miércoles, 13 de mayo de 2015

379. Un tributo a Chet Baker

Hoy, 13 de mayo de 2015, se cumplen 27 años de la muerte de Chet Baker, un personaje verdaderamente singular en el mundo del jazz. Trompetista extraordinario, considerado durante años como la gran esperanza blanca de un mundo, el del jazz norteamericano, dominado por los negros, unía a su dominio, versatilidad y sensibilidad como instrumentista, una capacidad como cantante de baladas que junto con su belleza natural volvía locas a las mujeres de su época. En sus conciertos intercalaba la trompeta con estrofas cantadas como un auténtico crooner y sus composiciones pusieron el fondo sonoro a innumerables películas, la última que me viene a la memoria, la excepcional L.A. Confidential. Les intercalo algunos de sus temas más conocidos. No hay mejor homenaje a un músico que escuchar sus grabaciones.


Su fallecimiento fue trágico, como toda su vida. Tal día como hoy, Chet Baker apareció muerto al pie de la ventana de su hotel en Ámsterdam, por donde parecía haber caído. Tenía 58 años. Se especuló con diversas versiones: estaba drogado y se había caído; lo habían empujado unos traficantes; un marido burlado lo había sacado a hostias por la ventana, tras sorprenderlo con su mujer en el hotel de marras. Al final les contaré la versión que finalmente se da por buena, no menos sórdida que las anteriores. Porque este hombre de aire angelical, que cantaba con un lirismo exacerbado y tocaba como los ángeles, llevó casi desde su juventud una vida arrastrada, dominada por las pasiones, su afición a la heroína, las mujeres guapas, los coches de alta gama y las juergas de varios días. Todo eso, curiosamente, convivía con una especie de inocencia primigenia; era un bendito, incapaz de dominar sus vicios. Al menos al principio. A partir de cierto punto, era simplemente un yonqui, y ese es un calificativo que caracteriza a un tipo de gente de la que no te puedes fiar. Las imágenes de abajo dan cuenta de una vida de excesos, antes y después, y son significativas. 


Pero vayamos por partes. Chet nació en Oklahoma en 1929. Su padre, alcohólico guitarrista frustrado, le compró su primera trompeta con 11 años. En los 40, la familia se trasladó a California y allí el chico empezó a cantar en concursos radiofónicos, mientras estudiaba algo de música. Pero, a los 16 años, dejo el colegio en el que estudiaba y se enroló en el ejército. A partir de ahí su formación musical fue totalmente autodidacta. Era 1946 y la Guerra Mundial había terminado. Tras dos años en Berlín, dejó el ejército, empezó a tocar en clubes de jazz de Los Ángeles, y se matriculó otra vez en una escuela de música. Pero dejó los estudios enseguida, se enroló por otros dos años y, sólo tras este segundo período de servicio a la patria, decidió dedicarse a la música como profesional. Su vida era ya caótica y vertiginosa.


Hizo algunas audiciones en estudios de grabación, y no tardaron en contratarle. Poco después era ya miembro del cuarteto del saxofonista Gerry Mulligan, que completaban un bajo y un batería. Pero este grupo, que dejó grabaciones históricas y conciertos memorables, se disolvió abruptamente en 1953 por una circunstancia reveladora: su líder ingresó en la cárcel por posesión y consumo de drogas. Se desconoce si el bueno de Chet había empezado ya a consumir, pero es bastante probable. En el cuarteto de Mulligan, Chet se había revelado como un trompetista especial, y también le habían animado a cantar. En las actuaciones en directo, las mujeres iban casi en exclusiva para escucharle cantar y gritaban histéricas con sus solos. Tras la disolución del grupo, Chet decidió explotar su vena lírica y formó su propio grupo, con el pianista Russ Freeman y, por supuesto, bajo y batería. Creo que todos los temas que les voy poniendo en este post corresponden a esa época.


