domingo, 18 de junio de 2023

1.230. El aterrizaje del ánade real

Les dije que a la vuelta de París había aterrizado en mi realidad de abuelo hiperactivo con la misma velocidad que los ánades cuando caen sobre una superficie de agua y siguen hacia delante a toda velocidad. Para que entiendan a qué me refiero, les pido que vean un breve vídeo en el que se observa al principio lo que yo les digo. Después se puede ver llegar a un par de gaviotas que empiezan a joder a los pacíficos patos. También a mí me han aparecido algunas de estas gaviotas cansinas. Pero vamos por partes. Primero vean el vídeo. Para eso han de pinchar AQUÍ.

Empecemos por el viaje de vuelta, un ejemplo de que, a veces, una cosa que está yendo fenomenal, de pronto empieza a ir mal y no hay forma de enderezarla. Las cosas empezaron a fallar en el tren de vuelta de Ámsterdam, un tren de la compañía belga de ferrocarriles que ya en otras ocasiones les he mostrado que no son un ejemplo de eficiencia. El recorrido tenía dos trayectos, uno Ámsterdam-Bruselas y otro Bruselas-París. Tenía 45 minutos para hacer el cambio de tren. Pero nuestro convoy estuvo parado en la estación de Amberes más de una hora. Así que perdimos el transfer. Ya en la estación de Bruselas, un grupo de frustrados viajeros nos arremolinamos con nuestros equipajes en torno a un interventor o jefe de estación con su uniforme azul oscuro impecable.

El mayor problema lo tenían los que regresaban a Londres, con el llamado Eurostar. A esos los separaron hacia la estación, mientras que a los que íbamos a París nos dirigieron a un andén en donde estaba por llegar otro tren. Éramos pocos, pero nos encomendaron a que negociáramos individualmente con el jefe del tren, que llegó enseguida. Era un francés atildado, de barba entrecana bien recortada y aire general de savoir-faire. Cuando me llegó el turno, le dije a mi modo torrencial que yo necesitaba llegar a París esa tarde, que no quería pagar ni un euro extra, puesto que no había sido culpa mía perder el tren y que a cambio declaraba que no me importaba lo más mínimo viajar de pie o sentarme en el suelo con tal de que me llevaran a París. Me escuchó con paciencia y, con un gesto inequívocamente afirmativo, me contestó que estaba muy bien que no me importase ir de pie, porque así era como iba a viajar: el tren tenía todos sus asientos ocupados y sólo me podía ofrecer viajar en el bar con todos mis compañeros de viaje de Ámsterdam, como pudiéramos acomodarnos.

De Bruselas a Paris es un viaje corto, en el que hicimos por colocarnos, con la ventaja de que podíamos pedirle una cerveza a la señora del bar. Llegué a casa de Kike a media tarde y, como les conté, esa noche invité a cenar a mis anfitriones en el restaurante Le Petit Marché, en el Marais, a modo de despedida y agradecimiento por su hospitalidad. El tema de la pérdida de la conexión en Bruselas era ya un signo de que no estaba precisamente en una buena racha, pero no esperaba que la cosa fuera tan grave. El martes 6 de junio me despedí de Kike y su chica y bajé con tiempo a coger el RER al aeropuerto Charles De Gaulle. El RER está últimamente bastante mal, con interrupciones continuas por obras y huelgas puntuales. Kike me contó que, cuando él tiene que salir en viaje de trabajo, su empresa le paga un taxi al aeropuerto, porque no se quieren arriesgar a que pierda un vuelo por los problemas en el RER.

