viernes, 13 de febrero de 2015

343. Algunos apuntes sobre Cuba

Mi club de lectura, que se llama Billar de Letras, está dirigido por mi amigo el escritor cubano Ronaldo Menéndez, y estamos a punto de debatir sobre el quinto libro propuesto para su lectura. Los cuatro anteriores fueron centro de otras tantas tertulias muy interesantes, pero sólo de los dos primeros escribí algo en el Blog (El Pentateuco de Isaac y El sueño de la Aldea Ding), especialmente el segundo, que les he recomendado insistentemente. Tampoco he dado referencia de las nuevas conferencias en Lhardy, que continúan siendo de interés, lo que pasa es que, de verdad, tengo que seleccionar, para no sobrecargar más el blog.

Un inciso. En el último Billar de Letras acudió la autora del libro que debatíamos y contó que ella sigue escribiendo el adverbio sólo con acento diacrítico (como yo), aunque la RAE ha decidido que es innecesario. Mierdera decisión, bajo mi punto de vista. Conocen el viejo chiste: Quiero un café/¿Solo?/Bueno, pues póngame dos. Este chascarrillo se basa en una insuficiencia del lenguaje hablado, que el castellano escrito no tenía, pero que ahora sí tiene, gracias a la citada decisión mierdera de los sesudos académicos. Yo me lo he tomado como una recomendación, que no es obligado seguir a rajatabla. Por eso sigo escribiendo solo y sólo, según los casos. Bueno, pues la escritora nos contó que había entregado al editor el manuscrito de su nueva novela, y el tipo le había corregido este aspecto. Le había devuelto el texto después de quitarle minuciosamente los acentos a unos 357 sólos. Un idiota. Si me hace eso a mí un editor, le arreo semejante galoucazo, que lo mando p’alla pa’l Ensanche de Vallecas, hombre. Que soy coruñes, carallo.

A lo que íbamos. La quinta sesión del club estaba prevista para un libro cuyo nombre he olvidado. Pero entonces llegó la gran noticia de las Navidades: el desbloqueo de las relaciones USA-Cuba. Ronaldo nos pidió cambiar y estamos leyendo Antes que anochezca, Reinaldo Arenas, Tusquets 1996. Es este un libro sobrecogedor, que recoge las memorias de este escritor cubano, al que hicieron la vida imposible en su tierra, a cuenta de su condición de homosexual, lo que le llevó a exiliarse y penar por diversas tierras lejos de su patria. Su aventura acabó en Nueva York, donde murió de sida en diciembre de 1990. El libro sirvió de base para el guión de la película del mismo nombre, con una convincente interpretación de Javier Bardem (película que, por cierto, no he visto, lo que es casi mejor para la lectura del libro).

El caso es que todo esto me ha traído a la cabeza mi propia experiencia cubana. Sólo he visitado Cuba una vez, en noviembre de 1988, con motivo de mi participación en el Maratón de Varadero. El año anterior había corrido en Nueva York y le pregunté al organizador del viaje si no conocía alguna otra carrera a la que yo me pudiera apuntar. Me habló de Cuba y disipó mis dudas iniciales: la carrera era tan bonita, popular, apoteósica y segura como la de la Gran Manzana. Me engañó, por supuesto: a NY fuimos unas 300 personas, aquí sólo 20; las condiciones climáticas eran horrorosas, en la carrera participamos unas 70 personas, 20 cubanos superpreparados y 50 extranjeros que inmediatamente nos quedamos rezagados y continuamos penosamente el recorrido, entre la indiferencia (cuando no una cierta irritación) del escaso personal que andaba por los alrededores del recorrido. Porque, aquí tienen un primer dato: en Cuba no hay corredores populares. Si haces una marca de la hostia, te dejan dedicarte al deporte. Si no, a cortar caña, como un cabrón.

