Como en toda esta serie, dedico
un párrafo a un tema ajeno a Madagascar, a modo de prólogo. Continúo
desbrozando el extraordinario disco de Sheryl Crow, pleno de maravillas como
las que ya les he traído al blog, o esta que tengo hoy para ustedes. En
compañía de otro guitarrista de la zona de Nashville, totalmente desconocido
para mí, Sheryl interpreta otra de sus composiciones del álbum, esta vez
dedicada a un sentimiento muy definido: el despecho frente a la pareja que se va, un tema que ella conoce muy
bien por desgracia. El estribillo es demoledor: avísame cuando se haya acabado (Tell me when it’s over), que no quiero
ser la última en enterarme. Más dardos: teníamos aquí un rollo bueno, estábamos bien, pero tú necesitabas seguir
corriendo, así que corre, corre lejos, lárgate. La música se adecua a esa letra
y Sheryl la canta con la pasión y el gesto que corresponde. La grabación de esta actuación tuvo lugar el 27 de septiembre. Disfruten de ella antes de
seguir con Madagascar.
El duodécimo día de viaje me despertaron
las urgencias de la diarrea en las horas finales de la noche, en el cuarto que
compartía con un compañero en el Anexo del Hotel Kanto (así se llamaba el
negocio del député national de Manja).
Un rato después, cuando ya empezaba a clarear el cielo lleno de estrellas, salí
al exterior, a ver si alguien del bar me prestaba un vaso para prepararme mi
sobrecito de Vitanatur Symbiotic C (no había vasos en el lavabo de mi cuarto de este hotel súper cutre). Encontré, efectivamente, a una persona en
el bar. ¿Adivinan a quién? Sí, han acertado. El député estaba ya por allí preparando los pertrechos para el desayuno de los huéspedes. Si de algo no se puede dudar es de que este
señor se ocupaba de su negocio. La noche anterior se había retirado el último y
allí estaba el primero. Hube de ducharme con agua fría, como cabía esperar, y el desayuno fue también magro y escaso en consonancia.
Salimos de Manja por nuevas
pistas de tierra. Al parecer había llovido toda la noche, lo que hacía la pista
mucho más difícil, como ven en la foto de arriba, correspondiente a un tramo en el que hubimos de bajarnos todos los viajeros. Le Pepé guiaba con maestría, a base de salirse del camino cuando había demasiado barro, y los otros seguían su rueda fielmente. La cuadrilla de motards, émulos de Mad Max, que se habían
levantado cuando ya nos íbamos del hotel, nos adelantaron a toda pastilla por ambos lados, dando botes por el terreno lleno de baches. Entendimos su prisa cuando, casi a mediodía, llegamos a la orilla del río Mangoky, otro de los grandes cursos fluviales de la isla. Los
conductores y el guía nos habían advertido de que se tardaban al menos
dos horas para hacer el cruce del río y enseguida supimos por qué.
El ferry que trasladaba los
coches al otro lado del río, no funcionaba. Estaba averiado, o se había
terminado la gasolina, o el gobierno la había subido y no les salía rentable
usar el motor, que las tres explicaciones se nos dieron. El caso es que el
ingenio, compuesto por varias canoas unidas por un entramado superior de madera, con capacidad exactamente para llevar tres jeeps bien apretados,
debía ser remolcado a brazo por una cuadrilla de negros musculosos hundidos en
el agua hasta la cintura por una parte en la que
cubría poco y luego medio a nado, aprovechando el impulso cobrado y la ayuda de
la corriente. Increíble pero cierto. Cuando llegamos, los moteros ya estaban cruzando en el ferry. En este lado aguardaban cola una especie de remolque con varias motos de refresco, además del coche escoba y un todoterreno de unos negros. Y, en cada viaje de vuelta, aquella especie de almadía traía tractores y sacos de provisiones que luego se descargaban también a brazo. Lo mejor es que vean unas imágenes.
El ferry de vuelta con un tractor y un montón de sacos de suministros.
Los braceros se aprestan a acercarlo al muelle, porque la corriente lo ha llevado más allá de lo conveniente.
Descargando la mercancía.
