La Reina de África es una película
y también el nombre del barco en el que transcurre la acción de este film
inolvidable. Un barco similar al que utilizamos mi grupo y yo en Madagascar, en
este caso no para bajar por el río Ulanga, sino por el Tsiribihina, uno de los
mayores cursos fluviales que surcan la isla. Empiezo a escribir esto en Madrid, a punto de
salir para Innsbruck y en medio del incendio subsiguiente a la sentencia del prusés, que esperemos que se
quede en fuego de virutas, en concordancia con la descripción precisa del carácter del
catalán que hace Jaume Sisa en la entrevista que les reproduje no hace mucho.
Respecto a este tema, conviene que no nos olvidemos de cómo se originó este sindiós, y
nadie mejor que el gran Jaume Reixach, director de El Triangle, para recordárnoslo. Este hombre está desde hace un tiempo centrado en promover una nueva plataforma que ha bautizado como El Trapecio, que tiene por
objetivo la unión de España y Portugal, el viejo sueño de Saramago, Lobo Antunes
y tantos otros (entre ellos yo). Pero todavía tiene tiempo de reflexionar sobre lo que está pasando. Les insto a que lean lo que publicaba este mismo martes, para lo que han de pinchar AQUÍ.
Irrebatible, brillante y demoledor como
siempre, este periodista superlativo que mantiene su periódico contra viento y
marea, sin la menor subvención o apoyo de la Generalitat y distribuyéndolo en
bicicletas y motos por los pueblos de Cataluña. Pero este foro tiene en estos momentos
un empeño en marcha y yo he de continuar con el relato de mi reciente
viaje por tierras malgaches. Diré pues que el cuarto día de viaje, salimos
de Andasibé y nos dirigimos a Antsirabé. La semejanza de los nombres no es
casual: an es en malagasi un artículo
determinado y la terminación be
significa bueno. Antsirabé significa el
lugar del agua buena. He de precisar que el nombre de la lengua oficial (junto con el francés) de la República Malgache, es malagasi, y no malakatsi como yo lo nombré erróneamente en mis primeros textos, reproduciendo la fonética de cómo lo pronuncian. Desde Andasibé, desanduvimos el camino hasta Antananarivo,
pero no entramos en la capital, sino que la rodeamos por una circunvalación,
hasta tomar la RN-7 hacia el sur.
Las carreteras por las que
circulamos ese día eran aceptables, no sabíamos entonces que eran las mejores
del país. El entorno de la carretera nacional 7 también está entre las zonas
más desarrolladas de la isla. Hicimos una primera parada en Behenjy, un pueblo-calle,
famoso por su producción de foie-gras, herencia de la colonización francesa.
Aprovecho para contarles una cosa curiosa. En Madagascar hay hoteles y hotelys,
que no es lo mismo. Los hotelys son restaurantes míseros y cutres, con apenas
un par de mesas, si es que tienen alguna, y un mostrador a la calle para la comida para llevar, en los que los lugareños pueden
comerse alguna fritura de pescado o verdura, de las que van sacando a medida
que las cocinan en un hornillo mínimo. Suelen tener cervezas, pero las guardan
en neveras que tienen desenchufadas, porque no hay tampoco red eléctrica a la que conectarse, así que están
intomables. Aquí pueden ver una ristra de estos hotelys, en el centro de
Behenjy.
La
venta del foie gras de producción artesanal se canaliza en cambio a través de
los dos restaurantes un poco más arreglados del pueblo. El más publicitado se
llama Au coin du foie gras, es decir,
El rincón del foie gras, cuyos carteles se pueden ver a lo largo de la
carretera desde un buen rato antes. Pero Alain nos dijo que este es un
restaurante enfocado a los turistas, es decir a los guiris, con precios más
caros. Justo a su lado hay otro, que se llama Ravinala, dirigido al público
local y más barato. Entramos en él y tengo que decirles que pocas veces en mi
vida he comido un paté tan exquisito y tan delicado. Nos dieron unas muestras a
modo de degustación de las tres variedades que trabajan y no sabría decirles cuál
era la más deliciosa. Tal vez, una que tenía como trozos de paté en una gelatina
trufada de pimientas verdes que se te deshacían en la boca. Pedimos más y ese día
comimos a base de paté (y con cerveza fría). Y preguntamos sobre la posibilidad
de llevarnos algo a Europa. Imposible. La casa carece de sistema de enlatado y
tampoco tiene forma de envasarlo al vacío. Te lo sirven en unos túper
transparentes con tapadera. Aún así compramos varios para alegrar las comidas
de los días siguientes. Aquí una foto del lugar.