Se hablaba de Chet Baker como del James Dean del jazz. Con la vida que llevaba, todo el mundo esperaba que muriera joven como Dean, pero logró sobrevivir, casi como un muerto viviente. Lo sorprendente es que, en medio de la sordidez de su existencia, cuando salía a un escenario y tomaba su trompeta o cantaba con su voz suave, se transfiguraba y conseguía transmutar toda su penuria en una forma innegable de belleza. Su música transmitía serenidad, dulzura, paz. A finales de los cincuenta, Chet Baker era un músico apreciado en la cresta de la ola. Era guapo, famoso, tenía las mujeres y la droga que quería y su vida discurría con rapidez. Era un jazzman de primera línea, hasta el punto que saltó el charco y empezó a hacer giras por Europa.

En julio de 1960, fue detenido en Italia. Conducía por una carretera y paró a poner gasolina. No sólo al coche. Como no salía del baño, el gasolinero fue a ver qué le pasaba y lo encontró desmayado, con una jeringuilla en el brazo. Se armó un escándalo considerable, fue detenido y acusado de posesión y consumo de heroína. No era la primera vez que pasaba un par de días a la sombra, pero esta vez hubo juicio y condena. Era un tipo famoso y su caso se convirtió en ejemplarizante. No salió de la cárcel hasta las navidades de 1961. En el pueblo toscano de Lucca, donde está el presidio en el que pasó año y medio, había un pequeño club de jazz y muchos aficionados. Aunque estaba prohibido que los presos tuvieran instrumentos musicales, los forofos locales consiguieron convencer al director de la prisión de que se trataba de un caso excepcional, un artista del primer nivel al que no se le podía reprimir su arte.


Le suministraron una trompeta y se le concedió permiso para tocar dos horas al día. Los viejos del pueblo todavía se acuerdan. Chet Baker tocaba en su celda y toda la cárcel se paraba; presos y guardianes escuchaban arrobados sus fraseos. Y los vecinos acudían al pie de la muralla a disfrutar de dos horas de música maravillosa. Año y medio más tarde, Baker salió de la cárcel, más gordo (milagros de la pasta local), regenerado, desintoxicado y en plena forma. Grabó en Roma un disco que se llamó Chet is back, en agradecimiento de lo bien que le habían tratado. Y parece que hasta pensó en quedarse en Italia y abrió un club de jazz en Milán. Pero un yonqui siempre recae. Le detuvieron de nuevo en Alemania, donde decidieron deportarlo. Pero ya no le dejaron entrar en Italia. Así que lo mandaron a su tierra. Y allí su vida se precipitó al sumidero.

En 1966 desapareció. Algunas enciclopedias del jazz llegaron a darlo por muerto. Pero no estaba muerto. En un callejón de San Francisco, unos traficantes se habían cobrado una deuda no satisfecha dándole una brutal paliza. Le rompieron todos los dientes. Y un trompetista sin dientes no puede tocar. A partir de ahí, la autodestrucción. Tres años después, un músico de jazz reconoció a Chet en el gasolinero desdentado y lamentable que llenaba el depósito de su coche y dio el aviso. Sus colegas se movilizaron y le ayudaron, liderados por el gran Dizzie Gillespie. Le pagaron una nueva dentadura completa y un tratamiento con metadona. Un tiempo después tuvo una reaparición apoteósica en el Carneige Hall de New York. Su sonido ya no era el mismo, porque su boca tampoco era la misma, pero pudo seguir con una carrera aceptable, ayudado por su aura de malditismo.


Y se fue de los Estados Unidos. Europa era el lugar en donde se había sentido más a gusto, donde la sociedad, menos puritana, perdonaba sus excesos y entendía mejor su música. Vivía en hoteles, estaba casi siempre de gira, grababa de vez en cuando y sobrevivía como podía, de la misma forma vertiginosa. Era ya un artista de culto. Volvió a tocar en Italia, en Alemania y hasta en España (en el San Juan Evangelista dio su último concierto español dos meses antes de morir). Sobre lo que sucedió el día de su fallecimiento, existe una versión que se da por buena en los medios musicales y que yo me creo (como me creo la que conté sobre la muerte de Sam Cooke en el Post #49).