Pero no le guardo rencor al organizador del viaje, mi amigo P., cuya intervención me permitió conocer de primera mano aquellas tierras y formarme mi propia opinión. He de decir que acudí a ese viaje sin prejuicios, inclinado incluso a una cierta simpatía por el régimen cubano. Yo tuve el póster del Che Guevara en mi cuarto de estudiante y, en los 80, empezaba a escuchar opiniones encontradas al respecto, sobre las que no sabía qué pensar. Había visitado algún país soviético y había palpado la falta de libertad y la tristeza en la mirada de las gentes, pero tenía la vaga esperanza de que, en el Caribe, con el Trópico, las mulatas y el son, la cosa sería distinta. Ya en el avión obtuve algunos indicios. Mis compañeros llevaban varios años acudiendo a esa carrera y viajaban con algunos encargos para los cubanos: productos de uso corriente en España, bolsas de plástico de El Corte Inglés, muy valoradas por su escasez en la isla, y hasta un traje de novia. Ni que decir tiene que, cuando llegamos, la novia del año anterior ya había roto con su prometido, aunque se quedó con el traje por si acaso.

No sé ahora, pero entonces podías cambiar dólares oficialmente (1 peso, 1 dólar), o bien comprar pesos en el mercado negro ilegal, a su precio real, (1 dolar, 40 pesos). Había también unas tiendas sólo para extranjeros, en donde se podía pagar en dólares, y donde vendían cosas tan apropiadas para turistas, como frigoríficos, lavadoras y similares. Yo compré una lavadora para un cubano que me dio el dinero por detrás, porque él no podía entrar en la tienda. Estas cosas generan muy mala leche en la población. Nada más llegar a Cuba nos asignaron unos amigos que nos acompañarían a todas partes, como en la URRS y como me harían años más tarde en Siria (Post 71). Nosotros éramos amigos de Cuba y la Revolución (igual que algunos corredores norteamericanos) y nuestra presencia prestigiaba la carrera. El pueblo de Cuba no tenía nada contra los otros pueblos. Sus problemas eran con los gobiernos, nunca con los pueblos.

En La Bodeguita de Enmedio, estuvimos tomando rondas con estos amigos. Cada vez pagaba uno. Cuando me tocó pagar a mí, pregunté cuánto era y me dieron el precio oficial (40 veces más). Inicié un gesto de protesta pero, entre todos, me calmaron y, entre susurros, me rogaron que no dijera nada. Al salir me lo explicaron: la diferencia entre mi ronda y las anteriores se debía a que había entrado en el bar el vigilante del barrio: el tabernero no podía cobrarme a precio de cubano delante de él. Vivimos también las típicas escenas en la cola de las heladerías Coppelia. Nosotros nos poníamos a la cola pero, a veces, aparecía por allí alguno de nuestros anfitriones y nos colaba, diciendo: “estos señores son amigos que han venido a apoyar nuestra revolución, y tienen que pasar delante”. Nadie de la cola movía un solo músculo facial.

En el hotel de Varadero, en donde los cubanos no podían entrar, alguien se coló y le robó el equipaje a una pareja de nuestro grupo. Cuando fueron a la Comisaría, el poli que tecleaba su denuncia, les regañó al escuchar la palabra robo. En Cuba no hay robos, amigo mío, pondremos que ustedes lo perdieron el equipaje. Contradictoriamente, el último día de estancia, les llamaron por teléfono para anunciarles alborozados que habían pillado a los ladrones y que ya estaban en la cárcel. Mis compañeros preguntaron por sus ropas y les contestaron que verdes las han segao, que desde luego los occidentales es que lo queríamos todo y que bastante triunfo había sido la detención de estos contrarrevolucionarios, como para encima recuperar lo robado.

Como es natural, visité las mejores librerías de La Habana. Aparte de libros de García Marquez y tratados políticos locales, sólo había Historia de Rusia, Literatura de Rusia, Viajes por Rusia. Por comprarme algo, me llevé dos libros del Che Guevara, un tratado político y un librito de memorias. En Madrid, ambos textos me confirmaron en mis impresiones: el tratado era infumable y, en sus memorias, el tipo se vanagloriaba de cómo en la Sierra Maestra pillaron a un joven campesino, que se había sumado a la Revolución como voluntario, robando un poco de comida, delito que estaba castigado con la pena de muerte. Los padres del chico subieron al monte a rogarle al Che que lo perdonara y el tipo les comió el tarro de tal manera que ellos mismos fueron llenos de alegría revolucionaria a explicarle a su hijo lo bueno que era que lo mataran por haber robado un cacho de pan a sus compañeros. El calificativo que me merece este señor, no lo voy a poner por escrito, porque lo he soltado en alguna reunión de amigos y he comprobado que muchos se quedaban lívidos, tragaban saliva y me decían que soy un exagerado.