Los coches auxiliares de los moteros, listos para iniciar la travesía.
Los moteros río adentro. Una doble canoa llega con más suministros para descargar.
Mucho después: dos de nuestros coches colocados, dejando en medio hueco para el tercero.
Y aquí nuestros braceros en plena faena, uno de ellos con la camiseta del presidente.
En el otro lado, para ahorrarse parte del trabajo, se bajaban los coches en una zona con dos palmos de agua de modo que, nada más caer, el conductor ponía la primera a tope y la tracción en las cuatro ruedas y salía zingando hasta la orilla. Una maniobra que requería una perfecta coordinación. El problema es que, cuando bajaron el remolque de las motos de refresco, algo salió mal y el vehículo se les quedó clavado en la arena del fondo. Se las vieron y desearon para desencallarlo, lo que aún retrasó más nuestra travesía. Desde nuestro lado intuimos a lo lejos el caos causado por el imprevisto. Todo este trajín trajo a mi memoria la técnica tradicional de la sirga, que permitía el remolque de barcos desde las orillas de los ríos navegables, a cargo de cuadrillas de desgraciados sin oportunidad de encontrar otro trabajo más remunerado, que tiraban del barco por ambos lados, desde lo que se dio en llamar los caminos de sirga, precedente de las servidumbres fluviales. Tal vez conozcan este cuadro: Los sirgadores del Volga, de un poco conocido pintor ruso del XIX. Se puede ver en el Museo Estatal de San Petersburgo.
En el otro lado, para ahorrarse parte del trabajo, se bajaban los coches en una zona con dos palmos de agua de modo que, nada más caer, el conductor ponía la primera a tope y la tracción en las cuatro ruedas y salía zingando hasta la orilla. Una maniobra que requería una perfecta coordinación. El problema es que, cuando bajaron el remolque de las motos de refresco, algo salió mal y el vehículo se les quedó clavado en la arena del fondo. Se las vieron y desearon para desencallarlo, lo que aún retrasó más nuestra travesía. Desde nuestro lado intuimos a lo lejos el caos causado por el imprevisto. Todo este trajín trajo a mi memoria la técnica tradicional de la sirga, que permitía el remolque de barcos desde las orillas de los ríos navegables, a cargo de cuadrillas de desgraciados sin oportunidad de encontrar otro trabajo más remunerado, que tiraban del barco por ambos lados, desde lo que se dio en llamar los caminos de sirga, precedente de las servidumbres fluviales. Tal vez conozcan este cuadro: Los sirgadores del Volga, de un poco conocido pintor ruso del XIX. Se puede ver en el Museo Estatal de San Petersburgo.
Si miran ustedes un mapa de
Madagascar, verán el camino desde Manja hasta el cruce del río Mangoky señalado
como RN7. Tiene cojones que eso sea la ruta nacional 7. Pero es que, después del cruce del
río, dejamos esa supuesta pista nacional, que continuaba al sur hacia la ciudad de Tulear, para tirar hacia el oeste, en perpendicular al mar, lo que nos llevó a internarnos por un
dédalo de caminos de cabras. El sufrimiento de coches y pasajeros se
multiplicó a partir de ese momento. Tuvimos un pinchazo que hubo que arreglar y pasamos varias barreras
de peajes espontáneos. El último, casi enseguida del anterior, vigilado por un
anciano depauperado, derrengado y bronquítico, que se encargaba él solo de la extorsión. Yo creo que se había puesto un poco más allá, a escondidas de sus vecinos, por ver si se sacaba un dinerillo para financiarse un trago esa noche. Los conductores protestaron, dijeron
que ya le habían pagado al anterior, pero al final les dio pena, le soltaron un
billete y el tipo se apresuró a levantar la barrera. Pregunté cuánto le habían
dado: 500 ariarys. Es decir, unos diez céntimos de euro. Ya ven ustedes el nivel
del pobre abuelo. Por esta zona encontramos algunos baobabs gigantes, como el que ven en la foto de abajo, ya mostrada en el blog. Es un árbol que tiene más de mil años y la figura que aparece al pie no es un grillo ni ningún otro insecto minúsculo, sino que soy yo mismo. Me situé allí para dar la escala del baobab, a ver si van a pensar ahora que me gusta salir en todas las fotos…