El día de autos, Chet Baker había dado un buen concierto en un club de Ámsterdam. Estaba hasta arriba de heroína. Y, tras recorrer varios garitos, volvió al hotel de madrugada, acompañado de unos amigos y unas cuantas groupies, todos tan colocados como él. Subieron a su habitación y montaron un escándalo considerable. La dirección del establecimiento intentó en vano que se calmaran. Y al final le dijeron que dejara el hotel, que lo expulsaban. Entonces, como suele suceder, el tipo se puso digno y dijo: ustedes no me echan, soy yo el que se va de este hotel de mierda. Salieron a la calle en comitiva, en busca de un lugar donde no les dieran el coñazo. Chet había dejado sus cosas arriba, algo que le importaba una mierda, pero entonces cayó en la cuenta de que también se había dejado su trompeta, y eso era serio. Tenía que volver a por ella. Pero entrar por la puerta, disculparse y pedírsela a los de recepción era una forma de indignidad. Y a su mente nublada acudió la idea de trepar por la fachada hasta su ventana abierta. A la altura del segundo piso, perdió pie y cayó. Los amigos salieron por piernas. Una vez más, el gran Chet había tomado la decisión equivocada. Murió como había vivido. Una placa recuerda hoy el lugar del suceso. Se la dejo de propina. La inscripción es conmovedora: El trompetista y cantante Chet Baker murió aquí el 13 de mayo de 1988. Él vivirá en su música para cualquiera que esté dispuesto a escuchar y sentir...



lunes, 11 de mayo de 2015

378. La fiesta del cine

El cine es una de las manifestaciones culturales que más ha cambiado a lo largo de estos sesenta años que me ha tocado vivir hasta ahora. Yo no puedo imaginar mi vida de niño y luego de joven sin el cine: de barrio, de estreno, al aire libre. Los cines, como los bares, eran los auténticos centros de relación durante mi infancia, los verdaderos equipamientos sociales. Podría dedicar este post a la fascinación que me transmite el llamado Séptimo Arte, a lo que suponen para mí figuras como John Wayne, Marlon Brando, Paul Newman, Audrey Hepburn o Marylin Monroe, entre otros. Pero me voy a centrar en mis recuerdos y experiencias a lo largo de los años. Hace poco asistí a la conferencia “Lhardy y el cine”, la última de las organizadas para celebrar el 175 aniversario del emblemático restaurante.

Allí se hizo hincapié en algo que yo había olvidado: tras el invento de los hermanos Lumière, las exhibiciones de cine se extendieron por España, igual que por toda Europa, en sesiones en las que se proyectaban películas de tres a cinco minutos, por supuesto, mudas. Mostraban, por ejemplo, la salida de los obreros de una fábrica, o un tren que venía de frente y provocaba el soponcio de las señoras sentadas en las primeras filas de sillas. Estas sesiones se organizaban en teatros y circos, pero también en barracas de feria, patios, sótanos o descampados. El invento era ambulante, sin sedes fijas y rotaba por los pueblos, transportado en carros de mulas. A partir de 1910 aparecen las primeras salas de cine en París y muy pronto en Madrid y las demás ciudades españolas.

Se lo creerán o no, pero recuerdo perfectamente la primera vez que mi madre me llevó al cine en La Coruña, en los primeros 50. Fuimos al cine Goya, cercano a la playa del Orzán, y vimos Mi mula Francis, una ingenua película en blanco y negro, que giraba en torno a una mula que hablaba. No he vuelto a verla nunca, pero no he olvidado la impresión que me causó y mi pregunta insistente: Mamá, pero ¿es de verdad? Años más tarde, yo me trabajaba los cines de sesión continua, como el Equitativa, que estaba cerca de mi casa, o el Kiosco, en la explanada de El Relleno. El Kiosco era un antiguo café en el que habilitaron la sala principal para cine, con la pantalla en el centro, de forma que los de un lado veían la película al derecho y los del otro al revés. Eso es algo que me contaron: cuando yo empecé a ir, habían subido la proyección a la planta primera, con la pantalla en un lado.