En aquellos años, las estadísticas oficiales que publicaba el Granma, diario del régimen y único periódico tolerado, confirmaban que Cuba era el país que mayores índices de crecimiento y prosperidad ostentaba, de entre los del Tercer Mundo. Un contertulio circunstancial me susurró que ellos lo que querían era salir ya del Tercer Mundo e incorporarse al Primero, aunque empezaran a la cola. Uno de los pocos comentarios negativos que logré obtener, en un país hermético y blindado, donde las paredes oyen. Si preguntábamos qué pasaría cuando faltase Fidel, la respuesta inevitable era: Está Raúl. Y si les inquiríamos por las causas de tanta penuria económica, echaban la culpa al bloqueo yanqui. Es lo que les vendía la propaganda oficial, aunque me temo que no se lo creían del todo. Hoy ya nadie se traga eso (excepto Willy Toledo).

Otra cosa que les sacaba de quicio era el apoyo cubano a la guerrilla de Angola. Nadie entendía qué pintaban los soldados cubanos que partían a luchar en tan lejano conflicto y, a menudo, regresaban en ataúdes cubiertos con la bandera cubana. Con su humor proverbial, un cubano me dijo que a ellos los  llevaban a la jungla porque eran morenos y se camuflaban mejor en la espesura, no como los blanquitos rusos, que se les descubría enseguida. Por cierto que el general que mandaba las tropas en Angola, gran estratega y héroe nacional de Sierra Maestra, Arnaldo Ochoa, 59 años, sería detenido unos meses más tarde, acusado de conspirar contra Fidel y fusilado sumariamente. Fue éste un importante punto de inflexión en el malestar del pueblo cubano.

Termino, que este post ya me ha salido un poco largo. Pero les emplazo a un próximo texto, para el que he dejado la anécdota más sabrosa de mi aventura cubana. Igual que hice con el caso de los chinos. La historia del chino cabreado tenía entidad propia como para un post exclusivo. Pues la de los cubanos no es de menor calibre. Que pasen un finde fastuoso.

miércoles, 11 de febrero de 2015

342. Una vida de locos

Después de presumir de regularidad en la producción de posts, hoy me ha pillado el toro y aquí me tienen, con la noche cerrada y sin haber empezado mi texto del miércoles. Estaba cantao. Es que, con esta vida de locos que llevo, no sé si puedo aspirar a mantener esa regularidad que pretendo. Así que aprovecharé para contarles mi última aventura de corredor, que hace mucho que no les deleito con lo que algún comentarista ha bautizado acertadamente como hazañas bélicas. Además, me consta que a muchos de ustedes son éstas las batallitas que más les divierten.

Les cuento lo que me pasó el viernes por la tarde. Llegué a casa, descansé un poco (mi hijo Kike andaba por allí) y me fui a correr. Salí pronto, porque tenía el plan de ver luego el partido del Dépor en un bar, había mucha luz en el parque del Retiro y no puedo echarle la culpa a la mala visibilidad, pero lo cierto es que me caí. Me he tropezado muchas veces corriendo pero, cuando era más joven, me hacía menos daño y a veces conseguía no llegar a caerme del todo. Pero la vejez tiene sus servidumbres. El caso es que había hecho bien el calentamiento, había completado mi tanda de estiramientos y subía a buena velocidad por el interior de la valla de Alcalá, cuando debí de pillar alguna discontinuidad del pavimento empedrado que hay en la puerta junto al túnel que comunica con el Metro. Literalmente salí volando. Hice un esfuerzo enorme por no aterrizar en el empedrado, pero fue en vano. Por decirlo con precisión, me caí con todo el equipo, como un saco de patatas, a los pies de una señora enfundada en un chándal de Tactel, de esas que caminan deprisa dándose ritmo con un braceo tan exagerado como innecesario.
    
