Escribo ya desde Madrid, felizmente incorporado a mi rutina ordinaria tras completar mi viaje a las Europas. Así que continuaré con mi relato en el punto en que lo dejamos el otro día. El 8 de noviembre, undécimo día de mis andanzas por el mundo, me levanté en casa de Tangi a las 8.00 y bajé a desayunar a las 9.00. Ese día, mi anfitrión me lo dedicaba entero para hacer una excursión por determinados lugares no muy lejanos, pero para los que se requería el coche, todos ellos con algún tipo de interés urbanístico, arquitectónico, histórico o social. Salimos por la carretera que se dirige hacia el oeste y recalamos en primer lugar en Guérande, un pueblo vinculado a una de las mayores salinas naturales de Europa. Allí se lleva extrayendo sal prácticamente desde los romanos, mediante técnicas ancestrales, que requieren trabajar todo el año, para recoger la sal en verano. Y, en el interior del pueblo, hay una ciudadela medieval amurallada, una de las mejor conservadas de Francia, junto con la de Carcassone.
Paramos a tomar un café en el pueblo y visitamos la ciudadela, en cuyo centro hay varias iglesias, destacando la Colegiata del siglo XV. A continuación recorrimos la zona de las salinas, en donde hay un pequeño museo con tienda, donde se puede comprar sal de los dos tipos que se obtienen: la normal, de color grisáceo y perfecta para cocinar, y la llamada flor de sal, blanca, que es la que se obtiene primero y está más recomendada para ensaladas, tostadas y carnes a la brasa. Tangí se compró un tarro como de dos kilos de la normal y yo dos saquitos de flor de sal, uno para mí y otro para mi hijo Kike, que es un gourmet. De hecho, cuando le di su regalo al día siguiente, me reveló que él cocina siempre con sal de Guérande. En estos momentos preinvernales, el trabajo en las salinas se centra en reparar las balsas que estén deterioradas, lo que requiere desecarlas y forrarlas bien con arcilla negra. Vean unas primeras fotos de la ciudadela y del museo de las salinas.
Seguimos nuestro recorrido por La Boule, un antiguo pueblo vinculado a un balneario, que está junto a la playa más larga de Europa. Con semejantes atributos, se ha convertido en lugar de veraneo de muchos parisinos, que están a pocas horas en coche, es conocido que François Mitterand veraneaba aquí todos los años. La playa es inmensa, tiene una arena muy fina y al parecer el agua no está demasiado fría en verano. Resultado: todo el frente de la playa está edificado con bloques de apartamentos de unas siete plantas, apretados unos contra otros, con una imagen similar a la de Benidorm o los demás pueblos de la costa levantina española. La imagen es un poco lamentable, pero es lo que ha dado nuestra sociedad occidental en las últimas décadas. Como de costumbre, una vez perpetrado el desaguisado, los impuestos de los propietarios de tantos pisos, han permitido al Ayuntamiento remodelar el paseo marítimo y lo han dejado precioso, si no se mira a los edificios. Nada muy diferente de lo sucedido por ejemplo en Benidorm o Laredo, dos lugares que conozco y que tienen unos paseos marítimos fastuosos.
El paseo marítimo de La Boule termina por el sur prácticamente frente a la ciudad de Saint Nazaire, con una plaza de remate en donde hay diversos kioscos de bares y restaurantes bastante bien resueltos urbanísticamente. En uno de ellos paramos a comer, porque en Francia hay que comer a la una, si no quieres que te cierren los restaurantes (salvo en París). Aquí también impuse lo de pagar yo como condición sine qua non y nos zampamos unas tartes flambées, que son una especie de pizzas finísimas y crujientes, típicas de Alsacia, que yo conocí cuando visité a mi hijo Lucas en Nancy hace una eternidad. Por supuesto, con la correspondiente bière pression 50. Una foto más del restaurante donde comimos.
Y nos fuimos a ver Saint Nazaire. La historia de Saint Nazaire ya la conté hace diez años con motivo de mi anterior visita a Nantes, pero no me importa repetirla porque es muy interesante. Tradicionalmente, Nantes era un puerto muy importante para el comercio marítimo, incluso el de esclavos, como ya les conté. Nantes está metido unos 40 kms. río arriba en la desembocadura del Loira. Pero el Océano Atlántico tiene mucha fuerza aquí y muchas veces avanza incontenible hacia el cauce del río en función de las mareas. Yo he visto (en Nantes) el río yendo hacia atrás (lo digo así para que me entiendan). Este cachondeo del agua yendo arriba y abajo, genera bajos arenosos cambiantes en el cauce, que hacen la navegación muy peligrosa. Por eso Nantes debió dejar de ser puerto y construir otro en la desembocadura, algo parecido a lo que sucedió con el Guadalquivir: los barcos grandes ya no pueden remontar el curso hasta Sevilla, en este caso separada 100 kms. de la desembocadura.