Mi amigo Alain me contó que los sindicatos franceses son muy potentes, que tienen mucho dinero lo que les permite disponer de unas cajas de resistencia poderosas para las huelgas estas interminables que están organizando contra Macron por el tema de la edad de jubilación. Y me pronosticó que en cuanto llegue el verano la cosa se parará, porque los trabajadores querrán cogerse sus vacaciones, y volverá a arreciar en el otoño (recuerden los proverbiales otoños calientes de antes). También me viene a la memoria la frase demoledora de mi amigo Philippe Billot: Francia es un país en vías de subdesarrollo. Bien, todo va mal en Francia, especialmente en sus servicios públicos y yo perdí bastante tiempo en el RER, pero llegué a tiempo al aeropuerto. Había hecho el check-in on line el día anterior, contaba con mi tarjeta de embarque y me dirigí a la zona en la que te hacen la revisión de seguridad. Pero para acceder a ella, había que pasar por un lugar en el que una señora con el uniforme de Air France te daba o no paso, un poco aleatoriamente: tú sí, tú no. Y me tocó que no.

La cosa no es aleatoria del todo, la señora le echa un ojo a tu equipaje y decide si tienes pinta de ir o no demasiado cargado. Yo llevaba lo mismo que había traído desde Madrid, con el añadido de un par de regalos para África, tres o cuatro libros que le había prestado a Kike y me traía de vuelta, un libro sobre Le Havre que me había regalado Lluis y alguna cosa más. Me pasaron a un lugar de medida y pesaje. La maleta cumplía las dimensiones y peso requerido, pero al añadir mi maletín con el ordenador y los libros, el peso se pasaba en tres kilos. ¿Solución? Tenía que facturar la maleta. Lo cual me suponía salirme de allí y acudir al mostrador de facturación, donde había la cola previsible. Pensé que el tema se solucionaría pagando un recargo, como suele hacer Ryan Air, pero la cosa me salió gratis. Yo tenía derecho a facturar mi maleta y el maletín que me quedaba ya cumplía los estándares de peso y tamaño.

Volví donde la señora de ojo de águila, que esta vez me dirigió hacia los muelles de la seguridad. Aquí todo fue bien, llegué a la puerta de embarque y, como aun tenía un poco de tiempo, me acerqué a un Paul a tomarme un gran bocata con una cerveza Heineken de 50cc. Y volví a la puerta de embarque, donde ya se montaban las colas de los impacientes por entrar los primeros. Diez minutos antes de la hora prevista para empezar el embarque, el tipo al mando del tema cogió el micro y anunció una información importante para los pasajeros del vuelo a Madrid. La información era que el vuelo se acababa de anular por una huelga inesperada de los controladores aéreos. ¿Saben por qué? Sí, han acertado: por la ley de Macron que retrasa la jubilación a los 64. Protestas, viajeros indignados, gritos. El tipo mantuvo la calma y dijo que los vuelos de esa tarde a Madrid estaban todos llenos. Que los pasajeros que tuvieran domicilio en París se fueran por favor a sus casas, donde en unas horas les mandarían un e-mail con instrucciones al respecto. Los otros, que esperaran.

Yo le informé que mi domicilio está en Madrid y, por tanto, me quedaba por allí. Un mexicano con aires de experto en estas lides y cierto punto de liderazgo, proclamó que a partir de ahora nos pondrían diversos anzuelos para ver si nos íbamos, y así ahorrarse el hotel de cuanta más gente mejor. Por el contrario, el empleado de Air France, una vez que se fueron los parisinos, nos guio a una cinta de esas por las que suelen salir los equipajes, para recuperar lo facturado. Mi maleta salió enseguida y el tipo me mandó a la ventanilla 1, que estaba en el piso de arriba. Al llegar, resultó que el número de vuelos anulados en aquel momento era como de quince y había una cola única para los pasajeros de todos ellos. Me puse a la cola y, un rato después, detrás de mí había una hilera como de un kilómetro de viajeros chasqueados y cabreados. Había cinco puestos de atención, pero la cola apenas avanzaba.

