Escribo hoy desde la Salary Bay,
la bahía de Salary, un lugar perdido en el fondo de la isla de Madagascar, en
donde las condiciones del WiFi me pueden permitir colgar un texto breve, no sé
si con fotos. África es un lugar diferente, en donde las condiciones de vida
son primitivas y te puede pasar cualquier cosa. Este es mi primer viaje al
África subsahariana y lo estoy disfrutando como se merece. Desde que terminamos
nuestro descenso del río Tsiribihina, nos hemos movido en tres todoterrenos por
los caminos inexistentes de las tierras malgaches occidentales, para acercarnos
a lugares como Belo sur Mer, o Andavadoaka, poblados remotos de las etnias
Sakalava y Vezo, en donde nos hemos mezclado con la población, comido sus
pescados recién capturados y cocinados al grill y, en general, aceptado su vida
de sol a sol, porque no hay electricidad y después de las 6 de la tarde el
mundo se acaba hasta el día siguiente.
Viajar por África es duro, a
menos que se haga en las condiciones de lujo que ofrecen las agencias. A mí
esta dureza me recuerda en cierta forma al esquí, que yo aprendí de mayor y que
practiqué durante unos años, hasta que se disolvió el grupo al que me había
apuntado. Quiero decir que esquiar no es lo mismo que hacer carrera de fondo,
que es mi deporte más querido. Para correr, yo simplemente me calzo unas
zapatillas, me pongo cualquier camiseta y bajo al Retiro a disfrutar. Para
esquiar has de coger el coche, cargarlo con pertrechos sin cuento, atravesar
zonas heladas en las que a menudo has de ponerle las cadenas a las ruedas,
dormir en lugares apenas acondicionados con un frío de la hostia. Luego,
después de desayunar, has de vestirte con una especie de armadura, culminada en
unas botas que te aprietan por todos lados y te impiden andar, versión moderna
de la tradicional bota malaya, cargar con los esquís, hacer unas colas
tremendas para subirte en un remonte que las primeras veces te tira de espaldas
al suelo, aceptar que te agarre por los huevos y te suba en una pequeña cumbre
en la que un profesor te enseña a hacer la cuña y, medio muerto de miedo,
consigues hacer unas cuantas eses.
Después de varios días de tortura
en los que terminas agotado y lleno de golpes para comprobar que apenas avanzas
en el aprendizaje, cuando ya te estás preguntando si toda esa parafernalia tan
costosa y aperreada merece la pena para bajar una pista verde a poquitos de
cuña en cuña, de pronto hay un día en que, casi de forma mágica, te sale el
paralelo y empiezas a deslizarte armoniosamente, mientras en tu mente suena
algún olvidado vals de Strauss, y entonces es cuando empiezas a entender un
poco lo que es el esquí y por qué le gusta tanto a sus forofos. Pues esto de
África es lo mismo. Aquí has de empezar por calzarte un interminable viaje en
avión y pasar una frontera en la que te cuesta más de dos horas que te pongan
el sello de entrada. Luego pernoctar en lugares penosos, en los que has de
protegerte de los mosquitos que te pueden transmitir la malaria y otras diez o
doce porquerías (por no hablar de las vacunas y profilaxis que has de tomarte
antes de viajar).
Levantarte cada mañana, ducharte
con agua fría, contemplado por algunas arañas impasibles y salamanquesas
amigas. Luego darte un protector solar para no acabar el día convertido en un
cangrejo hervido. Y encima del protector solar una loción antimosquitos. Luego
desayunar un café infame con algunos bollos más o menos apelmazados y enseguida
montarte en un cuatro por cuatro, para afrontar un camino polvoriento, bajo un
sol inmisericorde, a menudo sin aire acondicionado, y meterte al cuerpo un
trayecto de siete u ocho horas, en el que apenas has podido hacer unos 200
kilómetros. A todo esto, has de sufrir la proverbial cagalera, además de
constipados o conjuntivitis por el polvo del camino, que hace que tu ropa de
color claro acabe el día roja y asquerosa. Para llegar a un hotel que sólo
tiene de tal el nombre, porque apenas tendrá un camastro con una mosquitera
remendada y un plato con una espiral de esas que se ponen a quemar para
ahuyentar a los diversos insectos.