A mediados del siglo XIX, se construyó el pueblo de Saint Nazaire, hasta entonces una aldea de pescadores de unos 500 habitantes, pero a partir de entonces un importante puerto con astilleros que creció hasta ser una verdadera ciudad portuaria, recia y obrera, como Rotterdam, Le Havre, Vigo y tantas otras. La ciudad estaba toda ella orientada a la gran esclusa por la que se botaban los grandes buques fabricados en el astillero, tanto civiles como militares. Pero llegó la Segunda Guerra Mundial. Y, cuando los nazis ocuparon el norte de Francia, construyeron allí una de las cinco bases gigantes de submarinos, que dispusieron a lo largo de toda la costa francesa. Y la situaron justo encima de la esclusa, supongo que por motivos prácticos y un poco también por joder. La base está formada por catorce hangares paralelos, dispuestos en perpendicular a la desembocadura del Loira y cubiertos por un techo de hormigón armado a prueba de bombas, nada menos que de 8 metros de espesor, lo que compone un conjunto de 300 por 130 metros.
Llegó entonces la última fase de la guerra, con los alemanes retrocediendo y perdiendo poco a poco todo lo que habían conquistado. Saint Nazaire y su base fueron la última zona que los aliados consiguieron liberar del yugo nazi. Y en ese arreón postrero, la zona fue batida por los bombardeos de la aviación inglesa. Pero se ve que eran un poco torpes o les fallaba la puntería. Ni una sola bomba cayó sobre la base, de lo que da fe su techo inmaculado. En cambio, las bombas aliadas destruyeron completamente Saint Nazaire. Acabada la guerra, la ciudad se reconstruyó por completo, merced a los fondos de ayuda del Plan Marshall, pero el nuevo callejero se organizó al revés que el anterior, es decir, mirando hacia el océano y dando la espalda a la ignominiosa base de submarinos nazis, cuya entidad constructiva impedía pensar siquiera en acometer su demolición. Hasta hace unos veinte años, Saint Nazaire estaba totalmente volcada hacia el norte, los pisos más baratos eran los del borde sur, que daban a un enorme descampado justo delante de la base. Era esta lugar de prostitución, menudeo de drogas y otros usos propios de las zonas degradadas.
Entonces se decidió cambiar el concepto. La ordenación de toda esa zona se adjudicó por concurso al prestigioso urbanista catalán Manuel Solá-Morales, el cual propuso recuperar la base para todo tipo de usos culturales y recreativos, crear una plaza cívica delante y completar el antiguo descampado con un centro comercial que a su vez conectaba con la ciudad. En un lateral de la plaza, una gran pasarela que tiene debajo más comercios y usos mixtos, conecta directamente el pueblo con el techo de la base, en donde hay ahora numerosas terrazas de bares, juegos de niños y usos similares. Hace diez años yo visité esta zona que empezaba a ordenarse y dejé testimonio en el blog. Ahora es una zona perfectamente integrada en la ciudad, con la base llena de teatros, salas de conciertos y oficinas aprovechando los antiguos hangares de los submarinos, por donde uno se encuentra colegios que la visitan, turistas y gente corriendo o paseando. Algunas fotos de la base.
El concepto estético es bastante similar al del Matadero de Madrid, con los muros y techos mantenidos en su estado original sin restaurar, contrastando poderosamente con los nuevos elementos añadidos. Tangi y yo dimos luego un paseo por el centro de Saint Nazaire, ciudad que encontré muy regenerada desde el punto de vista urbanístico, sobre todo porque la universidad local, que estaba a las afueras, ha decidido instalar un segundo campus en el centre ville, y eso le ha dado mucha vida. Tras esa visita, cogimos el coche para dar una vuelta por los astilleros Chantiers de l'Atlantique, donde se fabrican los mayores cruceros del mundo (de hecho había uno en construcción), así como los buques de apoyo logístico para la armada francesa y también barcos militares para otros países, como Egipto. Finalmente, tomamos la carretera a Nantes, trayecto que hicimos bajo un diluvio importante. Ya en casa, Tangí estuvo un rato trabajando en su oficina, mientras yo descansaba arriba. Luego salimos él y yo a recoger el paquete de crepes que mi amigo había encargado para la cena.
Tangi quería homenajearme en mi última noche en Nantes con una cena de crepes y sidra bretona, pero no disponía de tiempo para hacer artesanalmente la masa de los crepes, así que los encargó en un puesto que los vende ya hechos y que él conoce de antiguo. La cena con toda la familia fue fastuosa. Los crepes bretones se elaboran con trigo sarraceno, frecuente en la zona, pero se comen tantos que los campos bretones no dan abasto y han de importarlos de Ucrania. Yo me comí dos crepes salados (jamón y queso con huevo) y uno dulce (chocolate líquido y peras al vino) y allí cayeron dos botellas de sidra bretona que es una maravilla. Como siempre, me dio pena que esta parte del viaje se acabara, pero así estaba programado: no más de tres días en cada puerto. Dormí como un cura y, al día siguiente, duodécima jornada de mi viaje, me levanté a las 8.00 y bajé a desayunar con mi anfitrión como en días anteriores.
