En fin, este mediodía he vuelto a mi clase de yoga y qué maravilla: estábamos once alumnos, diez chicas y yo, además de la profe Elena y una ayudante nueva que tiene, es decir, doce mujeres jóvenes vestidas con maillots ajustados, haciendo posturas muy estéticas, sudando y resoplando durante hora y media a mi alrededor, y yo allí con mi vista recobrada calibrando lo guapas que están la mayoría, igual que me pasa por la calle y en cualquier sarao al que me apunte. No sigo, que a este blog entran niños y a ver si me voy a llevar un disgusto. Esto de la vista es para mí como un milagro, vamos, talmente como cuando San Pablo se cayó del caballo cuando iba en una expedición o razzia a cazar cristianos y la costalada lo convirtió en santo.
El viernes pasado acudí a mi última consulta con el oftalmólogo que me operó los dos ojos. Me encontró muy bien, me deseó felices pascuas y me convocó a volver dentro de un año, pero sólo a efectos de su sistema de seguimiento estadístico, no por otra cosa. Este señor es un genio, me ha tratado estupendamente, pero la verdad es que ya tenía yo ganas de perderlo de vista, y nunca mejor dicho. Liberado ya de este tormento médico-visual, este fin de semana he salido dos veces y eso me ha permitido disfrutar de imágenes, colores, rostros, miradas y expresiones gestuales con toda la nitidez de mi vista de halcón felizmente recobrada. El viernes, mi joven amigo César, a quien hace poco enseñe a correr por el Retiro, celebraba su cumpleaños y me invitó.
Era en un bar alternativo que se llama La Maraca, cerca de San Bernardo. Fui caminando desde mi casa y, de paso, paré un momento en el FNAC para comprarle un libro de regalo. Pensaba estar un rato y volverme pronto, porque imaginé que sería toda gente más joven que yo, pero luego me integré muy bien y me lo pasé en grande. Era todo personal muy involucrado en las distintas formas de lucha contra el cambio climático y me encantó comprobar que la cerveza está entre los temas a mantener en este tipo de movimientos. Corría la Alhambra tostada de barril que daba gusto y las conversaciones giraban sobre todo en torno al tema medioambiental. Por ejemplo, varias de las chicas trabajan en el sector de la moda sostenible, algo de lo que no tenía yo mucha idea. En el fondo se trata de incorporar a la moda el concepto de economía circular, es decir, trabajar ya de origen con materiales pensados para que duren y se puedan luego reutilizar en nuevas prendas.
Como es natural, este tipo de actividad, puede reducir tensiones en el sector productivo, de modo que la gran industria no necesite ya tener a verdaderas niñas semiesclavizadas en el sureste de Asia trabajando doce horas al día y durmiendo en la misma fábrica, para que ustedes y yo podamos ir a comprar una camiseta en Zara o en H&M y tengamos un montón en donde elegir. Me enteré por ejemplo de que, más o menos el 60% de la ropa que usamos contiene polyester que es un material que cada vez que se lava en la lavadora suelta micropiezas de plástico que ya no se destruyen y acaban en los peces, en nuestros estómagos, en las placentas de las embarazadas, etc. Nos estamos cargando el planeta, el auténtico virus somos nosotros y, como no hagamos algo radical en poco tiempo, vamos a acabar con la propia especie humana. Y qué alivio sentirá la Tierra cuando pueda empezar a regenerarse. De cosas como esas hablamos en esta fiesta en la que me lo pasé muy bien, como pueden ver en este selfie, uno de los muchos que nos hicimos ya a altas horas de la noche.
Esta gente joven, en torno a la treintena, está muy concienciada y tratan de trabajar en líneas cuidadosas con el planeta, sobre la idea de que sólo tenemos uno y no hay recambio. Pero en absoluto se guían por un pensamiento único o monoblock mental. Hay continuos debates muy interesantes, porque las grandes empresas ya se están blanqueando la imagen para ponerle un lacito de respetuosos con el medio ambiente a sus productos y eso es una mierda: en inglés lo llaman el greenwashing, el lavado de imagen ecológico. Por aquí solemos llamarlo también lo eco-chachi. Por ejemplo, la energía eólica está bastante en cuestión, porque las palas de los aerogeneradores se construyen en fibra de vidrio de alta resistencia y tienen una vida media estipulada, al final de la cual, cuando empiezan a ser menos eficientes, no queda otra que enterrarlas, porque no se pueden destruir ni reutilizar. Además de todo el destrozo de los paisajes naturales que se deriva de la instalación de estos molinos gigantes.