Cuando uno viaja en jeep por pistas africanas polvorientas, al principio se siente como si estuviera en la película Hatari, ayudando a John Wayne. Pero, después de una jornada de seis horas de pista, el glamour se pierde y la cosa deja de ser divertida (tampoco está Elsa Martinelli para endulzar el trago). Habíamos comido algo en el lapsus del cruce del río, pero estábamos ya cansados y hambrientos cuando cayó la noche. Seguimos todavía un buen rato, aparentemente orientados, hasta que lisa y llanamente nos confesaron que estaban perdidos. Nos paramos en un descampado y Le Pepé se bajó del coche y estuvo un tiempo oteando el entorno. Sacó el móvil para pedir ayuda, pero tampoco había cobertura. Así que seguimos, despacio y medio a ciegas. Buscábamos una aldea llamada Andavadoaka, de nuevo en la costa. Y en ella un hotel con el llamativo nombre de Laguna Blu. Finalmente, cuando ya desesperábamos, de forma casi milagrosa nos encontramos en la entrada del hotel y Le Pepé se llevó un unánime y merecido aplauso. Yo le dije: Vous n’êtes pas Le Pepé, vous êtes Yi-Pi-Es-Man, parce que vous avez un GPS à la tête. Comentario que le hizo inflarse de orgullo. El hotel era un auténtico lujo. Junto a la recepción, el restaurante, en el que estaban sirviendo una cena de buffet extraordinaria. Veníamos de pasar un día duro y fue como llegar al paraíso después de un día de purgatorio.
Cuando uno viaja en jeep por pistas africanas polvorientas, al principio se siente como si estuviera en la película Hatari, ayudando a John Wayne. Pero, después de una jornada de seis horas de pista, el glamour se pierde y la cosa deja de ser divertida (tampoco está Elsa Martinelli para endulzar el trago). Habíamos comido algo en el lapsus del cruce del río, pero estábamos ya cansados y hambrientos cuando cayó la noche. Seguimos todavía un buen rato, aparentemente orientados, hasta que lisa y llanamente nos confesaron que estaban perdidos. Nos paramos en un descampado y Le Pepé se bajó del coche y estuvo un tiempo oteando el entorno. Sacó el móvil para pedir ayuda, pero tampoco había cobertura. Así que seguimos, despacio y medio a ciegas. Buscábamos una aldea llamada Andavadoaka, de nuevo en la costa. Y en ella un hotel con el llamativo nombre de Laguna Blu. Finalmente, cuando ya desesperábamos, de forma casi milagrosa nos encontramos en la entrada del hotel y Le Pepé se llevó un unánime y merecido aplauso. Yo le dije: Vous n’êtes pas Le Pepé, vous êtes Yi-Pi-Es-Man, parce que vous avez un GPS à la tête. Comentario que le hizo inflarse de orgullo. El hotel era un auténtico lujo. Junto a la recepción, el restaurante, en el que estaban sirviendo una cena de buffet extraordinaria. Veníamos de pasar un día duro y fue como llegar al paraíso después de un día de purgatorio.
Podría
dedicar un post entero a describir las delicias del buffet: espinacas con
bechamel, acelgas rehogadas, varias clases de patatas, pastas y arroces para aderezo de diversas
carnes, pescados y hasta setas. Y toda clase de frutas de la zona. Regentaba el lugar una señora italiana, de pelo
blanco corto, que se llama Emanuela Gottardi y estaba todo el rato dirigiendo a las
chicas que tenía a su servicio, a las que seguramente había enseñado hasta cómo
doblar las servilletas. Yo advertí de que la cena nos iba a resultar cara, pero
teníamos un hambre canina. El hotel imagino que también sería caro, pero lo teníamos
incluido en el paquete del viaje, en el que se iban compensando unos lugares con otros. Después
de la cutrez del Hotel Kanto, el Laguna Blu era una maravilla. Los bungalows
estaban perfectos, todos los detalles bien diseñados y cuidados. La ducha y el lavabo en el
exterior, al aire libre en la trasera del cuarto. Y por delante la playa. Unas imágenes.