Media hora después, me sonó el móvil. Mensaje de Air France. La compañía me ofrecía un billete para el vuelo del día siguiente a la una. Si me parecía bien, podía sacar allí mismo la tarjeta de embarque en papel, o pedirla on line. Inmediatamente me salí de la cola y fui a por esa tarjeta de embarque. La alternativa era estar toda la tarde allí haciendo cola, para que luego me llevaran a un hotel impersonal, de esos que hay al lado de los aeropuertos para estas contingencias. Otra persona, quizá se hubiera quedado: no, no, que se jodan y que me paguen una noche de hotel. Pero yo no soy de esa clase. Avisé a Kike que me volvía, cogí el RER, que esta vez fue como la seda, y a media tarde estaba de nuevo en la casa de mi hijo. Ellos habían quedado para cenar fuera con unos amigos y la chica me propuso anular la cita para quedarse conmigo. Me negué en redondo. Pero es que me da rabia dejarte solo. Me puso la respuesta a huevo: yo estoy solo todo el año, querida.

Descansé un rato, me cambié de camisa y salí a pasear por París. Me acerqué a la zona más ancha del Canal de Saint Martin, llena de terrazas de bares y restaurantes a los dos lados. Encontré una terraza italiana y me senté a tomar un Aperol Spritz, mi coctel favorito. Como el sitio me gustó, ya me quedé allí y me pedí un risotto con pollo y setas que estaba bastante aceptable. Ya anocheciendo, terminé la vuelta completa al canal y regresé a casa. Mis anfitriones llegaron tarde procurando no despertarme. Y el miércoles repetí la historia, como en el día de la marmota. En previsión del tema del exceso de peso, repartí mis cosas en tres equipajes, utilizando la mochila que tenía y que había usado en mis escapadas a Normandía, a Lille y a Ámsterdam. Facturé la maleta y me quedé con el maletín y la mochila como equipaje de cabina. El vuelo se retrasó una hora y yo ya estaba de los nervios, pero al final salimos. Por cierto, en el pasaje no descubrí a ninguno de mis compañeros del día anterior.

El problema con el retraso de un día es que el miércoles había quedado en recoger mi coche nuevo por la mañana y a comer con una amiga a mediodía. Tuve que anular ambas citas. Mi vuelo llegó con retraso y encima tuve que esperar una hora a que saliera mi maleta facturada por la cinta correspondiente. Así que, me cogí el Metro-tren-Metro (ya saben que soy alérgico a los taxistas) y llegué a casa con el tiempo justo de ducharme, cambiarme y salir cagando leches a Palomeras, en donde tenía clase con Henry Guitar. Como les he dicho, estamos preparando una audición para las familias de los alumnos, con tres guitarras y batería. Yo me había perdido dos clases, pero me incorporé con energía y Henry se quedó muy contento. Y por la noche llevé a mi amiga, la de la comida fallida, a cenar a las Bodegas Rosell. Volví a casa reventado.

El jueves 8 tenía programa completo, así que no pude acercarme a recoger a Tarik. Tuve inglés por la mañana, yoga a mediodía, comida en el Ricla y, a renglón seguido, la inauguración de la exposición de dibujos de mi amigo Mauro Gil-Fournier, arquitecto y humanista, autor del libro Las casas que me habitan, en el que le hice una corrección ortográfico-sintáctica y cuyas ilustraciones, con otros dibujos posteriores, constituyen el grueso de la exposición. El artista habló un buen rato explicando y presentando la exposición y luego sacaron unas cervezas y unos sándwiches. Pasé una velada muy agradable. Y, por cierto, esta exposición está junto al Palacio del Duque de Liria, en Argüelles, a donde fui y volví a pie. Ya van comprendiendo por qué les digo que he aterrizado en mi realidad a la manera de los ánades reales.

El viernes 9 fue otro día bien completito. Por la mañana cogí el Metro para ir a casa de África a recoger a Tarik. Más de una semana después de eso, ya les puedo confirmar que el gato se ha adaptado a las rutinas de mi casa como si nada, después de 17 días de exilio. Un exilio en el que yo creía que Ulises y Mina le habían marginado y zurrado a conciencia y resulta que fue al revés: era él quien se iba a por los otros a montar pendencias, de las que salía a veces escaldado, de hecho lo recogí con un buen arañazo en el morrito. Lo llevé de vuelta en un taxi (no es cosa de que el pobre animal pague mi alergia a los taxistas). No pude hacerme comida, así que bajé al Matilda, que siempre te saca de un apuro. A primera hora de la tarde cogí mi coche viejo y me dirigí al concesionario de Doctor Esquerdo a cambiarlo por el nuevo. El tema me llevó una hora más o menos. Con mi flamante Toyota Corolla volví al garaje y lo dejé allí aparcado. Entonces caminé hasta la calle Cervantes.