La señora (pelo blanco rizado de peluquería, gafas de pasta, aire maternal), se echó las manos a la cabeza e inició un canto plañidero conmovedor. ¡¡Ay, ay, ay!! –decía absurdamente (al que le dolía en todo caso era a mí, no a ella). Ay, señor, que usted y yo ya no tenemos edad para andar corriendo por ahí, que eso de correr es para la gente joven, coñe. Caído boca abajo, mi cerebro procuraba abstraerse de la regañina y completar una primera evaluación de daños: dolor muy intenso en rodilla derecha, un poco menos en codo izquierdo, golpe también en el otro codo y la otra rodilla, manos y cara intactos. Me di la vuelta y me senté. El chándal estaba lleno de polvo, pero no se veían agujeros ni costurones. La señora seguía: –¿pero cómo se le ocurre a usted salir a correr, con el frío que hace, en vez de sentarse en un sillón a ver la tele? Andandito, andandito, como yo, eso es lo que tenemos que hacer los mayores –insistía la doña, cargada de razón, como si la escuchara un auditorio invisible.

Pasaron un par de corredores que preguntaron sin pararse: –¿está bien, jefe?  Sí, sí, tranquilos –me apresuré a contestarles. La señora seguía a lo suyo, diciendo ahora que si me acompañaba a una casa de socorro (¿existen todavía las casas de socorro? –me pregunto), que si llamaba a la policía municipal. Negué con la cabeza, mientras recuperaba el resuello. A la pregunta siguiente (¿qué puedo hacer por usted, entonces?), le respondí que me ayudara a ponerme en pie, que yo solo no podía. Agarró mi mano tendida y tiró hacia arriba con fuerza. Ya de pié, di unos pasos. La rodilla me dolía bastante, pero no parecía tener nada serio, nada que afectara a la funcionalidad. Le di las gracias a la doña, que todavía insistió: –Lo que tiene usted que hacer es irse a casa y tomarse una tila calentita, se acaba de caer y se ha hecho mucho daño y le tienen que atender, no sea terco, hágame caso.

Seguí mi recorrido andando, por precaución, cojeando visiblemente y entonces me acordé de una escena de una novelita de aventuras de las que leía de niño. Eran unos libros pequeños y cuadraditos, de tapa dura. En una esquina tenían unos dibujos que, al hojearlo, cobraban movimiento. Un héroe americano que acaba de tener un accidente de coche, está en una cama de hospital y, en un momento dado, lo entiende todo, descifra las claves de lo que le acaba de pasar, quién es el malo y lo demás. Y cae en la cuenta de que tiene que salir de allí urgentemente, para salvar a la chica. Se pone de pié, se arranca el suero y echa a andar por el pasillo. Una enfermera que lo ve, le dice:  –Señor, usted no se puede ir, usted está muy enfermo. Y el tipo la aparta de su camino, mientras piensa: –¿Enfermo? Jamás me había encontrado tan sano, excepto un fuerte dolor aquí y allá.

Pues así estaba yo: jamás me había encontrado tan bien, excepto un fuerte dolor aquí y allá. Tan bien estaba, que un poco más allá volví a correr y todo parecía estar en orden (a pesar del fuerte dolor aquí y allá). Los codos se me pegaban por dentro al chándal, señal inequívoca de sangre. Llegué a casa y me apliqué hielo en la rodilla más dañada. Por cierto, en mi casa no suele haber hielo, porque yo ya no bebo gin-tonics, pero esta vez había varias bolsas de gasolinera, resultado del último botellón casero de mi hijo, que aprovecha cada noche que salgo para traer a sus amigos. Dice que, si le pillan en la calle, le ponen 600€ de multa, que habré de pagar yo. El hielo es clave en los primeros momentos, ya saben: frío en caliente, y calor en frío. Durante el finde tuve la rodilla un poco hinchada, me calcé algún ibuprofeno, pero, la cosa iba mejorando.

