Aquí me tienen otra vez, recién montado en el tren que
me llevará desde Ámsterdam a Lille, en el cuarto día de mis aventuras. Es martes, 1 de noviembre de 2022, tengo
cinco horas de tren por delante y mi intención es ir escribiendo una especie de
diario de viaje, aprovechando los ratos de tiempo suspendido que los trayectos en tren
facilitan (siempre que no vaya muy lleno), y publicar en el blog lo escrito, post
a post, a medida que los textos alcancen el tamaño crítico, o me encuentre con puntos
en los que venga al pelo cortar el rollo, para dejar capítulos redondos. Les
diré que, si en mi primer día de viaje sobresalieron un par de nombres propios
(Samantha Fish y Sandra, la chica flamenca de los ojos grises), en los días 2 y
3 hay un nombre que brilla con luz propia: el de Tantri, mi querida amiga indonesia
a la que no veía desde hace cinco años largos.
Conocí a Tantri en el workshop de C40 en Portland
(Oregon) en el verano de 2017, una ocasión mágica en la que hice otras buenas
amigas, como Shannon Ryan de LA, o Clare Haley, de Londres. Tantri era la representante del Ayuntamiento de Yakarta en el C40 y yo lo era del de Madrid. Convivimos allí apenas tres días, pero fue suficiente para saber que somos
almas gemelas (soul brothers). Desde
entonces hemos estado conectados por las redes, yo le he contado todo lo
que iba pasando por mi vida, desde mis progresos en el trabajo, mis viajes o
mis sueños, le he mandado mis vídeos de bluesman, le he anunciado mi jubilación y le he confiado asuntos más íntimos. En paralelo, ella me iba contando que seguía
trabajando en el Ayuntamiento de Yakarta, me enviaba algunos de los trabajos que hacía sobre su ciudad, una ciudad que se está hundiendo en el agua, como una metáfora del mundo en que vivimos. Y también me contaba sus historias más personales, correspondiendo a mis confidencias. Me encantan estas amistades transversales: hombre-mujer, viejo-joven, europeo-asiática. Los lazos personales y mentales a veces son más fuertes que las diferencias de culturas. Durante 2019, Tantri tuvo una mala racha, que más
abajo les detallo.
Porque quiero detenerme en esto de las rachas de la
suerte. Dice mi amiga África, que anda ahora por Buenos Aires, que no deje de
comprar lotería, porque estoy claramente en la ola buena del surf. Es cierto
(viaje en business, encuentro casual con Sam en plena calle, nueva amiga de
ojos sugerentes), pero un veterano como yo está lo suficientemente escarmentado
como para saber que la suerte, como ciertas enfermedades, cursa en brotes o,
digamos, en rachas. En ningún momento he presupuesto yo que esta racha me vaya
a durar todo el viaje. Y, además, cuando uno viaja solo, como es mi caso, ha de
estar permanentemente muy atento a todos los detalles. Cualquier faena que te
pase, se magnifica por el hecho de estar lejos de casa, en un país extranjero
cuya lengua no controlas del todo. Eso te hace caminar todo el rato por un
filo, por el que has de moverte con los cinco sentidos muy alerta.
Les pongo un ejemplo (luego aparecerá otro). Cuando
iba a salir de mi casa el sábado, ya con las maletas hechas, en el último
momento decidí no coger ninguno de mis abrigos, sino uno que se dejó mi hijo
Kike aquí hace seis años, cuando dejó de vivir conmigo. Fue una especie
de intuición, estaba allí colgado en el perchero, y de pronto lo vi más consistente, más abrigado y más juvenil. Nunca me lo
había puesto hasta ahora. Salí con él al taxi y enseguida descubrí que tiene
dos bolsillos laterales con la inclinación hacia afuera, para que
no pongas ahí nada más que las manos. En la parte superior hay otros dos
bolsillos que se cargan por arriba, se cierran con dos botones y cuyo compartimento queda detrás del de la mano. Así que yo me mentalicé de usar estos
bolsillos más seguros para el móvil y otros pertrechos y dejar los de abajo
sólo para las manos. Estaba ya en la estación de Bruselas el domingo por la
mañana, esperando para tomar el tren a Ámsterdam, cuando me compré unos
caramelos.