Allí, en la pensión Cervantes, me esperaba mi amigo Gonzalo López, residente en San Diego (California). Es un trotamundos incansable, pero desde la pandemia no había vuelto por Madrid. Y se iba ya de vuelta al día siguiente. Subí un momento a saludar a su mujer Judy, que no se venía con nosotros, ocupada como estaba con la confección de las maletas. Ellos habían estado primero en París y luego nos habíamos cruzado. Con un tercer amigo, que se llama Miguel, nos dirigimos primero a La Venencia, a tomarnos unos manzanillas. Luego nos acercamos a la Plaza de Santa Ana, que estaba petada de gente (el Friday night) y con un barullo considerable, por lo que buscamos una alternativa más tranquila en la Plaza de Matute. Allí la seguimos con unos verdejos de Rueda bien fríos y algunas cosas de picar. No acabamos cantando el Asturias patria querida de milagro. Aquí pueden ver una foto mía con mi querido Gonzalo y otra de los tres.


El aterrizaje del ánade seguía a todo trapo. Sin dejar de deslizarme por el agua, el sábado 10, conjuré la resaca con un triple café y me dirigí a la academia de yoga, para una sesión de recuperación de la clase perdida el lunes. Luego me fui a casa a ver el último partido del año del Dépor femenino, en el que el equipo se quedó a falta de un gol para subir a Primera, un destino que parecen llevar predeterminado todos los equipos del Dépor. Y dediqué la tarde a escribir mi post sobre la conexión holandesa, que terminé ya de noche. El domingo por la mañana cociné un pollo al ras el hanout y con ese guiso me monté en mi brand new car y me dirigí al norte de la ciudad. Allí me pasé el resto del día haciéndole compañía a un amigo que está bastante malito, por lo que los colegas hemos organizado un turno para que no esté nunca solo ni le falte de comer mientras transcurre el duro trance.

Por cierto, esa tarde seguí por redes el partido del Dépor de chicos, que también se quedó sin ascenso, en este caso a Segunda, después de que le sucedieran todas las desgracias que se pueda uno imaginar. Así que seguirá un año más penando en Tercera. Nuestros rivales ya se cachondean y nos han rebautizado como el Depresivo de La Coruña. Este asunto habría que englobarlo ya en la parte de las gaviotas cansinas que me andan picoteando una vez que he logrado estabilizar el aterrizaje. En este apartado reluce con brillo especial la mierda de tener que hacer la Declaración de Hacienda. Como todos los años, se me ha quedado para el final (esta vez por el viaje) y entre juramentos y maldiciones sigo proclamando que no entiendo por qué hemos de hacer cada año logaritmos neperianos para esta gilipollez. ¿No podrían descontarnos lo que corresponda a lo largo del año?

Ya sé que no y también sé por qué. Esto es muy complicado por la misma razón que las licencias de edificación. Porque en medio de ese barullo, surgen listillos y poderosos que sacan ventaja. Y hasta gente que vive de eso. Yo este año he encontrado por fin  alguien que me la hará por 70 euros. Por lo demás, mi segunda semana ha sido ya algo más tranquila, aunque he tenido yoga, inglés y guitarra. Hasta el viernes, que abajo les cuento. La verdad es que lo de Hacienda y algunos otros temas que no cuento en el blog, me inducen un estrés suplementario que me tiene bastante harto. Menos mal que el gato me ayuda a tranquilizarme. Incluso hace conmigo las cucharitas, como pueden comprobar en la foto de abajo. Digo yo: ¿no podría enseñarle a Tarik a hacer la Declaración de la Renta? Es muy listo y podría. Llegará un día en que esto lo haga un robot y tan panchos. Desde luego, como tengan que esperar a que aprenda yo a hacerla, van dados.