A mí me gustaban mucho los cines del centro, como el París y el Savoy, que estaban en la calle Real. En el Savoy, la pantalla estaba a mucha altura, encima de la puerta principal a la calle y el suelo caía en cuesta desde dicha puerta, de modo que uno entraba bajo las imágenes e iniciaba el descenso hasta derrumbarse en una silla clavada al suelo en posición oblicua. En ocasiones, acompañaba a mi anciana tía Lola, muy aficionada a las películas policiacas. Nos arrellanábamos en las butacas y seguíamos el desarrollo de la historia. A mi tía siempre le pillaba de sorpresa el desenlace y el descubrimiento de quién era el malo, sorpresa que exteriorizaba ruidosamente con comentarios del tenor: ¡Mira el médico, que sinvergüenza, con lo bueno que parecía!, lo que suscitaba un coro de gente que chistaba molesta a nuestro alrededor.

Años más tarde, ya de adolescente, iba con los amigos al cine Alfonso Molina, muy alejado de los barrios centrales, donde se decía que te dejaban pasar a las películas de mayores. A veces era un bluff, pillabas a un portero que tenía un mal día y te pedía el carnet, y tenías que volverte con el rabo entre las piernas (nunca mejor dicho). Otras veces la cosa daba resultado y todavía recuerdo el impacto de ver Cleopatra, o más bien los restos de la escabechina perpetrada por la censura para que no le viéramos a Liz Taylor mucho más que la nariz. Porque las películas eran minuciosamente recortadas con tijeras y pegadas luego con acetato, cuidando que no quedara un solo fotograma indecente. Además, antes de la propia película te pasaban el NoDo, y tenías que ver a Franco inaugurando pantanos y otras delicatessen.

Ya en Madrid, desde el primer día me hice un asiduo de los cines de sesión continua. En mis años de Colegio Mayor, acudía sobre todo a los de Argüelles, el Emperador, el Españoleto y tantos otros. Las tardes de diario, el cine estaba lleno. Uno entraba a la mitad de una película, luego se tragaba el NoDo, a continuación la segunda película entera y por último la mitad que faltaba de la primera. De modo que a lo largo de la tarde había un trasiego continuo de gente entrando, saliendo o yendo al baño. Uno de los que más me trabajaba yo era el Pelayo, en Fernández de los Ríos, donde daban películas del Oeste. En el segundo descanso, el aire estaba ya bien cargado (creo recordar que todavía se fumaba en el cine). Entonces, para contrarrestar el olor a humanidad, salía un niño gordo muy colorado que recorría el pasillo central sosteniendo en alto un frasco gigante de vaporizante, con el que echaba sobre el personal nubes visibles de ozonopino, entre la rechifla de la peña que le decían gordo-cabrón, échatelo tú por los huevos y cosas aun peores. El pobre pasaba el trago como podía, con los mofletes cárdenos por el papelón.

Ya viviendo en la ciudad, amplié mi radio de acción a los cines del entorno de Sol (a mí siempre me ha tirado el centro). La reprimida sociedad franquista se iba poco a poco liberando, a la espera del destape. Los cines eran un lugar donde se intentaba ligar, las parejas iban a darse el lote y empezaban a salir del armario los primeros homosexuales. En el cine Montera y otros, la fila de atrás era escenario de esforzados combates amorosos, hasta el punto de que se la llamaba la fila de los mancos, por el poco uso que se hacía de los reposabrazos. Se dice que había pajilleras, pero a mí nunca se me ofreció ninguna. Si que hube de sufrir a un gay que me abordó de forma que no dejaba lugar a dudas en el cine Pleyel, a dónde en mi ingenuidad había acudido solo. El tipo se me echaba encima, yo me cambiaba de butaca y el tipo se cambiaba también. Harto del acoso me fui al baño y allí caí en la cuenta de en qué clase de muladar estaba. Hasta tipos con la minga en la mano se paseaban entre los reflejos pálidos de los azulejos. 