Este lunes no corrí, pero no porque no pudiera, sino porque a mediodía participé en la fiesta del Año Nuevo chino que organiza cada año la Delegación de Hong Kong en Europa. Creo que es la cuarta o quinta vez que voy. El sarao era en el Casino de Madrid, a la una y media y salimos de allí a las cinco y pico cantando el Shanghai patria querida, después de ponernos ciegos de cerveza, champán y otros licores con los que nos obsequiaron los chinos, como complemento de un catering fastuoso. Como para irse a correr. De allí a la cama a dormir la mona (Supongo que recuerdan la casilla del Palé: a dormir la mona a la cárcel. Te quedabas sin tirar tres veces, creo recordar). Ayer martes, fui a nadar y la rodilla me tiraba un poco para la braza, pero nada serio. Todos los golpes iban tomando tonalidades amarillentas, y no es algo muy pertinente aparecer por una piscina pública como un ecce homo.
   
Esta mañana he debido acompañar en su visita a la ciudad a un concejal de Tel Aviv, que venía con un ingeniero a sus órdenes. Con mi traje impecable he ido a encontrarme con ellos en el hall de su hotel, a las 9 de la mañana. Cuando nos hemos presentado, he visto a un hombre mayor, acompañado de un tipo musculoso de no muchos más de 30. Como cualquiera de ustedes hubiera hecho, le he extendido la mano al viejo y le he dicho buenos días señor concejal. Le ha dado la risa: el jefe era el otro. El concejal, completamente rapado, vestía una camiseta rockera, sobre ella un jersey fino, un chándal gris claro con capucha calada y aun por encima un chaleco térmico de esos de cuarterones morados de nylon. Look Varoufakis. O sea que era de los míos. En realidad, el que iba disfrazado era yo, por razón de mi oficio de anfitrión.

Un compañero de Relaciones Internacionales esperaba con un coche fuera. Así que, con el conductor, éramos cinco para un coche no muy grande. Hemos dejado al ingeniero delante, por edad y volumen, y nos hemos apretado atrás con el Concejal en el centro. Un poco después, el tipo estaba medio asfixiado y se ha empezado a quitar la ropa por la cabeza, por el procedimiento de coger puñados a su espalda y tirar enérgicamente hacia arriba, como lo hacen mis hijos y la gente joven. Hasta quedarse en camiseta. Ha dicho entonces que le habían informado de que en Madrid hacía mucho frío. Eso era la semana pasada, le hemos contestado. El Concejal era listo como el hambre, simpático y le han interesado mucho los proyectos que le hemos mostrado. Nos hemos despedido cerca de las 2 de la tarde y entonces me he ido a tomar una caña con un bocata, antes de volver al curre hasta las 4.

Durante toda la mañana he llevado en la cabeza la musiquilla de la canción Israelites, el gran tema de Desmond Dekker, cuyo vídeo les pongo abajo. La gente se cree que el reggae es un invento de Bob Marley y resulta que, mucho antes, ciertos músicos jamaicanos ya preparaban el terreno para la irrupción de este estilo de música. Desmond Dekker es uno de los mayores exponentes del movimiento de los rude boys, a los que me referí de pasada cuando hablé de las diferentes tribus de seguidores del Sankt Pauli, el equipo de fútbol de Hamburgo, similar al Rayo Vallecano. Los rude boys, eran obreros y gente pobre, que hacían una música reivindicativa en la Jamaica de los 60. El tema Israelites es de 1968 y su éxito permitió a Dekker, antiguo mecánico de automóviles, irse a vivir a Londres, donde se quedó hasta su muerte, hace unos años. 

Desmond Dekker tuvo que aclarar que su canción no era antisemita, sino al contrario. Dekker abrazaba la ideología rastafari, que sostiene que los jamaicanos fueron llevados fuera de África a la fuerza y tienen que volver a su tierra. Llaman a occidente Babylon, y veneraban a Haile Selassie, el emperador de Etiopía. Incluso conectaron con él para organizar un regreso masivo de su éxodo (La respuesta del tipo fue que, como se les ocurriera aparecer por Etiopía, se les recibiría a tiros). En ese sentido, ellos se identifican con los israelitas que también tuvieron su propio éxodo. La letra va explicando las penalidades diarias del jamaicano pobre, punteadas por el pegadizo estribillo que dice: “pobre de mí, el israelita”. Aquí la tienen.