Los caramelos eran para tratar de paliar la ronquera
con la que me había levantado, después de dos horas de dar alaridos y brincos con el puño
en alto en el magnífico concierto de Sam la noche anterior. Guardé los
caramelos en el compartimento seguro derecho de mi abrigo y me senté. Unos
segundos después miré a mi derecha. Los caramelos estaban todos desparramados
por el asiento. El compartimento está completamente descosido por el lateral.
Eso hace que no sea un bolsillo seguro, sino un compartimento herméticamente
abierto, como decía un peluquero muy gracioso que teníamos en el Colegio Mayor.
Me recorrió un escalofrío de terror: yo había llevado el móvil en ese mismo
bolsillo unas cuantas veces el día anterior. Podía haberlo perdido, no sé, si
se me cae en la calle y no oigo el golpe con el ruido del tráfico. ¿Se imaginan
ustedes la tragedia que es ahora mismo perder el móvil? ¿Y encima en el
extranjero? En fin, que esto fue seguramente otro juego de dados de los dioses
traviesos que gobiernan nuestra deriva por el mundo. Y el hecho de que no
deviniera en tragedia es otra muestra más de que sigo en la racha buena.
Pero volvamos a Tantri. Supe por sus mensajes que
había roto con su novio indonesio y estaba bastante afectada. Que luego se
produjo una inundación terrible en Yakarta, que se llevó su coche y lo dejó totalmente arruinado a cerca de un kilómetro. Y que, como efecto secundario de la
inundación, se pilló unas tifoideas como muchos de sus conciudadanos.
Una racha horrible, pero ella es dura como una piedra. Permanecimos en contacto
continuo y, en las navidades de 2019, me mandó un mensaje enigmático: tengo una
noticia que te va a gustar mucho, pero no te la puedo decir hasta que no esté
confirmada. La noticia era que vendría a Rotterdam en febrero, para un curso de dos meses en
el que había conseguido inscribirse. Yo tenía entonces una invitación a dar una
clase en París en el curso de mi amigo Alain. Así que cuadramos las agendas
para vernos en Rotterdam. Incluso habíamos elegido un restaurante para cenar.
Pero ya saben lo que pasó en los meses siguientes.
Llegó la maldita pandemia y yo tuve que devolver el billete de avión que me
había pagado la universidad París-8. Había que encerrarse, hasta ver en qué
derivaba todo. Tantri pasó una verdadera odisea para volver anticipadamente a
Yakarta, en donde, por venir de Europa, tuvo que hacer una cuarentena de verdad, de las de 40 días,
aislada de todo el mundo. Pasó el tiempo y lo siguiente que supe de ella es que
se casaba. Me mandó una invitación a una extraña boda on line, porque su novio era europeo y se había tenido que encerrar en
su tierra. Asistimos a la ceremonia por ordenador un montón de amigos
holandeses, otros tantos indonesios, y yo como una especie de guinda latina del
pastel. Luego supe que tuvieron que hacer esa primera boda para que sus padres la
dejaran irse a Holanda a reunirse con su chico. Indonesia es una sociedad musulmana muy
estricta y una chica necesita el permiso paterno para viajar al extranjero.
Más adelante me llegó un recordatorio (no invitación)
de una segunda boda europea, en la que estaba muy guapa. Después unas fotos
embarazada y luego imágenes de su hija Freya (su marido se llama Holger), a la
que criaba en una pequeña población, a media hora de tren al norte de
Ámsterdam, a donde la había llevado el tsunami amoroso que la arrastró después
de fallar su cita conmigo. Hace tiempo que me dijo que, si un día iba a visitarla, contase con un
bed-sofa en su casa. Cuando me planteé este viaje, conecté con ella para ver cómo nos organizábamos. Me contestó que su hija tenía eczemas persistentes, que se
rascaba y empeoraba la dolencia y que no les dejaba dormir. En esas
condiciones, no me podía ofrecer el bed-sofa. Además, habían pensado aprovechar
el puente del 1 de noviembre para visitar a sus suegros alemanes, a ver si el
cambio de aires le iba bien a la pobre cría.