También la energía fotovoltaica tiene sus detractores, por la necesidad de contar con materiales difíciles de encontrar. En realidad, la gente con la que estuve el viernes se inclina preferentemente por las formas de economía circular y el reciclaje de materiales ya concebidos de origen como reciclables. En el fondo es lo que hacían nuestras abuelas: hacer zurcidos, poner coderas a los jerseys, subir los puntos a las medias y fabricar mantas con la lana de los jerseys que se iban desechando. Pero la gran industria textil necesita seguir creciendo siempre y para eso hay que fabricar ropa de usar y tirar.
No sé si conocen la excelente película El hombre del traje blanco (Alexander Mackendrick, 1951). En ella, un científico interpretado por Alec Guinness inventa un tejido irrompible, que dura para siempre. Al principio todo el mundo lo celebra, le hacen homenajes, se empieza a pensar en darle el Nobel. Pero la gran industria textil ve en él a un enemigo y le empiezan a putear, lo que ahora se llama cultura de la cancelación, proceso al que se suman los sindicatos, y el pobre hombre acaba fatal. Es un film que se adelantaba a la problemática de hoy en día. Los chavales de las nuevas generaciones están muy implicadas en el tema climático y yo sintonizo perfectamente con ellos.
Pero mientras el mundo se va a la mierda, nosotros seguimos divirtiéndonos, igual que la orquesta del Titanic seguía tocando hasta el último momento, porque no nos queda otra. El sábado tuve un sarao en cierta forma primo hermano del anterior. A media tarde cogí el autobús de la línea 6 que llega hasta Orcasitas y me fui a la Usera profunda, en medio del barrio en que viven todos los chinos de Madrid. Estaba citado allí en Le Bâtiment, un centro de coworking artístico que ha montado un grupo de artistas y algunas chicas del mundo de la moda sostenible, por lo que pude comprobar. Allí estaba invitado al Concierto de Corro, que en realidad es Álvaro Corrochano, músico del grupo de amigos de mis hijos en Torrelodones. Corro tocaba la batería en el grupo de hardcore rock en que mi hijo Kike tocaba el bajo y ahora se dedica ya al piano y a la composición de música contemporánea. Les voy a poner un vídeo de uno de sus temas, para que vean de qué estoy hablando.
Sin comentarios. Este chaval es un genio y creo que oiremos hablar de él. El sábado tocó cerca de una hora, una serie de temas similares al que han visto arriba. Es una música que sugiere muchas imágenes, que sería perfecta para una película de tema existencial o pasional, por ejemplo. El texto que suena a ratos es una poesía escrita y leída por su novia. Y fue realmente hermoso ver como las treinta o cuarenta personas que ocupábamos el lugar, estrictamente por invitación, escuchamos esta música en silencio riguroso, sin una tos ni un gesto de aburrimiento. Aquí la mayoría era también gente en torno a los treinta, universitaria, culta y con una vena artística. Al principio estuve hablando con alguna chica, y me enteré de que la gentrificación que ha expulsado a este tipo de colectivos de Lavapiés y otros lugares céntricos, ha alcanzado ya Carabanchel, donde muchos se habían refugiado. Y se han tenido que ir más allá, a Usera, donde los alquileres aún son bajos. Pero en este sarao, encontré una pareja de mi edad: los padres del artista, que son amigos míos y con los que me fui luego a tomar un pulpo con unas cervezas. Aquí el selfie correspondiente.
Ya ven, después de mi resurrección desde los quirófanos sombríos que les describí (y que estaban sólo en mi cabeza, inducidos por mi visión deficiente), me he entregado de nuevo al frenesí del sinvivir continuado. El domingo estuve descansando y practicando con la guitarra eléctrica, porque han de saber que el jueves pasado me compré finalmente un pequeño amplificador. Es una copia china de una marca buena, de segunda mano, pero para empezar me basta y sólo me costó 130€, más otros 10 del cable de conexión. Ese día, mi profesor y amigo Henry Guitar me acompañó por varias tiendas de instrumentos de segunda mano en Malasaña, hasta dar con lo que queríamos en un lugar que se llama Mad Vintage & Rare Guitars y está en la calle de la Palma, casi enfrente de donde yo tuve mi primer piso de pareja.