Más tarde llegaron los cines de Arte y Ensayo, donde yo me acostumbré a ver las películas con subtítulos, como el California, el Alphaville o el Pequeño Cinestudio Magallanes. Allí íbamos a ver El acorazado Potemkin, Ivan el Terrible, Los 400 golpes o Repulsión, que eran cojonudas. A cambio nos tragábamos una serie de bodrios de Antonioni y hasta de Bergman (por no hablar de una brasileña insufrible llamada Antonio das Mortes), que nadie se atrevía a decir que eran un  peñazo para no quedar de poco engagé. Los que íbamos de intelectuales no podíamos caer en semejante descuido. Recuerdo también las colas para ver Helga, un documental de divulgación médica, en la que el personal se tragaba más de una hora de tediosas enseñanzas conductistas, sólo por ver al final un parto en primer plano. En concreto, lo que se quería ver era los dos segundos iniciales de dicha escena. Así de mal estábamos en aquellos años. Era el tiempo de las excursiones a Perpignan para ver fugazmente algún desnudo hurtado por la censura en películas ya vistas.

Yo que era más fino, me hice socio del Istituto Italiano di Cultura, al final de la calle Mayor, lo que me dio ocasión de ver películas de Rosellini, Fellini, Pasolini y otros sin los cortes de la censura pero, eso sí, en italiano y sin subtítulos. Pasaron los años, llegó la democracia y se normalizaron una serie de conductas. Yo empecé a trabajar y me aboné a los cines de estreno, mientras los de sesión continua de los barrios iban languideciendo. Una vez que uno se iba haciendo mayor ya no se veía en la obligación de fingir que le gustaba lo que no le gustaba y, a la vez, se empezó a reivindicar el cine de personajes que yo adoraba, como John Ford o Sam Peckinpah. Otros como Kubrick o Hitchckok, no admitían discusión. Recuerdo algunas películas que me impactaron tanto que volví a verlas en el mismo cine de su estreno: American Graffitti, Pat Garret and Billy the Kid o, más recientemente, Una Historia del Bronx. Y una por encima de todas: Blade Runner, la película que más veces he visto en mi vida. No me canso de repetirla.

Pero los tiempos estaban cambiando. El primer indicativo fue la apertura de los Minicines de Fuencarral. Donde antes había una sola sala surgieron tres. Los cines de barrio fueron cerrando y aparecieron las multinacionales con los complejos de 24 salas y la estúpida costumbre de comer palomitas y beber coca cola de garrafón. Yo no comía palomitas en el cine cuando era chico: comía pipas de girasol y me fumaba algún celtas. Pero los chavales creen homenajear a sus mayores con semejante gilipollez. Para acabar de joderla ha venido el tio Wert con la rebaja. O, más bien, con la subida del IVA. Los empresarios de cine están con el agua al cuello y tienen que inventarse cosas como la Fiesta del Cine. Es un indudable éxito. La gente, si le bajasen el precio, volvería masivamente al cine. Por el contrario, si pusieran el Metro a 10 euros, iríamos todos andando. Pero no les demos ideas… 

viernes, 8 de mayo de 2015

377. El día que Roca salió a mear

Hace mucho que no le doy caña al nacionalismo identitario, ese virus que se instala en la mente de ciertas personas como una especie de enfermedad autoinmune que destruye sus anticuerpos éticos, dejándolas listas para aceptar cualquier indignidad siempre que sume para la causa. Pero no se crean que se me ha olvidado el tema. Tal vez recuerden el chiste que les conté, del bebé que se pasa horas y horas berreando hasta el punto de que toda la familia y vecinos acaban con un dolor de cabeza insoportable. En un momento dado, el niño se calla y es como si hubiera llegado un nuevo amanecer, en forma de silencio. La abuela se le acerca y le dice: –¡Ay, mi niño, qué guapo, que ya ha parado de llorar él, tan bonito! Y entonces el niño, con voz entrecortada por esos suspiros triples que hacen retemblar los cuerpecillos de los bebés compungidos, proclama muy serio: –Abuela, si no he parado… es que estoy descansando. Pues eso. Que yo también estaba descansando.