El
decimotercer día de viaje, fue una jornada de transición, iniciada con una
ducha magnífica al sol entre cocoteros y un desayuno fastuoso, que estaba incluido también en el
precio pagado. Y siguió con una mala noticia: uno de los coches estaba averiado
y teníamos que esperar por una pieza que estaba en camino. Pedimos la nota de la
cena y ascendía a unos 20 euros por cabeza, incluyendo bebida y postres sin cuento, una barbaridad para Madagascar, desde luego, pero yo la di por buena; no tanto mis compañeros, que pusieron a la italiana de
estafadora para arriba. Como no podíamos salir hasta que el coche estuviera
listo, disponíamos de una mañana libre. El grupo se dividió. Cuatro de los nuestros optaron por acercarse a visitar el pueblo de Andavadoaka, a donde les llevó uno de los
conductores que tenía el coche en orden. El resto nos quedamos por allí, enredando, haciendo uso
de las tumbonas, dándonos algún chapuzón en el mar o, en mi caso, dando un largo paseo hacia
el sur por la playa interminable. Caminar descalzo por el borde del mar, dejando que el agua me bañe los tobillos, es una de las cosas que más me gusta hacer en los lugares de playa.
Los
del primer grupo volvieron después con informaciones. El pueblo, situado al
norte del hotel, no sólo estaba muy arregladito, sino que ¡tenía luz y un
sistema para depurar el agua que sacaban del pozo! ¡Y un hospital! ¿Y cómo era eso posible? Pues por los
esfuerzos de la señora italiana. Al parecer, Emanuela Gottardi era médico y había
llegado a la zona como cooperante hacía unos treinta años. Y ya no se había marchado. Con un
dinero que había heredado, había construido el hotel y el hospital, que había
dirigido durante años. Ahora estaba jubilada como médico y se dedicaba en cuerpo y alma al
hotel, aunque todavía la llamaban del hospital para pedirle asesoramiento profesional en ciertas ocasiones. Es decir, esta señora era una especie de Robin Hood
femenino. Tenía un hotel de lujo, en el que ofrecía comodidades occidentales a
turistas ricos, a los que les pegaba unas clavadas monumentales, les sacaba una pasta gansa que reinvertía íntegramente
en el hospital y con la que había conseguido traer la luz y el agua al pueblo
del que se había enamorado en su juventud. No hace falta decir que los habitantes de Andavadoaka la adoraban, era su gran benefactora. Así
que ya no nos cayó tan mal esta señora, sino al contrario. Salimos, en fin, casi a mediodía, con los coches a punto y de camino al sur nos tocó ver una formación de otra especie diferente de baobabs, también exclusiva de Madagascar: el llamado baobab nano, del que pueden ver aquí unas imágenes.
El trayecto para la jornada 13 no era demasiado largo. Nos dirigíamos hacia el pequeño asentamiento vezo de Salary, también situado sobre la playa interminable. A un kilómetro al norte de esa aldea, estaba el hotel Salary Bay que, según la información de que disponíamos, era aun mejor que el Laguna Blu. Llegamos
y, en mi opinión, el lugar no era ni de lejos tan bonito. Estaba bien, pero no tenía los detalles tan cuidados
como el otro. Lo llevaba una señora francesa mayor, un tanto bruta, pero
eficiente, y era también de bungalows y con un buen restaurante. El típico
modelo de resort turístico que parecía funcionar en la zona. Habíamos reservado
aquí dos noches, para dedicar el día decimocuarto a otro de los puntos fuertes
del viaje, que ya les detallo en la entrega siguiente.
Les
contaré, para cerrar, que hace unos días recogí un papelito del buzón de
correos. Era la tarjeta censal. Y mi pensamiento automático inconsciente fue: –Pero si ya
hemos votado... Sí, estoy de acuerdo con ustedes, esto es una mierda, pero habrá
que votar de nuevo, digo yo, y tenemos que ir pensando a quién. ¡Ay! ¡Yo me quiero volver a Madagascar! Que tengan ustedes una buena semana.