Mi interludio de calma en Lille terminó finalmente. El
viernes 4 de noviembre, séptimo día de mi aventura europea, mi hijo Lucas me
despertó a las 8 de la mañana como los días anteriores, desayunamos someramente
y salimos a la calle, él con su bicicleta, yo con mis maletas recogidas la
noche anterior. Nos despedimos con un abrazo cariñoso y él salió zumbando con
la bici en dirección a su trabajo. Yo eché a andar con mi troley rebotando por
el incómodo adoquinado de Lille. Contorneé el magnífico edificio de la Bolsa y
me dirigí a la Estación Lille-Flandres. Allí hube de usar el billete de papel
que me habían vendido unos días antes, para acceder al TGV. De camino a París,
me pidieron el billete, en el que constaba que había pagado por él 10€. Y,
lógicamente, me pidieron que mostrara el QR del viaje en el pase Interrail.
En París contaba con una hora escasa para hacer el cambio
de tren desde la Gare du Nord hasta la Gare Montparnasse, de donde salen los
trenes a Tours. El transfer se hace en el Metro, línea 4, que conozco bien.
Pero debía recargar la tarjeta del Metro que tengo desde el año pasado, para
luego sacarme el billete. El trayecto desde el andén del tren hasta el del
Metro es larguísimo en ambas estaciones. Consultando el tema con Lucas el día
anterior, me dijo que no me daba tiempo ni de coña, además con el equipaje no
se puede correr más. Ante eso, me dio un billete individual de los que él
tenía. Llegados a la Gare du Nord, bajé del tren y eché a andar. Con el billete
individual, abrevié bastante el tema. Entré en el Metro, que no está preparado
para minusválidos ni gente con maletas o carritos de niño, y llegué a un andén
abarrotado, con alta proporción de negros enormes. Ya les he contado que en
París, eso de entrar al vagón no se hace ordenadamente como en Madrid, donde la
gente se aparta a los lados para cumplir el precepto antes de entrar dejen salir. O como en Tokio, donde están pintadas
en el suelo las líneas en que se ha de situar la gente que espera y que todo el
mundo obedece.
En Paris, ciertamente, es la guerra. La gente del
andén se pone enfrente de la puerta y, en cuanto se abre, embisten. Es un deporte
de contacto, como el fútbol; unos y otros entran al choque y eso se consideran
cargas legales. Como se te ocurra dudar frente a una puerta o dejar un margen
para que salgan los primeros, entonces el de tu derecha y el de tu izquierda te
adelantan en diagonal a chocarse con los que salen. Al final, yo creo que se tarda
más en el trámite y con más riesgos (por no hablar de los muchos carteristas que
hay al acecho). Como yo me lo sabía, me situé centrado, con mis maletas una en
cada mano. Pero resulta que el vagón iba abarrotado y no se bajó nadie. Así que
yo agaché la cabeza y embestí con todo, hombros, rodillas, maletas, etc. Varios
a mi lado en el andén optaron por esperar al tren siguiente. Para ambientarles
la escena, les voy a poner una música que creo que ilustra perfectamente esta
práctica bárbara. Es el grupo de folk-hardcore de Boston Dropkick Murphys.
Tal cual. Igual que estos energúmenos se orientan
hacia Boston, así entré yo en el vagón de la línea 4 del Metro de París,
estación Gare du Nord. Les diré que llegué a la Gare Montparnasse con margen,
pero allí hay que andar más de un kilómetro hasta llegar a los tornos de
acceso al andén del TGV. Una chica negra de la SNFC se había apiadado del
personal y había abierto un portillo al lado de los tornos para que pasara por
allí la gente mayor o muy cargada. Accedí por esa gatera y resultó que mi vagón
estaba muy al final del larguísimo tren. Caminé hasta el vagón 15, que era el
mío, subí y en mi asiento estaba sentada una señora mayor con el atuendo que
distingue a las musulmanas, aunque con la cara descubierta. Le dije que se
había sentado en mi sitio y contestó que ya lo sabía, pero que el revisor le
había dicho que ocupara ese lugar, al lado de la puerta de salida. Vuelta a
bajar con todas las maletas para buscar al jefe del tren por el andén en medio
de la gente que llegaba, aunque lo localicé rápido.