Anteayer viernes, bajé caminando hasta la puerta del Matadero, donde estaba citado con mi amiga la traductora del coreano Mia Li. La acompañaban tres ingenieros de la Korean Expressway Corporation, una empresa pública de construcción de autopistas que tiene en proyecto una especialmente contestada por la población (según me contaron), por lo que han decidido venir a Madrid a ver cómo fue eso de la Calle 30 y Madrid Río. Estos tres son en realidad una avanzadilla con los que hice un ensayo de la visita al parque. Desde aquí se van a Paris a visitar otras obras y proyectos. Y el viernes que viene, volverán a Madrid, esta vez con el CEO de la empresa, señor Jingyu Ham, y otros cuatro o cinco. Alquilarán un minibús que los llevará a Pirámides, donde yo les esperaré a las 9.00. Y haremos el paseo al revés.

En Legazpi, el minibús nos recogerá a todos y nos llevará a la sede de Madrid Calle 30. Allí yo dispondré de media hora para mostrarles una presentación general sobre el proyecto. Luego, alguien de la empresa les explicará un enfoque más técnico e ingenieril. Y, por último, visitaremos todos el Centro de Control de Túneles y diversas instalaciones de la infraestructura. Para terminar la jornada, nos vamos todos a comer. El señor Ham es amigo del señor Chung, que nos visitó en 2017 y se quedó encantado conmigo. A través de Mia Li me ha localizado de nuevo y hemos vuelto a intercambiar mensajes, en los que le he dicho que tal vez me vaya a verle a Seúl. Pero no adelantemos. Con los del viernes pasado estuvimos dos horas recorriendo el parque. Y al final, me hicieron entrega de mi regalo: un fastuoso paquete de té de ginseng rojo coreano. Le había dicho a Mía que si me traían uno y me contestó que ya contaban con ello, que se acordaba de que en 2017 les había pedido lo mismo.

Volví a casa en Metro, descansé un poco y luego eché a andar en dirección al teatro La Abadía en donde tenía una sesión con mi peña de teatreros. La obra no me entusiasmó, aunque en el grupo hubo división de opiniones. Pero lo importante fue la caña de después. Y que no dudé en volver a casa también andando. Ese día me había tomado a primera hora uno de estos tés coreanos y ya saben que me convierto en supermán. Cuando llegué a casa, mi contador de pasos marcaba más de 25.000. Hasta Tarik se dio cuenta de lo cascado que volvía. Ayer sábado volví a acompañar a mi amigo en malos pasos. Y esta mañana he tenido otra vez yoga de recuperación y torrija con vinito dulce al salir. Después he completado la información que necesito para la Declaración de Hacienda, que espero dejar lista este martes. Y me he puesto a escribir para ustedes. Mientras estoy ocupado con esta hiperactividad, la vida sigue y, por ejemplo, suceden cosas como que se muera Berlusconi. El rey del bunga-bunga. Les dejo de despedida una imagen idealizada del entierro que hubiera deseado este caballero lamentable. Sean buenos como mi gato. 



2 comentarios:

  1. En un futuro no muy lejano, los robots no solo nos harán la declaración de la renta, sino que tal vez se ocupen de las licencias de obra y las diferentes providencias judiciales, que sin duda resolverán con mucha más presteza que los chupatintas y pasantes de los juzgados actuales. La burocracia quedará en manos de los algoritmos.

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    1. Pues la verdad es que para los trabajos cutres y rutinarios para los que pagamos todos los ciudadanos a unos funcionarios de manguito, que encima nos putean y nos tratan como a ignorantes, casi mejor que se ocuparan de eso unos robots, que son insensibles y no tiene corazón, pero quizá sean más eficaces.

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