Mi tren salía en torno a las once de la mañana, Tangi dijo que él me llevaba a la estación en su coche y, aprovechando que había tiempo de sobra, quiso enseñarme primero el barrio de Bottière Chénai, para que viera cómo había avanzado desde mi anterior visita. Cuando yo lo visité, apenas estaban construidas la escuela y la llamada Mediateca, un equipamiento de rango ciudad previsto en el planeamiento. Les recuerdo que en Francia, la escuela ha de estar construida y en uso antes de que se conceda la primera licencia de edificación de un polígono. En España se pide que las calles estén urbanizadas, que las zonas verdes estén en uso y ceder también las parcelas para los equipamientos, pero sin construir estos. En Francia, a esto se le suma la escuela. Nada mejor que las fotos para ver cómo está hoy el barrio.
Me despedí de Tangi con un gran abrazo y me subí al tren a París, un cómodo TGV que apenas tarda dos horas y que aproveché para rematar y publicar el post sobre mi estancia en Tours. Guardé el ordenador ya a la vista de la entrada de la Gare de Montparnasse. Allí, ya sin las prisas de unos días antes, fui a recargar mi tarjeta y comprobé que aun me quedaban cuatro viajes de saldo desde el año pasado. El Metro me llevó a la Gare du Nord y allí, con la ayuda del Google Maps, conseguí llegar a la nueva casa de mi hijo Kike, que está en un sexto piso sin ascensor, pero no porque sea un lugar cutre, sino porque la escalera, lo mismo que la fachada, está protegida por las autoridades de conservación del patrimonio histórico artístico de la ciudad, que al parecer son tan rígidas como las de Madrid. La escalera, la verdad es que es una pasada, con la barandilla de madera y unos escalones muy cómodos, revestidos de una alfombra roja central que te va acompañando hasta arriba.
La casa de mi hijo es un ático de dos piezas, salón y dormitorio, con un baño a la entrada y la cocina integrada en el salón. Tiene ventilación cruzada este-oeste y el salón da precisamente al pincel de vías de la Gare du Nord, al otro lado del cual se contempla, magnífica, la colina de Montmatre, con el Sacre Coeur en la cima. Mi hijo se había pedido teletrabajar ese día para esperarme sin problemas y hubo de terminar algunos de esos trabajos mientras yo colocaba por allí mis cosas y descansaba un rato. Luego bajamos a dar una vuelta. El barrio en donde está la casa de Kike es como estar en el centro de Bombay o Bangalore: supermercados de productos indios, tiendas de saris, carnicerías halal, bares y restaurantes con los letreros en hindú y una masa abigarrada de gente por la calle, de Pakistan, la India, Bangla Desh y Sri Lanka, con su olor corporal a especias y sus perfumes que lo acentúan.
Acabamos picando algo en un chiringuito libanés que Kike tenía ya fichado, con una buena pinta de cerveza en un ambiente mixto, porque esta zona antes acaparada por los indios, ahora acoge también a muchos vaqueros, del modelo bobo (bourgeois bohème), artistas y profesionales jóvenes, hipsters y modernos de ideología más izquierdista, que buscan pisos baratos en estas zonas y acaban haciendo subir los precios y expulsando a los vecinos originales, como sucede en Lavapiés. Cenamos fenomenal y regresamos andando a casa, con ánimos renovados para subir los seis pisos de escalera hasta el estupendo piso de mi hijo. Los bobos como él llenan la mayoría de los barrios de París, lo que explica que desde hace bastantes años tengan un Ayuntamiento de izquierdas. No como nosotros, que tenemos que aguantar al dúo Ayuso-Almeida. Me quedan tres días de contar de este viaje felizmente terminado, pero eso ya se queda para el último post de esta serie. Sean buenos.
Me temo que se ha liado con las fechas de escritura de los posts. Imagino que el que escribió en el tren a París es ese en el que cuenta su estancia en Tours, disfrutando una barbaridad y haciendo "las cucharitas" con el gato.
ResponderEliminarEfectivamente, gracias, ya está corregido.
EliminarUn paquete de la sal que señalas vale casi 20 euros. Cara de narices. Vamos a tener que seguir con la de Cadiz, que también tiene su aquel.
ResponderEliminarMari, a mí me costó cada paquetito de flor de sal cinco euros. Por eso me pillé dos, uno para mi hijo. Imagino que en Francia es más barata que aquí y en la propia explotación aun más. Un abrazo, amigo.
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