Era un hombre educado, con su uniforme impecable,
gafas de montura fina y aire reflexivo. Me confirmó lo que decía la señora. Era
un caso de deferencia con una persona con problemas de movilidad que debía
bajarse en una estación intermedia. Si yo insistía en que quería mi plaza, él
le diría que se moviera a otra pero, respetuosamente, me pedía que comprendiera
la situación. Muy bien, lo entiendo, pero dígame entonces dónde me siento. Me
dio las gracias, cogió su bolígrafo y, a mano, tachó el número de vagón de mi
billete y también el número de asiento. Mi nueva plaza era en el vagón 20, el
último del convoy. Caminé deprisa hasta la cola del tren, por un andén en el
que ya casi no quedaba nadie. Subí a mi nuevo asiento asignado, coloqué mis
cosas por allí y me senté. Y, en ese preciso instante, el tren arrancó. Si
Lucas no me hubiera dado uno de sus billetes, o si en la Gare du Nord en vez de
embestir como un carnero merino hubiera esperado al siguiente Metro,
seguramente habría perdido el tren. Una muestra más de que la buena racha aun
no se había terminado.
Llegué puntualmente a la estación de Tours, donde me
bajé del tren, que seguía hasta Nantes. Eran las dos de la tarde y mi amiga
Barbara me había dicho que no podía venir a recogerme hasta las tres, pero que
había una buena cafetería en la estación. La localicé rápido, tenía amplios
ventanales con cristales serigrafiados con el escudo de la cerveza belga Leffe
Blonde que tanto me gusta y, nada más entrar, me saltó a los ojos un cartel
escrito a mano que decía Plat du Jour,
con un precio asequible. Me senté en una cómoda butaca y me atendió enseguida
una señora mayor, de aire maternal, gafas de pasta y un uniforme sobrio con un
mandilón a rayas. Me pedí el plato del día sin saber lo que era y una bière pression 50. El plato resultó ser un
salmón a la plancha con una serie de guarniciones excelentes y de la Leffe
Blonde de medio litro, qué quieren que les diga. A las dos y media, Barbara me
avisó que salía a recogerme. Eso quería decir que vive a media hora de la
estación.
Se produjo entonces una escena típicamente bloguera,
de esas que algunos se creen que me las invento. Barbará es una rubia de mi
estatura, con un tipazo envidiable. Cuando yo la conocí en el año 2000, tenía
28 añitos. Ahora, tiene 50, las matemáticas no engañan. Pero se mantiene
fenomenal. Yo estaba sentado al fondo de la cafetería de la estación, un local
de planta elíptica, con grandes ventanales transparentes y sin cortinas por los
cuatro costados. Y me acababa de calzar una cerveza de medio litro, acompañada
por una comida muy buena, lo que quizá explique un poco las sensaciones que
viví y que les voy a contar. Vi a Barbara en la calle, mientras caminaba hacia
la cafetería, la reconocí enseguida, con su planta de modelo, sus gafas de sol
caladas y su media melena al viento. Abrió la puerta, se quitó las gafas y miró
en todas direcciones.
Desde el fondo le hice señas con ambos brazos. Me
reconoció y su cara se abrió en una sonrisa absoluta antes de empezar a andar
hacia mí. Y entonces, la escena comenzó a transcurrir a cámara lenta, como en
las mejores películas románticas. Barbara caminaba en mi dirección con amplias
zancadas, pero parecía no avanzar. Su melena se balanceaba arriba y abajo en un
movimiento armonioso. Y, con la misma cámara lenta, las miradas de todos los clientes
y camareros de la cafetería parecieron polarizarse hacia la belleza entrante.