Terminaré contando que esta tarde he vuelto a correr, que el amarillo de mis rodillas y codos va virando a morado, que mi rodilla derecha (la de la condromalacia) me ha dolido en el calentamiento y me ha impedido hacer correctamente el estiramiento de cuádriceps y que luego me ha dejado de molestar al entrar en calor. He hecho todo el recorrido (6,5 kms) y, al llegar, me he aplicado de nuevo el hielo del botellón. Tras una lesión de esquí en un gemelo, hace unos seis o siete años, estuve más de dos meses poniéndome hielo en el músculo afectado, antes y después de correr. Ya ven que, finalmente, soy un auténtico rude boy. Aunque feliz de vivir en Babylon. Una vida de locos, pero muy divertida. Duerman bien.        
         

lunes, 9 de febrero de 2015

341. El de la llorera y otros impresentables

De vuelta del finde, quiero aclararles que la nueva regularidad en mi ritmo de añadir entradas al foro, que tal vez hayan observado, no es casual, sino resultado de una nueva funcionalidad del sistema, que he descubierto recientemente: la posibilidad de subir al blog borradores y dejarlos ahí sin publicar. En momentos de euforia productiva, los escribo sobre la marcha y los voy colgando en una especie de repositorio secreto. Luego procuro darles salida escalonada: lunes, miércoles y viernes. No quiero cargar más temas a la semana, porque ya he contado que hay gente a la que no le da tiempo a leer tanto. Dice mi amigo Alfred que le parece increíble esto último, pero es real: la gente activa, no jubilada, a menudo tiene todo el día ocupado por actividades agotadoras y, cuando ya se pueden sentar en un sillón a descansar, es normal que prefieran dedicar su tiempo libre a entretenimientos más atractivos y divertidos que entrar en mi blog. Es algo que yo entiendo y respeto.

Por cierto, hace unos días les dije que no me gustaba nada la palabra bodegón. Pues tampoco es manca la de borrador. Etimológicamente, un borrador es un señor provisto de una bayeta con la que deja limpia una pizarra, o de una goma Milán con la que elimina una parte de un texto que no le gusta. Esa es la primera acepción que aparece en el diccionario de la RAE. Pero la segunda, que es la más extendida, significa escrito no finalizado, primera versión de un documento sujeta a eventuales correcciones antes de convertirse en definitivo. Es tan absurdo como llamarle carnicero a un filete. En inglés, tan sintéticos y precisos, diferencian claramente eraser (persona o instrumento que borra) de draft, que es como llaman al borrador de un escrito. En fin, que yo ahora tengo una serie de drafts colgados en un archivo del blog al que ustedes no pueden acceder, y que, los días que toca, bajo uno de ellos, le hago una pequeña revisión y le doy a la tecla Publicar.

La verdad es que no sé para qué les cuento todo esto, si yo lo que quería es hablarles del señor Monedero y sus travesuras contables. Por cierto que, un señor que se apellida Monedero, parece en cierta forma predestinado a que le pasen cosas de este orden. Respecto al escándalo reciente en torno a este señor, junto con la prodigalidad de la señorita Tania Sánchez a la hora de adjudicar contratos a su familia, ayer publicaba El País un artículo de Santos Juliá, que les pido que lean antes de seguir con el mío, porque entiendo que pone el dedo en la llaga. Pueden consultarlo AQUÍ.

Algunos comentarios al respecto. En primer lugar, Santos Juliá es un historiador de reconocido prestigio, cuya voz hay que escuchar siempre. Natural de El Ferrol del Caudillo (así se llamaba su ciudad en 1940, año de su nacimiento), se ha ganado una merecida fama de riguroso e independiente de ideologías: él no es de derechas ni de izquierdas, él es un historiador, y la tarea de los historiadores es investigar en todas las fuentes posibles, hasta llegar a la verdad sin apellidos. Así lo ha hecho Juliá en innumerables libros y artículos, como una excelente biografía de Manuel Azaña. Lo primero que dice este señor es que la nueva generación de políticos ha suscitado una gran ilusión y entusiasmo ciudadano, precisamente porque se espera de ellos una actividad más limpia, honesta y presentable que la habitual de esa casta que denuncian.