Le dije que lo entendía perfectamente y que otra vez
sería. Y estaba preparando una alternativa para mis días en Ámsterdam, mi amiga
holandesa Rosa Groen, que igualmente vive cerca de Ámsterdam y a la que también
hace tiempo que no veo. Pero, unos días antes de empezar mis aventuras, me llegó
un mensaje de Tantri: por si sirve de algo, te comunico que hemos suspendido la
visita a los suegros, porque la niña no está lo suficientemente bien; así que,
si no tienes otros planes, puedes venir a vernos. La llamé por teléfono y le
dije que contaba con dos días en Ámsterdam, domingo y lunes. Que prefería
visitarles el domingo y dejarme el lunes para callejear por Ámsterdam. Ya saben que mi
pasatiempo favorito es vagabundear por una ciudad grande sin un destino prefijado
(hangin’ round en inglés, o flâner en francés), una ocupación perfecta
en día de diario. Los domingos, en cambio, son ideales para visitar a una
familia en el campo. Estuvo totalmente de acuerdo conmigo y así quedamos.
El domingo hice el equipaje, dejé el Hotel de La Bourse y caminé hasta la Centraal Station de Bruselas, donde me sucedió el episodio de los caramelos. Allí tuve la suerte de encontrar asiento en el tren. Porque en la siguiente estación, Bruselas Norte, el tren se llenó de gente con equipajes enormes y la mayor parte se vio obligada a ir de pié todo el trayecto. Muchos musulmanes, portugueses e italianos. Parece que son las minorías más abundantes en Bélgica. Reconocí la magnífica estación de Amberes, en donde arrancó una de mis aventuras más inolvidables entre las reseñadas en este blog, que quizá recuerden. Un suicida se había tirado a las vías en una de las muchas estaciones belgas. Y como los belgas son un poco bolos, hubo que esperar a que llegara el juez, levantara el cadáver, etc. y eso colapsó el sistema ferroviario entero durante muchas horas. Yo iba, como hoy, de Ámsterdam a Lille y, tras horas varado en Amberes, conseguí subirme a un último tren que iba hasta Moucron, a unos kilómetros de Lille, porque el maquinista vivía allí, y allí se quedaba.
Me encontré en plena noche en medio de la nada, en compañía de un negro y un borracho local, que cada poco me miraba admirativamente y proclamaba: cuando le cuente yo a mi mujer que he viajado con Einstein resucitado… Finalmente pudimos coger un taxi entre los tres que nos llevó hasta la cabecera del Metro de Lille-Metropol, que es como si en Madrid te dejan en Arganda. Después de que el negro se bajase en una parada intermedia, el borracho y yo llegamos al centro como a las tres de la mañana. Allí me costó deshacerme de mi incómodo colega, empeñado en que nos tomásemos la última porque quería tener el honor supremo de invitar a una cerveza al mismísimo Einstein, y pude por fin reunirme con mi hijo, que me esperaba para ir a cenar a un after hours que controlaba. No sé si recuerdan toda esta batallita. Esta vez pasamos por Amberes sin mayores quebrantos, entramos en Holanda y atravesamos Breda y Rotterdam, lugar este último también lleno de recuerdos blogueros y de antes.
En Ámsterdam caminé desde la estación hasta el cercano Hotel Avenue, atravesando un montón de obras en
la calle. Están renovando el pavimento de las calles principales, llevan ya más
de un año con toda la ciudad levantada y les diré que lo del Topillo en Madrid
es un juego de niños al lado de esté sindiós, que más bien recuerda a las obras de Gallardón. Me inscribí en el hotel, dejé el equipaje
y salí de nuevo hacia la estación, llevando ahora únicamente una de las bolsas de
regalo del merchandising de El Bosque Metropolitano, para Tantri, y el paquete
con el peluche para Freya que había comprado el día antes en una juguetería de
Bruselas, mientras hacía tiempo para el concierto de Sam. Me bajé en la
estación Nieuw Vennep, un apeadero elevado en medio de la nada y caminé quince minutos entre verdes praderas, por una carretera sin arcenes hasta el pequeño pueblo.