¿Quién era esa mujer tan despampanante? Pero inmediatamente esas miradas
viraron con la misma lentitud hacia el lugar contrario: ¿Quién es el afortunado
al que van dirigidas sus sonrisas? Al descubrirme a mí al fondo de la
cafetería, no pudieron evitar un cierto aire de decepción, pero para entonces
Barbará llegaba hasta mí, que ya me había puesto de pie, y nos dimos un largo
abrazo. Sólo entonces, la escena recuperó la velocidad normal.
Le dije que ya había comido y pagado y nos fuimos a
buscar su coche. Barbara vive con su marido Stephan y su hija Victoire en una
casa preciosa del pueblo de Fondettes, a media hora del centro de Tours. Quizá
sea el momento de contar por qué nos tenemos tanto aprecio. Barbará es
licenciada en Políticas, rama de Desarrollo Urbano, por la prestigiosa facultad
parisina conocida por todo el mundo por Sciences Po, de la que sale una élite
que suele encontrar trabajo rápido. Ella lo encontró en el Ayuntamiento de
París, concretamente en el Departamento de Relaciones Internacionales. Corría
el año 2000 cuando el Departamento la mandó a integrarse en el equipo que,
desde un año antes, desarrollaba un programa europeo Asia Urbs, con
participación de París y Madrid, consistente en la instalación en Colombo (Sri
Lanka) de un sistema de información georreferenciada (GIS) como los que ya
teníamos en nuestras ciudades respectivas. El equipo lo dirigía mi también
amigo Philippe Billot, un viejo zorro con una gran experiencia en proyectos de
cooperación similares.
Desconozco cómo fue la conexión con nuestro proyecto,
si a Barbara la forzaron a sumarse para que controlara de alguna forma el
trabajo de Philippe, o si fue ella la que lo pidió. Lo que sí puedo decir es
que con Philippe saltaron chispas desde el principio, lo que derivó en que le
hiciera una especie de bullying muy cruel, al que se sumaban de forma
seguidista la mayor parte de los informáticos que dirigía Philippe y a la que
yo no me sumé en absoluto, porque desde el primer momento viví su presencia
como un soplo de aire fresco. Me solían gustar sus propuestas de darle un mayor
encanto y glamour a nuestro proyecto, que Philippe, que era un estoico,
desechaba casi sin mirarlas. En mi equipo de Madrid estaban un par de chicas
que hicieron amistad con Barbara y terminaron por cerrar el círculo. Mis
chicas, salvo alguna ocasión excepcional, no querían viajar a Colombo, de modo
que Barbara y yo compartimos varios de estos viajes en los que nos apoyamos
frente al acoso del resto de la parte francesa.
Tengo el recuerdo preciso de una escena mágica en
nuestra penúltima misión a Colombo. Philippe había propuesto tomar un
apartamento en el centro de la ciudad para los quince días previstos para ello,
de forma que tuviéramos una cocina y pudiéramos desayunar juntos y hasta cenar allí.
Esto es una buena idea si vas a un país occidental, pero no tanto en un lugar
como Sri Lanka, donde te puedes encontrar desde problemas con el agua y la luz, dificultad de encontrar material para las comidas, hasta cucarachas y otras incomodidades. Pero a Philippe le gustaba esa especie
de autenticidad cutre, que el presupuesto del proyecto no exigía. Barbara pidió
ir a un buen hotel y yo la apoyé. Ella y yo nos inscribimos en el Galadari, un
hotel de lujo a todo trapo, con una piscina magnífica y acabamos viajando en un
vuelo diferente del de los demás, no recuerdo a cuenta de qué. Barbara fue
llorando la mayor parte del interminable trayecto, no le apetecía nada estar
quince días en el ambiente casi irrespirable que Philippe imponía para ella, en
el que yo era su único apoyo anímico.
En un momento dado, empezamos a sobrevolar los
atolones de Maldivas, donde íbamos a hacer una escala para cambiar de avión.
