una palabra de inglés, me explicó por señas
que, si no me funcionaba el invento, podía ir a cambiarlo cuando quisiera,
solamente enseñando el ticket de compra. Prueben ustedes, queridos lectores, a
explicarle algo semejante a un amigo por señas, y verán que no es algo
sencillo. Aquí ha aparecido ya una característica de los japoneses: son súper
amables. Basta quedarse parado en una estación de Metro o desplegar un plano en
una esquina de cualquier calle, para que enseguida vengan tres o cuatro
peatones a ayudarte.
El japonés es un pueblo muy organizado y disciplinado, que disfruta haciendo las cosas correctamente, para lo cual tiene todo el espacio público sembrado de carteles con instrucciones de conducta, en las que dejan claro lo que no se puede hacer. A la izquierda pueden ver uno de estos carteles explicando las cosas que están prohibidas en una calle por donde a veces pasa alguna geisha. La tontuna del turismo masivo lleva al papanatismo de esperar horas en la zona para ver si aparece una de estas geishas, para acribillarla a fotos y selfies. Ni que decir tiene que las geishas se defienden de ese acoso saliendo por la puerta trasera y montándose rápidamente en algún taxi o coche particular que las espera en el lugar adecuado. Bueno, pues para los que tengan alguna duda, el cartel lo deja claro: está prohibido tocar a las geishas, sentarse o apoyarse en las barandillas frente a sus puertas para esperarlas, fumar, comer por la calle, tirar papeles al suelo y hacerse selfies con palo.
El japonés es un pueblo muy organizado y disciplinado, que disfruta haciendo las cosas correctamente, para lo cual tiene todo el espacio público sembrado de carteles con instrucciones de conducta, en las que dejan claro lo que no se puede hacer. A la izquierda pueden ver uno de estos carteles explicando las cosas que están prohibidas en una calle por donde a veces pasa alguna geisha. La tontuna del turismo masivo lleva al papanatismo de esperar horas en la zona para ver si aparece una de estas geishas, para acribillarla a fotos y selfies. Ni que decir tiene que las geishas se defienden de ese acoso saliendo por la puerta trasera y montándose rápidamente en algún taxi o coche particular que las espera en el lugar adecuado. Bueno, pues para los que tengan alguna duda, el cartel lo deja claro: está prohibido tocar a las geishas, sentarse o apoyarse en las barandillas frente a sus puertas para esperarlas, fumar, comer por la calle, tirar papeles al suelo y hacerse selfies con palo.
Los japoneses se rigen por unos
códigos de conducta muy rígidos, cuyo origen está en el bushido, el código de conducta de los samuráis. El bushido bebe de cuatro fuentes: el
sintoísmo y el budismo, que componen la religión sincrética de Japón, y además
las enseñanzas de Confucio y los principios del zen. La tradición del bushido se plasma en una serie de
principios que impregnan todas las costumbres cotidianas de los japoneses, como
son la necesidad casi compulsiva de hacer lo correcto, el coraje frente a
cualquier circunstancia negativa, la benevolencia, la cortesía y la
hospitalidad, la sinceridad y el andar por el mundo de forma confiada, seguros
de que todos los demás hacen lo mismo. Cuando uno se desvía de ese camino
correcto, se le censura, se le margina socialmente y se murmura a sus espaldas.
El que incurra en ese error, ha de disculparse veinte veces y aun así no tiene
garantía de que se le readmita en la sociedad.
Ese código hace que no sea
correcto besar a una mujer en ambas mejillas, a la manera occidental, puesto
que ni siquiera las parejas lo hacen en presencia de terceros. Los saludos
mediante inclinación y reverencia se hacen a todas horas. Llega el revisor a un
vagón de Metro y lo primero que hace es una reverencia a todos los viajeros.
Luego pide los billetes a cada uno, haciéndole una reverencia individual, y al
final, antes de salir, se da la vuelta para un último saludo colectivo de
despedida. Todo ello con una sonrisa en la boca. Aunque las parejas no se besan
en público sí es frecuente ver a gente cogida de la mano, incluso sin ser
pareja. Las tarjetas, tanto de visita como de pago, se entregan siempre
sujetándolas con las dos manos y se reciben de la misma forma. En el caso de
tarjetas de visita es descortés recibir una y guardársela en el bolsillo sin
mirarla primero detenidamente y ponderar los valores del cargo del que te la
da.
Esa forma de ser hace que Japón
sea un lugar seguro, donde hay muy pocos robos, donde no se piratea en
Internet, donde no hay top manta y la gente suele dejar el móvil o la cámara de
fotos en la mesa del restaurante, para guardar el sitio o para ir al baño, sin
miedo a perderla. Si te olvidas cualquiera de tus pertenencias en un bar o un
vagón de Metro, puedes estar seguro de que nadie se la va a apropiar. Además de
todo eso, se guarda escrupulosamente la cola para cualquier actividad. En los
andenes de tren y Metro están pintados en el suelo los lugares en que debe
guardarse la cola para entrar en el vagón que te corresponde, sin estorbar a
los que han de salir. Y en las tiendas, si el anterior cliente está guardando
las vueltas o estudiando la factura, no puedes adelantarte con la ansiedad
típica española y empezar a explicar lo que quieres comprar. Has de esperar a
que el otro termine, haga su reverencia y se vaya.