Un poco de relax en cubierta.
Una de las estupendas ensaladas que nos preparaba el cocinero: zanahoria, repollo y judías francesas, con adornos de pepino y tomate con atún y coronada con un baobab miniatura, confeccionado con una zanahoria y unas ramitas de perejil. El baobab me lo comí yo
Tramo del cauce encajonado entre rocas.
Atardecer sobre el río.
Vista del campamento por la mañana desde los cañaverales. En primer lugar el cagadero. Detrás las tiendas de campaña y al fondo el barco fondeado.
La poza maravillosa.
Un par de vistas de la orilla, con las formaciones geológicas al descubierto por la erosión. Durante la época de lluvia el nivel del río es mucho más alto.
Continuamos
hacia el sur e hicimos una parada en Ambatolampy, para ver un taller artesano
del aluminio. Aquí todo se recicla. Lo primero es pillar piezas desechadas de
aluminio, como grandes tuberías de suministros. Estas se trocean mediante una
especie de formón gigante, que sujeta un tipo mientras otro le arrea
interminables martillazos con una maza enorme, hasta que logra cortar un
poquito. Estos dos trabajan todo el día. Luego, los trozos se meten en una
forja, como la fragua de Vulcano, en donde otros operarios trabajan con un
calor insoportable y en condiciones penosas, con unas medidas de seguridad antiquemaduras,
prácticamente inexistentes. Luego nos enseñaron cómo hacen los moldes en los
que vierten el aluminio fundido, para hacer cacerolas, cucharas y todo tipo de
pendientes y adornos, que se venden luego en los mercados de todos los pueblos. A
nuestra pregunta contestaron que trabajaban a destajo y que les pagaban por
pieza fabricada. Una especie de castigo divino, pero nada sorprendente en un
país en el que ya estábamos viendo a los lados de la carretera cuadrillas de
picapedreros que desmenuzaban piedras mayores con martillos, con bastantes niños entre ellos. La miseria es lo
que tiene.
Continuamos hasta Antsirabé, una
de las ciudades grandes del país. Llegamos de noche y nos alojamos en el hotel
Flower Palace, céntrico y bastante bueno. Aunque era de noche, salimos a dar
una vuelta y encontramos una pizzería en la que cenamos, yo en concreto una
sopa local que me recomendó Alain y que estaba muy buena. El quinto día salimos
temprano y tomamos la carretera RN-34 en dirección oeste, hasta llegar a
Miandrivazo, sin mayores cosas que reseñar. Allí tomamos una pista hasta llegar
al embarcadero fluvial en donde nos esperaba nuestro barco para hacer el
descenso del Tsiribihina. El barco era pequeño, como de los tiempos de La Reina de África, pero surcaba
el agua río abajo con soltura. Llevábamos un cocinero, con su señora de
ayudante. Entre ambos nos garantizaban desayuno, comida y cena a mesa puesta y
con menús bastante apetitosos en general. Venían con nosotros un guía local de
apoyo a Alain y un par de marineros. Así que nos embarcamos e iniciamos una de
las fases más sugerentes y mágicas del viaje, de la que les pongo algunas
imágenes.
Aquí el barco preparado, con las tumbonas en cubierta y debajo la mesa puesta para diez comensales.
Lugareños bañándose en pelotas en el río.Aquí el barco preparado, con las tumbonas en cubierta y debajo la mesa puesta para diez comensales.
Barco local encallado. Los pasajeros se han bajado y tratan de destrabarlo.
Un poco de relax en cubierta.
Una de las estupendas ensaladas que nos preparaba el cocinero: zanahoria, repollo y judías francesas, con adornos de pepino y tomate con atún y coronada con un baobab miniatura, confeccionado con una zanahoria y unas ramitas de perejil. El baobab me lo comí yo
No sé si se han percatado, pero esta fase del viaje suponía estar casi tres días sin WiFi, sin ducharse y sin un mínimo contacto con la civilización. Una delicia. El barco se desplazaba lentamente
y es maravilloso ver anochecer sobre los paisajes africanos de las márgenes,
con algún avistamiento esporádico de lémures en el arbolado y cocodrilos en los
arenales. El viaje duraba tres días y había que acampar dos noches en
localizaciones de playa previstas de antemano, en donde los marineros y los
guías montaban las tiendas y una especie de cagaderos en la arena, consistentes
en un simple biombo que formaba un cuadrado pudoroso para la maniobra de las
aguas mayores (las menores se resolvían entre los cañaverales del fondo). Los
cocineros y el guía local sacaron unas guitarras y tamborcitos y entonaron Oh
when the saints go marching in, La
Bamba y otras canciones universales que cantamos a coro en
mitad de la noche. La acampada tuvo el cachondeo correspondiente, como
cualquier excursión de boy scouts. Que si uno sólo era capaz de meterse en el
saco de dormir poniéndose de pié, algo imposible dentro de la tienda, que si
los pedos y los ronquidos, qué quieren que les cuente. Nuestro sujeto colectivo
era ruidoso y bullanguero y puedo imaginar la perplejidad de los lémures del
entorno ante semejante escándalo.