Recién empezada la campaña electoral, los candidatos afinan sus armas y la señora Aguirre va a saco a por la alcaldía. Sería estupendo que los madrileños no le diéramos la oportunidad de gobernarnos otra vez y repito que digo esto como ciudadano de Madrid, harto de 26 años seguidos de gobiernos de la derecha. A título individual/profesional, a mí me da lo mismo: tras las elecciones me va a quedar un año y, peor que he estado en el Trienio Negro a punto de finalizar, no voy a estar. Pero creo que a la ciudad le hace falta aire fresco y trabajo en favor de los ciudadanos y no en favor de los poderes económicos. Y mucho me temo que esta señora no lo garantiza. Desde luego que tampoco confío en que el señor Carmona traiga ese aire fresco que yo reclamo y añoro. Más bien le da a la contienda un punto como rancio. El País (no yo) dice que es un lastre para el PSOE. Ya volveremos sobre el asunto, que tiempo habrá. Como saben, este no es un blog de análisis político, sino un lugar en el que se consignan sentimientos, intuiciones, olores, anhelos, barruntos, conjuros gallegos, opiniones sesgadas. Todo ello cocinado con suavidad, sentido del humor, educación y cariño por el personal.

Si algún pesimista me trae a colación el refrán días de mucho, vísperas de nada, le responderé con la famosa frase de Talleyrand: Quien no ha vivido antes de la revolución, no sabe lo que es la alegría de vivir. En quince días sabremos quién es el que llevaba razón. Yo sueño con un gobierno local sin presencia del PP. Y que el Dépor se quede en Primera. Y muchas otras cosas. El hombre necesita soñar. Respecto a lo primero, parece claro que el resultado electoral en la ciudad de Madrid va a ser muy fragmentado, lo que llevará a una situación compleja. No veo yo a la señora Aguirre con mucha predisposición a negociar con otros grupos. En cambio, sí que acreditó en su día unas mañas tremendas a la hora de forzar el resultado de unas elecciones en beneficio propio. ¿Recuerdan de qué hablo? El señor Simancas, con el apoyo de la Izquierda Aún Sin Hundir, tenía una mayoría exigua, pero suficiente. Y se procedió a convocar la sesión en la que se votaría su investidura.

¿Y qué sucedió? Pues que dos parlamentarios del PSOE desaparecieron. Los inicuos Tamayo y Baus (así los llamaba Javier Marías en el artículo cuyo enlace les puse no hace mucho) no estaban presentes. Habían salido (metafóricamente) un momentito a mear. Un circo de tres pistas que acabó con la señora Aguirre de presidenta. Se han escrito ríos de tinta sobre este pintoresco suceso, propio de repúblicas bananeras o regímenes autoritarios. Todo el mundo estuvo de acuerdo en que la conducta del señor Tamayo y la señora Baus-o-como-coño-se-llame, era despreciable, ruin, abyecta, infame, indigna, rastrera, innoble, depravada, detestable, deshonrosa y repugnante. Sus figuras se han hundido para siempre en el pozo de la ignominia pública. O sea que esa forma de actuar es objetivamente reprobable por definición. Lo haga quien lo haga.

Muy bien. Pues quizá no sepan que estos personajillos no fueron los inventores de tan condenable estrategia. Antes que ellos, alguien a quien muchos consideran de conducta intachable, lo hizo con el mismo descaro. Eso nos retrotrae al título de este post y a su primer párrafo. Porque quien se salió oportunamente a mear (en este caso, literalmente) fue el señor Roca. Sí, sí, ese en el que están pensando. El prohombre eminente de un partido que recientemente ha promovido una campaña que decía España nos roba, mientras sus dirigentes, con el señor Pujol a la cabeza, se lo estaban llevando crudo por detrás. Y el mismo que, en estos momentos, dirige sin ningún apuro (la pela es la pela, escolti) la defensa de la infanta Cristina, hasta hace poco en la línea sucesoria de la jefatura de ese mismo Estado que supuestamente estaba robando a los catalanes. Muchas paradojas, porque encima resulta que el que nos estaba robando de verdad era el marido de dicha señora.