Barbara, que iba junto a la ventanilla, vio desde arriba aquella especie de
paraíso, apoyó la cabeza en mi hombro y dijo: ꟷEmilio, esto es una
maravilla, por qué no nos quedamos aquí tú y yo y mandamos a la mierda al resto
del mundo. No hablaba en serio, por supuesto, ni yo lo entendí en ningún
momento como algo más que un simple desahogo. Pero estas cosas se le quedan a
uno grabadas y yo escribía por entonces unos diarios sobre mis aventuras en Sri
Lanka, que en cierta forma anunciaban lo que vendría después: fue durante esos
viajes cuando mi vida empezó a ser un blog. Después de terminado el proyecto,
nos perdimos un poco de vista. Yo iba a París de vez en cuando, pero mi
contacto y mi principal amigo era Philippe, que pronto se jubiló. Barbara
volvió a Relaciones Internacionales y a mí me sorprendía cuando yo le anunciaba
a Philippe que iba a pasar por la ciudad y le decía que por qué no reuníamos al
viejo equipo para comer juntos. Su respuesta era: qué bien, porque yo no los
veo nunca, nada más que cuando vienes tú.
Por mi parte seguía teniendo algún contacto con
Barbara. Cuando gané el premio de novela corta Encina de Plata, le mandé un
ejemplar del libro, que se leyó entero para practicar su español y que todavía
recuerda con admiración. Supe luego que tenía pareja, que estaba embarazada y
que finalmente había dejado el Ayuntamiento para seguir a su pareja a Tours,
donde él tenía una oferta de trabajo muy buena, y criar juntos a su hija. En las
navidades de 2019, vinieron los tres a Madrid y les acompañé a visitar Madrid Río
y al Museo del Prado, como quedó reseñado en el blog. No sospechábamos entonces
que estaba a punto de llegar una pandemia que cambiaría nuestras vidas para
siempre. Cuando le hablé de la posibilidad de venir a visitarla a Tours, se
puso muy contenta. Barbara se dedica ahora a la decoración, algo que siempre le
gustó. Pero no es un hobby; ha hecho una serie de cursos para tener la cualificación
necesaria y ha registrado una empresa a su nombre, que poco a poco va
arrancando y cuya información recibo por Facebook con regularidad.
Llegamos a la casa que es magnífica, Barbara la ha diseñado hasta el último detalle. Stephan estaba trabajando y volvió justo para la hora de la cena, a pesar de ser viernes, lo que da idea de su régimen laboral. Por allí andaba Victoire, a la que vi bastante cambiada. En 2019 tenía 8 años, era una niña feliz que iba sobrada en el cole y hacía toda clase de actividades extraescolares, que me explicó en detalle: los lunes hip-hop, los martes zumba, los miércoles teatro y así toda la semana. En Madrid Río probó uno a uno todos los toboganes y tirolinas que nos encontramos. Y se reía a carcajadas todo el tiempo. Ahora, con 11 años, ha empezado a intuir lo que se le viene encima por ser mujer, porque es muy lista. En esta época preadolescente se la ve más reflexiva, más observadora, empieza a ir peor en el cole y a competir con su madre en todo, mientras su padre es su ídolo, el cuadro típico. Y para completar la familia está el gato. Se llama Rakan y es un gato noruego, de siete kilos. Vean una foto.
Rakan y yo hicimos buenas migas desde el primer día.
Parece que el mayor inconveniente de los gatos noruegos es su tendencia a
escaparse y perderse. A la vez necesitan pasar tiempo al aire libre. Rakan
tiene un arnés con el que lo atan en el jardín con una cuerda muy larga. Y ese
primer día lo sacamos y nos metimos para adentro. Barbara me enseñó la casa y
el magnífico dormitorio de invitados donde me sentí como un rey. Estaba
colocando mis cosas cuando ví a Rakan por la ventana. Se había librado del
arnés (algo dificilísimo) y andaba por allí libre, intentando cazar un pájaro.
Avisé inmediatamente a Barbara y salimos a cogerlo. Pero el animal se puso a
jugar al pilla-pilla con ambos. Hasta que salió Victoire e impuso su autoridad.
Le dijo a voces que se quedara quieto, el gato obedeció y enseguida lo atrapó.