Para explicar la pervivencia de
estos códigos hay que conocer la historia del pueblo de Japón. Un pueblo, por
cierto, que tiene un origen común con el chino, puesto que en los tiempos de la
prehistoria, las islas japonesas estaban unidas al continente. La figura del
Emperador, se hunde en la noche de los tiempos y es similar a la de nuestros
Papas, puesto que se le considera heredero de los dioses. El Emperador es una
especie de figura decorativa, intocable por su condición divina y su carácter
de jefe religioso, pero solía delegar el poder político y militar en los shogunes
que, al no tener carácter divino, podían ver puesto en cuestión ese poder.
Hasta el siglo XVII, Japón está dividido en una especie de reinos de taifas,
todo el tiempo guerreando entre ellos. Acaba con ese desmadre el gran shogun
Tokugawa Ieyasu, que se hace con todo el poder en 1603 instaurando el shogunato
Tokugawa, que se mantendrá en el poder hasta la llamada revolución Meiji, en
1868, hace cuatro días, como quien dice.
Tokugawa Ieyasu unifica Japón y
mantiene el orden a base de no fiarse de nadie. Su residencia, el castillo de
Nijo, que puede visitarse en Kyoto, es un catálogo de medidas de precaución
para que nadie lo atacara o lo envenenara. El shogun recibía a sus gobernadores
desde una zona elevada por un escalón y con un niño al lado encargado de tocar
una campana para avisar a la guardia en cuanto viera algo raro. Sin embargo, el
castillo no está rodeado por una muralla insalvable. Ieyasu no temía a los
enemigos externos sino a los internos. Este personaje clave de la historia de
Japón era a la vez hombre culto y moderno, que mantenía el comercio exterior y
representa a un Japón más abierto al mundo. Sin embargo sus sucesores en la
dinastía Tokugawa, cerraron el país al exterior, prohibieron el comercio
internacional y prohibieron el catolicismo, entre otras manifestaciones del
mundo occidental.
Los cristianos empezaron a ser
perseguidos bajo pena de muerte (los amenazaban con crucificarlos) y pasaron a
ser clandestinos. El problema se presentó cuando se verificó que había samuráis
cristianos. A estos se les dieron tres opciones: la muerte, la conversión al
budismo-sintoísmo o el exilio. Algunos de los que eligieron esta tercera
solución acabaron desembarcando en Andalucía, en tiempos de Felipe III,
concretamente en Coria del Río, donde se estableció una importante colonia
japonesa. Como tenían unos apellidos tan difíciles, los funcionarios andaluces
encargados de registrarlos los llamaron a todos Japón, apellido que todavía es
frecuente en Andalucía (los futboleros recordarán al reciente árbitro Japón
Sevilla).
Hasta casi finales del XIX, Japón
se manejó como una tierra completamente aislada, gobernada con mano de hierro
por el shogun Tokugawa de turno, al que el Emperador debía pedir permiso hasta para
salir de su casa. La revolución Meiji, en 1868, restauró en el poder a un
Emperador con mando, que abrió el país al exterior e inició una época de
imparable crecimiento económico. A comienzos del siglo XX había en el mundo dos
ideologías nacientes, que acabarían implantándose en numerosos países: el
fascismo imperialista y el comunismo. Japón se apuntó de forma entusiasta a la
primera y empezó a extenderse conquistando Corea y Manchuria, en donde hicieron
verdaderas barrabasadas. Los chinos y coreanos fueron reclutados como
prisioneros para encargarse de los trabajos más duros y las mujeres como
esclavas sexuales.
Pero, apenas habían empezado a
asomar la cabeza fuera, cuando les soltaron encima dos bombas atómicas. Y los
americanos les dictaron una nueva constitución, que el general Mac Arthur les
obligó a firmar, en la que abrazaban la democracia parlamentaria, con el
Emperador como figura decorativa, a la manera de las monarquías occidentales.
Es un resumen apresurado de una historia milenaria, pero que explica muy bien
el carácter de los japoneses. Con una ideología que proclama la vergüenza y la
disculpa pública de los que se han desviado del camino correcto, la culpa colectiva
del pueblo japonés, inherente a su mala elección hasta el final de la segunda
guerra mundial, les llevó a ser lo que son hoy: una gente disciplinada y
animosa, que de su país arrasado por la guerra emergieron hasta convertirse en
la segunda potencia económica mundial (hoy son la tercera, tras ser rebasados
por China), a base de trabajo y tenacidad.
Esto del trabajo a la japonesa se
merece un texto específico y esta entrada ya se me está saliendo de dimensión.
Tengo muchas cosas que contar de Japón y por lo que voy viendo, la actualidad
de nuestro país (y la del mundo, hasta las elecciones USA) no ha evolucionado
mucho en estos casi quince días de mi visita al país del sol naciente. Lo
dejamos por hoy. Que sigan disfrutando de este finde lluvioso y fresquito.
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