Tantri y Holger tienen una casa muy cálida y acogedora, de dos plantas, en la calle principal del pueblo. Tantri está tan guapa como siempre y nos dimos un gran abrazo. Saludé enseguida a su marido y, muy serio, le dije: Holger, you must know something. Tantri is my soul sister, and so, if you are her husband, you are my soul brother too. And that’s for ever. Se troncharon de la risa ambos. Me enseñaron la casa y, un rato después, despertamos a la niña y pude demostrarles la buena mano que tengo con los bebés. Más abajo pueden ver una de las fotos que me hicieron. Tantri había preparado un guiso indonesio vegetariano, sobre el que unos días antes me había preguntado si lo quería muy picante o medio picante. Le dije que mucho, por supuesto. Ella está dándole el pecho a su hija todavía y no sabe a qué se deben sus picores, pero ha eliminado diversos productos de su dieta, además de, obviamente, el alcohol: la carne, los huevos y otros alérgenos conocidos. La niña es todavía demasiado pequeña para que le hagan las pruebas de alergia y no les queda otra que esperar.
Pero ven que se la ve saludable y que estaba muy a
gusto conmigo. Me pareció una niña de carácter fuerte que, sin decir nada, mandaba y que, dentro de unos años,
como se descuiden, les pone firmes a ambos. La cena estaba buenísima y pasamos
un rato muy agradable. En algún momento, Tantri se subió al piso de arriba a
alimentar a la niña y yo me quedé con Holger un buen rato, averiguando que es
de cerca de Leipzig y que es de convicciones anti: las vacunas son una mierda,
un negocio billonario de Pfizer y otras compañías, la guerra de Ucrania es
culpa de los USA, que han acorralado a los rusos y ¿qué se esperaban, que se
quedaran cruzados de brazos? No quise polemizar con él, de verdad me había
caído muy bien y sus opiniones no cambian esa valoración. Ya he dicho en el blog que siempre me he llevado bien con los maridos de las mujeres que he amado. Cuando la niña se
durmió, seguimos de sobremesa y me sacaron un licor japonés sólo para mí, ellos bebían té.
Yo me confié pensando que ellos controlaban el horario
de trenes pero, a las 21.15, de pronto nos dimos cuenta de que debía darme
prisa para coger el siguiente. Me despedí deprisa y corriendo de Tantri, y
Holger cogió el coche para acercarme al apeadero elevado. Llegamos en dos
minutos y le pedí que me acompañara, por si tenía problemas con los tornos.
Desesperadamente, me puse a teclear el móvil para sacar el QR del viaje, pero
mi aparato es bastante lento y más de noche y en medio de la nada. Entonces
escuchamos el tren llegar. Subimos la escalera a la carrera. Arriba, ante los
tornos, yo no había conseguido aún editar el QR y el tren entraba ya a toda
pastilla frente a un andén completamente vacío. Holger reaccionó con rapidez, sacó
su propio abono, lo puso en el torno y me franqueó el paso. Pero el tren se fue a parar bastante más adelante, así que tuve que esprintar para llegar a la
última puerta. Pulsé el botón, me subí y me derrumbé en un asiento. Este es el
segundo ejemplo de lo atento que hay que estar en los viajes, de cómo voy yo
muchas veces por el filo y de que la buena racha parece que aún no se ha
terminado.
Pero hay una incógnita en la historia anterior de
Tantri que les he contado más arriba. Años antes, ella había hecho un curso de su
licenciatura en arquitectura en la universidad de Delft, y conserva muchos amigos de entonces. Para ella fue
una especie de descubrimiento del paraíso que puede ser el mundo occidental
para alguien de Indonesia, aunque sea de muy buena cuna, como me presumo que es
ella. Por eso se había metido en el C40, para cultivar su relación con ese Occidente que tanto le había gustado. Y la incógnita de la historia es: ¿conocía ella a Holger de antes?
Para ser precisos ¿le conocía ya cuando organizamos nuestra cita en
Rotterdam hace tres años? Obviamente, no podía preguntárselo allí en su casa,
con su familia, pero tenía esa curiosidad. No por hacerme mala sangre, tengo
claro que el destino jugó a su favor y la llevó a encontrar una pareja más
conveniente que la que yo podría ofrecerle, es decir, que en este caso los dioses jugaron con dados marcados. Simplemente por tener todos los
datos. Yo soy un contador de historias y tener todos los datos es bueno para
enhebrar bien un relato.