Lo segundo que dice es que, ante la aparición de determinados escándalos que afectan a los suyos, las primeras explicaciones de los afectados y sus compañeros son decepcionantes y muy similares a las que daban los castosos, y eso es cierto. También dice otra cosa no menos cierta: que la escala de las trampillas de estos aspirantes a gobernarnos no es comparable a la de los escándalos de la casta. Y, en estas cosas, la escala es importante. Ya he confesado en este foro que yo tuve un móvil corporativo, cuyas llamadas pagaba el Ayuntamiento, y que lo usé para llamar al Telechino y otras cuestiones personales. Cierto que, roído por la mala conciencia, fui a consultar el asunto con los del Departamento de Comunicaciones, quienes me dijeron que el contrato del Ayuntamiento era de tarifa plana y que el número de llamadas de los funcionarios era un dato irrelevante, salvo que fueran muchas, cosa que, cuando sucedía, generaba correos de advertencia de que se estaban pasando. Yo jamás recibí uno solo de esos correos.

Pero, si yo un día me metiera en política, podrían rastrear la memoria de ese móvil y filtrar a la prensa la lista completa de mis llamadas al Telechino o a mis hijos. Cuento esto para demostrar que la escala de los fraudes sí importa. Incluso es un dato clave. No es lo mismo llevarse a casa un bolígrafo o un paquete de posits amarillos, que tener una tarjeta black. Tal vez ustedes no se han parado a mirar el detalle de lo que se han gastado los poseedores de esas tarjetas. Por si es así, les pongo debajo el link a un cuadro interactivo con la relación de impresentables, en la que hay gente de los tres partidos de la casta y de los sindicatos más conocidos. Pinchando en el nombre de cada uno, tienen la lista completa de sus gastos, y pueden averiguar en qué restaurantes comían, en qué hoteles se alojaban, a qué burdeles acudían algunos, cuanto se gastaban en lencería femenina o en los peajes de las autopistas. AQUÍ lo tienen.

A la vista de este desmadre, yo sigo convencido de que hay que votar a alguien nuevo, porque los de lo viejo no tienen arreglo. Y tratar, como dice Santos Juliá, de que a partir de ahora rindan cuentas de su gestión. Cuentas sinceras. En conclusión, que yo sigo en la idea de dejarme coleta; que, de acuerdo con ello, me da mucha rabia que los del gobierno hayan iniciado una caza y captura de las figuras más relevantes de las nuevas formaciones que amenazan con arrebatarles el momio, pero que eso no quita para exigir una explicación consistente del caso Monedero y los que salgan en próximos días, porque en este país, todo el mundo parece tener una tendencia al comportamiento venal bastante preocupante.

Por lo demás, me encanta este párrafo del artículo de Santos Juliá: cuando el escándalo estalla y no hay manera de negarlo, se refugian en la ignorancia, repitiendo como niños: yo no lo sabía, yo no lo sabía; a renglón seguido, y una vez sorbidos los mocos, recompuesto el gesto y reafirmada la dureza de la expresión, culpan al mensajero: nos persiguen, somos víctimas de una conspiración. Eso de los mocos entronca directamente con la llorera del tipo al que alude el título de este post. Continúa tan compungido, que no ha podido ni siquiera ir a declarar en el juicio al que está sometido. Han tenido que acudir en su nombre sus hijos y su señora, quienes le han dicho al juez que el cabeza de familia no sale de la depresión que le causó la revelación pública de su conducta inadecuada. Hablo, por supuesto, del minero asturiano Fernández Villa, el tipo más carismático de la fiesta de Rodiezno, con la que Zapatero abría todos los años el curso político.

La primera vez que le dio la llorera, nadie sabía qué le pasaba ni siquiera el presidente.


Vean aquí como lo conforta Alfonso Guerra, con gesto paternal.


Pero ya saben ustedes que, tanto Guerra, como Cándido Méndez son lo suficientemente listos cómo para darse cuenta de que allí olía muy mal.


Otro sitio donde olía muy mal es la Iglesia. Hasta que llegó el Papa Curro, abrió las ventanas y ventiló, allí no había quien parase.


En los partidos castosos tienen que abrir también las ventanas. Si no, se acabarán llevando sorpresas desagradables. Fíjense en la cara que se le puso al del bigote cuando se enteró de lo que les había sisado Bárcenas. 


 Sean felices si pueden.