Esa noche le dejé la puerta abierta de mi cuarto y durmió parte de la noche en
mi cama a los pies. La segunda noche ya durmió toda la noche conmigo, haciendo
una especie de cucharitas. Vean que
no les engaño.
Bien, cenamos juntos los cuatro y me fui a dormir a mi
habitación de lujo, al fondo de la planta baja, donde están el cuarto de estar
y la cocina; los dormitorios de la familia están en la planta de arriba. El
sábado 5, cada uno hacía su programa. Barbara se levanta pronto y se va a la
piscina pública a hacer largos como una loca. Me contó que sale dos veces por
semana a correr y otras dos a nadar, estas en el fin de semana. Me ofreció
acompañarla, pero nadar no estaba entre mis prioridades en estos días. Desayuné
con ella y me quedé por allí con el gato, puliendo mi post anterior, hasta que
se levantaron los demás. Había quedado con Stephan en acompañarlo a pescar a la
orilla del Loira. Estuvimos por allí un par de horas, pero no pescamos nada,
aunque sí hablamos mucho y nos conocimos un poco más. Después cogimos los cuatro el
coche para ir al cercano pueblo de Azay le Rideau, donde hay un castillo
interesante.
Llegamos y fuimos directamente a comer a un lugar de
cocina regional. Allí, Stephan me hizo un regate preciso para pagar la comida
de todos y no lo pude evitar. A continuación fuimos a ver el castillo. Yo
conozco varios de los castillos más famosos del Loira, especialmente el de
Chenonceau que es el más bonito en mi opinión y Chambord que es el más grande.
El castillo de Azay le Rideau es pequeño y coqueto y tuvimos la suerte
de meternos en una visita guiada, con un guía de edad intermedia que era
buenísimo y hablaba un francés de telediario que entendí perfectamente. El
castillo está en medio de un jardín precioso con lagos y paseos muy
agradables. Allí me hice unas fotos con Barbara y su hija, que pueden ver
abajo. Cuando ya se fue haciendo de noche, se empezó a pedir a la gente que se
fuera del jardín y nosotros cogimos el coche de vuelta a casa. Volvimos a cenar
algo de la nevera de Barbara y me fui a la cama para dormir otra vez fenomenal
con mi amigo Rakan.
El domingo 6 el día comenzó como el anterior. Barbara
madrugó para ir a la piscina, yo desayuné con ella, publiqué mi post y me fui
con Stephan a pescar, esta vez al Erdre, que es un afluente del Loira, pero con
el mismo resultado: cero pesca. Aunque sí avistamos muchos pájaros: gaviotas,
cormoranes, herons (garzas), aiglettes (garcetas). Con Barbara nos
entendemos mitad en francés, mitad en español, pero Stephan no habla una
palabra de español y eso me sirvió para mejorar mi vocabulario ornitológico. Me
contó también que los cormoranes son un problema ahora mismo, porque están
protegidos por la Comunidad Europea y no tienen ningún depredador que los
controle. Y, al parecer, atacan en escuadrillas los estanques de las ciudades
con peces de colores y sobre todo las piscifactorías, en las que hacen unas
averías importantes. Y, si los espantas a tiros, lo mismo te ponen una multa
por incívico.
Luego nos fuimos con el coche a Tours, donde yo tenía
el tren a Nantes a las 19.00. El plan era igualmente comer al llegar y luego
ver un poco los monumentos más destacados de la ciudad, hasta que me dejaran en
la estación. Me llevaron a la Brasserie L’Univers, un viejo restaurante art
deco donde comimos fenomenal y donde impuse como condición que pagaba yo. Me
puse muy serio, les dije que si no era así no comíamos y tuvieron que aceptar.
Luego estuvimos paseando por la rue Colbert, eje del centro histórico,
visitamos la catedral y el Musée des Beaux Arts. Y finalmente me llevaron a la
estación donde les dije que no hacía falta que se quedaran conmigo, Victoire
estaba deseando irse y no era cuestión de alargarle el coñazo. Abajo, algunas
fotos más de esa tarde.