Para eso, tenía que tener un rato largo a solas con
ella y, estando allí de sobremesa, antes de nuestras carreras hasta el tren, se
me pasó por la mente una idea: ¿Y si Tantri se viniera conmigo mañana a
callejear por Ámsterdam? Obviamente tendría que dejarle la niña a su marido
toda la tarde. Yo no podía proponerle eso. Era un pensamiento absurdo. Un
sueño. Pero en este viaje, ya han visto que algunos de mis sueños se van haciendo realidad. Y fue ella la que lo dijo. Me preguntó por mi plan para el día
siguiente. Se lo dije: ninguno, vagabundear por ahí, en una de mis ciudades
favoritas. Me propuso entonces venir y acompañarme en mi paseo. Parecía que ya lo había
hablado con Holger, que no tenía ningún problema en quedarse con la niña.
Ayer lunes por la mañana, salí solo a recorrer las zonas que más
controlo de la ciudad, el Damm, la larguísima Kalmarstraat llena de tiendas de
las marcas más conocidas, como Zara, el mercadillo de las flores junto al canal,
la Konningsplein y la Leidsestraat hasta la Leidseplein, donde está el teatro en
el que en otro viaje entré a ver una función de Angélica Liddle. Si no hubiera quedado con Tantri por la tarde, habría seguido adelante, cruzando el canal, hasta el Rijkmuseum y el Museo Van Gogh. En cambio, me senté a
comer unos espaguetis en una terraza cubierta de la misma plaza, con una pinta
de cerveza Bavaria de presión. Y regresé luego caminando al hotel para descansar un
rato. Quiero mostrarles aquí unas imágenes que tomé durante este recorrido, dos
de ellas de las obras en la vía pública, que harían feliz al Topillo (y a Gallardón), y una tercera que tomé en el escaparate de la tienda de Lego en la Kalmarstraat: una auténtica tía Vinagres hecha con piezas de lego.
Luego bajé a la estación a esperar a mi amiga. Estaba empezando
a caer esa lluvia fina tan típica de Ámsterdam, con la consiguiente humedad que
se te mete en los huesos. Tantri venía hecha un pincel, con una cazadora de
cuero ajustada, unos vaqueros y unas botitas preciosas de medio tacón. Se había
pintado los labios y los ojos. Se había maqueado a conciencia para su tarde conmigo en la ciudad. Echamos a andar y me fue enseñando
sin prisas sus barrios favoritos, como el distrito de Jordaan, que no conocía. Caminamos
relajadamente mientras el sol caía tan despacio como lo hace en estas tierras del
norte. Al final de nuestro periplo nos dio hambre y, antes de volver a la estación, me llevó a un
Falafel vegano, donde nos comimos un bocata en pan de pita delicioso, jugando a añadirle libremente ingredientes del mostrador abierto, unos más picantes, otros sin saber a qué sabrían. Una velada espléndida en una compañía inmejorable.
Y qué hay de la incógnita. Ufff… Recuerden que Tantri
y yo habíamos quedado para vernos en Rotterdam, que ya teníamos hasta el
restaurante pensado. Que ella venía a corazón abierto, tras la ruptura con su pareja anterior. Y que ahí nos arrasó la debacle pandémica. Yo quería saber sólo una cosa: si por
entonces ya conocía a Holger. Me confirmó que no, que apareció en su vida en el
peor momento del terror pandémico y la ayudó decisivamente a encontrar la forma
de volver a su casa en Indonesia. Y en eso sobrevino el flechazo. Desde
nuestra ocasión fallida, yo tenía la sensación íntima de tener una cuenta pendiente con ella. Así
que esta vez hablamos todo lo que teníamos que hablar. Una conversación larga,
abierta y distendida, cuyo contenido no les voy a contar a ustedes, es algo muy
íntimo, sólo les diré que para mí la cuenta está saldada.
Otro tema. Conozco a Tantri muy bien, como a Samantha.