Tramo del cauce encajonado entre rocas.
Atardecer sobre el río.
Vista del campamento por la mañana desde los cañaverales. En primer lugar el cagadero. Detrás las tiendas de campaña y al fondo el barco fondeado.
El sexto día transcurrió
íntegramente en el barco y fue tranquilo y relajado. Por la mañana, paramos en
un lugar donde llegaba un pequeño afluente que caía de las montañas. Se podía
remontar el curso por un sendero fácil, con bastantes lémures en el arbolado,
hasta llegar a una poza, en donde nos encontramos a un montón de blancos
bañándose. Había al menos otros dos barcos haciendo el descenso del Tsiribihina
como nosotros y habían madrugado más. Pero nosotros sabíamos que había otra
poza más arriba, a la que llevaba un recorrido senderista más largo, empinado y
difícil. Allí nos pudimos bañar, porque no había nadie, y fue un placer, porque
el agua estaba muy fresquita y no nos habíamos duchado desde el día anterior. Después
visitamos un poblado que no tiene otro acceso que el propio río, en donde nos
rodearon los niños, como de costumbre en estos lugares. Unas fotos más.
La poza maravillosa.
Niños atónitos ante el hombre blanco. En el centro uno con la camiseta del presidente D'j.
Un par de vistas de la orilla, con las formaciones geológicas al descubierto por la erosión. Durante la época de lluvia el nivel del río es mucho más alto.
Después de comer visitamos un
segundo pueblo y esa noche volvimos a acampar. Junto al segundo campamento
había bastante gente pululando y nos montaron una fiesta para los tres barcos
que estábamos siguiendo el curso del río. Hicieron una hoguera y aparecieron un
par de músicos, que parecían abuelo y nieto. El mayor tocaba una especie de
ukelele artesanal a toda velocidad y el niño, como de unos ocho años, tocaba
unos tamborcitos con mucho ritmo. Y una serie de jóvenes empezaron a caminar en
círculo alrededor del fuego. A una señal, todos movían sus cuerpos al ritmo frenético de
la música unos instantes, y luego seguían caminando hasta el siguiente espasmo
colectivo. Puedo jurarles que nunca había visto mover el culo de esa manera a
nadie, era algo increíble. Los danzarines/as invitaron a los blancos a sumarse a
la danza y algunos/as se apuntaron. Hasta que el abuelo músico dio la señal de
acabar y nos fuimos a dormir.
El séptimo día de viaje seguimos
río abajo sin más paradas y llegamos a destino después de comer. Ya cerca de la
desembocadura, hay un servicio de ferrys rudimentario, que permite cruzar el
río sobre una especie de almadía montada sobre dos piraguas con un motor
adosado. Abajo una imagen del ingenio.
Hubimos de esperar a que llegaran
nuestros todoterrenos para seguir el viaje. En el lugar, había mucha gente,
porteadores que bajaban a pulso sacos enormes de suministros, gente vendiendo
comidas y cosas de todo tipo en una especie de rastro improvisado. En una
esquina, un grupo de hombres descansaban un rato jugando con mucho énfasis una ruidosa partida de
dominó. Llegaron por fin los tres todoterrenos y emprendimos
la marcha por un camino infame hacia el norte. Hubimos de cruzar un río menor
mediante un ferry artesanal como el anterior, antes de llegar al destino
previsto: el pueblo de Bekopaka, en donde teníamos alojamiento reservado en el
hotel Orquidée. El hotel estaba a dos kilómetros del pueblo y se trataba de un
conjunto de bungalows con un espacio común ajardinado con mucho gusto y un restaurante
de buen aspecto en el que nos obsequiamos con una cena normalita. Yo me pedí un
guiso de zebú, que más propiamente debería llamarse guiso de bel-zebú, porque
estaba bastante malo.
Y así terminó nuestro séptimo día
de viaje. Estoy terminando este texto en Innsbruck, en donde ayer tuvimos la
primera sesión del congreso de cierre del concurso EUROPAN 15. En este
escenario inmaculado de la comarca tirolesa al pie de los Alpes, todo esto de
Madagascar suena a leyenda. Continuará.
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