Pero hay un día en que te
sobrepones a todo eso, que admites las incomodidades como algo consustancial a
la realidad africana y hasta integras la cagalera como algo cotidiano e inocuo.
Y, como el día en que, esquiando, te sale el paralelo, empiezas a disfrutar de
una auténtica experiencia iniciática, en tu mente resuenan cánticos primitivos
elegíacos y te vas extasiando sucesivamente ante tanta belleza como encierra
este continente, en sus bosques, en sus gentes, en su cultura. Este viaje está
para mí lleno de escenas y peripecias acojonantes, de las que he ido tomando
nota y de las que les informaré con todo el detalle en cuanto tenga tiempo a mi
vuelta. Como el propio descenso del río, la visita al Tsingi grande, los
baobabs gigantescos de reminiscencias prehistóricas, o el cruce de ríos sobre
una especie de almadía de madera, de la que tiran a mano un porrón de negros
hundidos en el río hasta la cintura, que mueven a pulso la plataforma con los
tres coches encima, porque se ha acabado la gasolina para el motor del ingenio,
o el gobierno la ha subido y ya no la pueden comprar.
Y todo eso rodeado por una gente
de una humanidad extraordinaria, que te dan su comida, que te cantan y te
bailan melodías ancestrales sin apearse nunca de su risa de sandía recién
cortada. De todo esto les hablaré en mis textos al respecto. Además, he de
decirles que Madagascar es diferente del resto de África, porque es el resto de
otro continente, Godwana, hundido en el mar en su mayoría. Por eso su fauna y
su flora son diferentes. Aquí es el único lugar del mundo en el que hay
lémures, el primate más antiguo y primitivo del mundo, con cara más de zorro
que de mono. Y seis de las ocho especies de baobabs registradas en el mundo por
los botánicos se dan únicamente en Madagascar. Hoy voy a intentar subir este
texto con unas fotografías elegidas al azar, alguna de ellas ya mandada a
muchos de mis lectores por whatsapp. Y, a modo de aperitivo, les voy a contar
también una pequeña historia. En Madagascar hay tres zonas de influencias
culturales diversas. La asiática que visitamos los primeros días, la africana
que influye en todo el sur y una tercera: la árabe, del extremo norte.
Y en esta zona de ancestros
árabes se realiza una fiesta que no tiene parangón en ningún otro lugar del
mundo: la fiesta de los muertos. En esta zona, los muertos se entierran
envueltos en una mortaja directamente en la tierra, como hacen los árabes.
Pero, cinco años más tarde, se hace en su honor la fiesta de los muertos. Se
desentierra el cuerpo, se le coloca (a lo que quede) una mortaja nueva y se le
pasea por todo el pueblo entre cánticos, danzas y mucho alcohol. Las familias
se gastan todo su dinero en esta fiesta y a menudo se endeudan de por vida,
para honrar debidamente a sus mayores y garantizarles el descanso definitivo,
tras esos cinco años de situación transitoria, que son como una especie de
purgatorio. Es una costumbre bárbara, ligada a tradiciones animistas, que
sostienen que el alma no muere, sino que el difunto permanece entre sus
familiares y se puede cabrear si no se le honra adecuadamente.
En nuestro trayecto pasamos cerca
de alguna de estas celebraciones (en preparación) y le preguntamos a nuestro
guía Alain si podíamos acercarnos. Nos dijo que ni de coña. Esa es una fiesta
privada, sobre la que no se debe bromear o frivolizar. Y ellos saben que los
blancos no compartimos sus creencias. Les dejo unas cuantas fotos.
Tal como lo describes, no parece muy atractivo un periplo africano. Y menos con mi "salamanquesofobia". Pero el baobab es impresionante. Por no hablar de la simpatía de los nativos ¡qué espléndidas sonrisas!
ResponderEliminarAquí a buen recaudo en casita, lo de Madagascar empieza a quedar lejos, aunque lo tengo a medio contar. Gracias por tu apoyo.
Eliminar