Aquí un edificio tradicional de la zona, en la rue Colbert.
Fachada de la catedral gótica de Tours.
Foto que nos hizo Barbara a los demás.
Una tumba de estilo italianizante, que recuerda a algunas de Nápoles.
Un par de detalles más de la catedral.
Y finalmente, un busto del Musée de Beaux Arts que me impresionó por su realismo. Parece de verdad.
Bien, llegué a Nantes en hora y media y allí me
esperaba el gran Tangi Saout, pero eso ya se queda para el post siguiente.
Algunas cosas más sobre esta etapa de mi viaje. Tours es una ciudad de
provincias, bonita y tranquila, cabeza de una comarca agrícola muy rica, por lo
que allí se respira el dinero. No se ven vagabundos, no hay mucha inmigración y
no es difícil imaginar este lugar como un caladero de votos de la señora Le
Pene, porque es normal que en estas zonas la gente sea conservadora, ya que
tiene mucho que conservar. En cuanto a Stephan, es economista y tuvo varios
empleos en París con buenos puestos en empresas potentes. Hasta que le llegó su
gran oportunidad. Le ofrecieron dirigir la parte financiera de una empresa
radicada en la comarca, que se dedica a la fabricación de sillas de ruedas
manuales y es la mayor de Europa. Me contó que fabrican 120.000 sillas de
ruedas anuales, la mitad para Francia y el resto para los demás países de la
Unión Europea.
La demanda de sillas de ruedas es alta en todas partes
(población cada vez más envejecida, hospitales, aeropuertos) y, al parecer, el
mercado de las sillas electrificadas, que se mueven con un botón, está más
copado por la industria alemana. Stephan gana dinero y es un buen tipo, de gustos sencillos, totalmente de fiar, que quiere mucho a su familia. Barbara tiene una casa preciosa,
en una zona segura y tranquila y es feliz aquí. Se llevó una alegría grande cuando
le anuncié que venía y me ha tratado con enorme cariño. En una conversación en
que le mostré mi agradecimiento, ella dijo que para eso tenían la habitación de
invitados y que el hecho de que viniera una persona a pasar unos días con ellos
introducía un factor diferente en una vida un poco rutinaria; por ejemplo, ellos
no van al centro de Tours salvo cuando viene alguien a quien enseñárselo.
Empecé a escribir este texto en casa de Tangí en
Nantes y lo estoy rematando en el TGV que me lleva a París. Para ello he
utilizado la posibilidad que me da el móvil de operar como antena WiFi y
permitirme abrir Internet. Son los pequeños trucos que te dan los nuevos
aparatos que todo el mundo tiene. Pendiente de ver qué pasa en las elecciones
yanquis mid-term, yo sigo desarrollando mi viaje, de momento felizmente; todo
va encajando como un mecanismo delicado en el que nada ha fallado hasta ahora.
Me resta únicamente mi fase parisina con mi hijo Kike, que me espera en su
nueva casa dispuesto a pasar tres días conmigo.
Para la comida de hoy me ha preparado una pasta caccio e peppe, que sabe que me encanta y cuya receta les traje al blog y la pueden encontrar en la etiqueta cocina. Mañana tengo una cita con Alain Sinou para comer y tendremos que encontrarnos caminando en un punto intermedio entre su casa y la de Kike, porque parece que hay una huelga general de todos los transportes, estos franceses siempre están igual. Me dice Barbara que el gato Rakan estuvo un día entero buscándome por todas las esquinas y emitiendo unos marramiaus inequívocos de que me echaba de menos y no entendía por qué ya no estaba más con él. Me lo creo completamente, hicimos muy buena amistad en esos días. Les mantendré informados. Sean buenos.
Está usted disfrutando una barbaridad. Disculpe el chiste: me lo ha puesto a huevo.
ResponderEliminarNada que disculpar. Lo único que siento es que no se me haya ocurrido a mí, hubiera sido un título mucho mejor del post: disfrutando una barbaridad.
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