De qué estoy hablando, se preguntarán ustedes, intrigados lectores y seguidores habituales de mi blog. Pues, a pesar de que la credibilidad de las cosas que les voy contando no ha sido puesta seriamente en cuestión en los últimos tiempos, me veo en la obligación de desvelarles la fuente de lo que digo. Resulta que la anécdota la cuenta el fallecido Jordi Solé Turá, ponente de la Constitución Española por el Partido Comunista y personaje de talla política e integridad moral fuera de toda duda, en su libro Nacionalidades y nacionalismo en España (Alianza 1985). Hace unos meses se habló de ello en un artículo de El País, del que les ruego lean atentamente sus tres primeros párrafos antes de continuar con mi texto (el resto es también muy bueno, pero pueden dejarlo para después). Lo tienen AQUÍ.

Impresionante ¿verdad? Y digo yo. Habíamos quedado en que la conducta de Tamayo y Baus era objetivamente reprobable. Igualmente lo será la de Roca ¿no? Lo que pasa es que, en el primero de los casos, se supone que les han pagado suficiente dinero como para compensarles de la indignidad de por vida. ¿Qué es, en cambio, lo que lleva al señor Roca a desempeñar en público un papel (o papelón) que ni ética ni estéticamente es de recibo? Pues ya ha quedado dicho: el nacionalismo. Para una mentalidad nacionalista no hay cortapisas éticas ni estéticas: todo lo que pueda sumar en la dirección correcta es admisible. ¿O es que no se ha matado por ese mismo mecanismo mental? Hace años, tenía yo un amigo del PNV que me decía: nosotros coincidimos con ETA en los fines; lo que no aprobamos son sus métodos. Y yo le contestaba: a mí precisamente lo que no me gusta son vuestros fines; es más, creo que los métodos etarras son coherentes con eso fines; que vosotros no los empleáis por simple hipocresía, para quedar de buenos.

Era yo un poco bruto en esos tiempos, como ven, lo que me costo, entre otras cosas, la amistad de ese colega vasco. En fin, como siempre digo, este nos es un blog político, y yo aquí lo que quería es profundizar entre las relaciones de los políticos con el tema de la micción. No sólo por el hecho cierto de que muchos acostumbran a mear fuera del tiesto. A lo mejor no lo saben, pero el ínclito Carmona, candidato a ser mi jefe supremo en quince días por la parte del PSOE, ha prometido llenar la ciudad de urinarios. Pueden comprobarlo AQUÍ. A mí me parece muy bien. Cuando llegué a Madrid había muchos de estos urinarios; uno, por ejemplo, en la Puerta del Sol. Y me tocó usarlos. Había que bajar unas escaleritas y comprar un ticket, de un talonario que tenía una señora mayor, vestida de fámula casera y sentada en una silla de tijera. Yo conservé durante años uno de esos pequeños tickets. Tenía el escudo del Ayuntamiento en azul a la izquierda. En el centro decía: Evacuatorios. Y a la derecha el precio: 1 peseta. Me parece una idea muy buena, la de Carmona. Ya que ésta es una ciudad de ancianos, pretende ganar nuestro voto por la próstata.

Pero no es éste el único caso reciente en el que se entremezclan la política y la micción. Hace unos días, el alcalde de Georgetown (Texas) abandonó momentáneamente el Pleno que presidía, para atender esa necesidad fisiológica. El problema es que olvidó apagar el micrófono que llevaba prendido en la solapa. La señora concejala que interviene a continuación, no puede reprimir el ataque de risa cuando por la megafonía se escucha cómo este señor orina ruidosamente y luego tira de la cadena. Menos mal que no se tiró ningún pedo. Al regresar, el alcalde no entiende nada y ha de ser otro colega quien le explique lo sucedido y por qué los presentes se están comportando de manera tan extraña. La concejala, agotada por el esfuerzo y al borde del llanto, abrevia su discurso y propone directamente la aprobación de la resolución que estaba presentando. El vídeo de esta escena se ha convertido en viral y es ya uno de los más reproducidos en lo que va de año. Aquí se lo dejo de regalo. Que pasen un buen finde.