Después caminamos hasta las bodegas La Ardosa, en la calle Colón, en donde invité a mi amigo a un vermú. Llevaba él una guitarra vieja que está intentando vender y yo cargaba con el ampli. Y con esas cosas se liga mucho. En el barril de al lado se sentó una chica sola a tomarse una cerveza y enseguida pegamos la hebra. Era de Israel y no hablaba ni palabra de castellano, pero nos insistía en que tocáramos algo, a lo que obviamente no accedimos. Estuvimos un buen rato de cháchara con ella, era súper maja. Mi amigo se vio un poco cortado con el tema del inglés y se despidió rápido. Yo me quedé a tomar la segunda con la chica.
Había venido a pasar el fin de semana con un grupo de amigas, con las que se encontraría en el bar después. Y venían a ver a otra amiga suya que bailaba flamenco en Madrid desde hace años. Me contó que se llamaba Adva, tenía 35, había estudiado en Tel Aviv, que es una ciudad tan marchosa como Madrid, pero ahora vivía a 20 kilómetros por cuestión de trabajo. Hablamos de muchas cosas y, al final, le pregunté si me pasaba su teléfono, por si me daba por ir un día a Israel, pero, con una sonrisa deliciosa, me dijo que mejor lo dejábamos así, que había sido un encuentro muy bonito y las cosas no hay que estirarlas, que se estropean. Así que nos dimos un abrazo y me volví a casa andando. Podríamos habernos hecho un selfie, pero no se me ocurrió.
La vida sigue en la ciudad, como ven. No sé si se irá todo a la mierda, pero hay que aprovechar que de momento no nos está bombardeando ningún hideputin. Es terrible, ya nos hemos acostumbrado a integrar las imágenes del horror y seguimos adelante como si nada. Cuando yo era niño, recuerdo que mi padre tenía una colección de todos los números de una revista ilustrada que se llamaba En guardia. Había informado día a día de la Segunda Guerra Mundial y mi padre, que durante un tiempo confió en que el final de la guerra se llevara por delante también el franquismo, las tenía ordenadas por fechas. Y yo cotilleaba en ellas, con la sensación de que me estuvieran hablando de un mundo lejano, distópico, imposible de imaginar en la pacífica Coruña de mi infancia. Ahora, el horror está sucediendo y no sabemos hasta dónde va a llegar. Pero seguimos adelante. La organización ACNUR de la que soy socio me ha pedido un esfuerzo extra con los refugiados ucranianos y he entrado al trapo como ya hice con los rohingya de Birmania, los venezolanos en la frontera de Colombia y los afganos del año pasado.
Pero nuestro pequeño paraíso occidental apenas se inmuta. El mundo financiero tiene un termómetro muy fiable que es la prima de riesgo y registra cualquier incidencia peligrosa para el statu quo, con unas significativas decimillas. Yo lo consulto de vez en cuando y está bastante estable. Eso quiere decir que la clase alta que controla esta sociedad irreversiblemente desigual, no ve en peligro sus negocios, sino al contrario, con el tema de la guerra de Ucrania. Las consecuencias en forma de inflación, desigualdad, miseria, polarización social, las van a sufrir los de abajo, como siempre. En España, la derecha ya se relame pensando en que con Feijoo van a ganar en las próximas elecciones. En el fondo, el PP está haciendo lo mismo que el PSOE: lanzarse a por el espacio de centro, huérfano desde la autovoladura de Ciudadanos. Algo que no supo entender el fraCasado, cuyo paso por la política ha sido una verdadera pesadilla. Y yo lo detecté antes que nadie, lo mismo que el mal rollo que destilaba el tema del prusés.
Ya saben que me encanta presumir de anticiparme a algunos temas, que luego se confirman. Sólo me falta que a Samantha Fish la valore como se merece la gran industria del disco. Este domingo fue la entrega de los Grammy y manda carallo que esta señora no haya sido nunca ni siquiera nominada. Ciertamente, el último disco no es finalmente de los mejores suyos (aunque tiene dos o tres canciones geniales), pero a lo largo de su carrera ha publicado una serie de álbumes que superan de largo a muchos de los artistas que se premian habitualmente en este certamen.
Pero, al menos una buena noticia: el Grammy al mejor disco de blues contemporáneo, se lo llevó esta vez el gordo Christone Kingfish Ingram, ese guitarrista estratosférico que conocen los seguidores de este blog, el que dice que no le gusta el rap como a sus compañeros de colegio, sino el blues que es la música que le conecta con sus abuelos. Christone tiene 23 añitos y vino a la gala bien maqueado, pero imagino que no esperaba ganar y por eso se sentó en la últimas filas. Lo pueden comprobar en este corte de la ceremonia de entrega de premios. Sean buenos y pasen una buena semana. Aprovechen mientras este Titanic nuestro no haga aguas.
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