Ella ha vivido siempre en Yakarta, una ciudad enorme llena de vida y de
bullicio, y también de peligros, una urbe apasionante en la que se manejaba perfectamente. Y ahora
está encerrada en una aldea rural, con su marido y su hija a los que
adora, pero a media hora en tren de la civilización. Si quiere un día darse una vuelta por la ciudad, ha de armarse de valor y coger un tren de ida y vuelta. Yo he vivido en Torrelodones y sé la pereza que te llega a dar moverte, y como poco a poco te vas aislando, te vas sintiendo atrapado. Estoy plenamente convencido de que ella propuso venir
a pasar la tarde conmigo más por sí misma que por mí. Era una ocasión única de
salir al mundo, de volver a caminar sin rumbo por las calles de Ámsterdam y,
además, acompañada por alguien a quien aprecia y con quien se siente muy a gusto. Y Holger, que es muy listo, es consciente de que su mujer necesita de vez en cuando un poco de aire y qué mejor que dejarla en manos de un tipo que tiene la edad de los padres de ambos y que parece de fiar. En fin, que, como les digo, pasamos una tarde maravillosa, que rematamos con algunos selfies para la
posteridad. Aquí tienen uno de ellos.
Ya ven qué mujer más encantadora, (los viejos seguidores del blog tal vez recuerden sus fotos conmigo en Portland). En cuanto a mí, con esos pelos recuerdo no tanto a Einstein, como al Doc de Regreso al Futuro. Nos despedimos con un abrazo y caminé de nuevo hacia
el centro, con una melodía de piano sonando insistentemente en mi cabeza.
Necesitaba una cerveza, nos habíamos tomado el falafel vegano a palo seco y
eran emociones demasiado fuertes. Me salió al camino el Grasshopper, un
restaurante de dos plantas junto a uno de los canales de la ciudad, que conocía de otros viajes. Entré y pregunté si podía sentarme a tomar una pinta sin comer nada. Por supuesto que sí. Allí estuve
un buen rato, bebiendo a pequeños sorbos y enredando con el móvil (revisé el correo, le mandé los
selfies a Tantri), rodeado del bullicio de muchas familias cenando. Uno no se siente nunca tan solo como cuando está rodeado de mucha gente. El Grasshopper está en la entrada del Barrio Rojo y, saciada mi sed, de manera natural me interné por sus callejas para un último paseo. Es una visita obligada en Ámsterdam y yo he
llegado a estar hospedado allí, una vez con mis hijos y otra solo. Pero me
marché rápido. Me resultó algo muy cutre, y hasta patético, no era lo que necesitaba en una noche
como esa. A lo mejor es que me estoy haciendo mayor.
Me fui al hotel y traté de identificar la melodía que rondaba por mi cabeza desde el abrazo de despedida con Tantri. Un ostinato de piano arropando a una voz magnífica. La encontré por fin. Es una canción de hace once años, de cuando mi blog no existía todavía. Se trata del Someone like you, el temazo que cierra el tercer disco de Adele. Busquen la letra y tradúzcanla, son unos versos muy ajustados a mi situación emocional de esa noche. No pasa nada, encontraré a otra como tú, te deseo todo lo mejor, sólo te ruego que no me olvides, unas veces el amor dura y otras en cambio hace daño. Tantri es ahora una mujer felizmente casada y, como siempre, cuenta con mi amistad, mi cariño y mi respeto. Y, desde luego, le deseo lo mejor. No creo que un día llegue a leer estas líneas. Si eso sucediera, espero que no le moleste, para mí es una historia hermosa y tenía que contarla. Y también un homenaje a una amiga a la que quiero mucho. Como de costumbre, les exhorto a ser buenos, esta vez desde la casa de mi hijo Lucas en Lille. Continuará.
En este caso, he de decirle que es usted un poco cabrito, dicho con todo el respeto. Nos enreda en una de sus tramas aparentemente ligeras y divertidas y, de pronto, la temperatura emocional empieza a subir y una se ve atrapada en una espiral que se interna en aguas más profundas. Al final, la foto de la chica para darle autenticidad, la necesidad de una cerveza, la urgencia de irse del Barrio Rojo (a mí siempre me pareció un despropósito que fuera una atracción turística). Termina una con el corazón un poco encogido y entonces nos calza usted esa canción, que había escuchado cien veces pero nunca me había interesado por la letra, y ya las lágrimas pugnan por brotar y hay que hacer un esfuerzo para controlarlas, con la ayuda de una cerveza o algo más fuerte.
ResponderEliminarPues muchas gracias, querida, eso es exactamente lo que yo viví y no estaba seguro de haberlo expresado en todos los matices. Veo que me entendió y me alegra. Pero hay que seguir adelante, no vale de nada desanimarse por estas cosas.
Eliminar