Algunos
lectores se sorprenden de mi cariño por la cultura catalana y hasta creen
detectar una contradicción entre mi anti-independentismo y mi aprecio hacia ciertos aspectos del mundillo catalán. A mí me parece que no hay ninguna contradicción. La línea
Pujol-Mas-Puigdemont-Torra me sigue pareciendo un hatajo de gangsters. Estoy de
acuerdo con Sisa: un poeta puede prometer la luna; un político no y, si lo hace,
engaña. La otra parte del movimiento prusesista
(ERC) me merece un poco más de respeto, aunque creo que se han equivocado sumándose
a la estrategia de los primeros, a sus guerras, sus ritmos y sus prisas, estas últimas debidas, como todos sabemos, a una huida hacia
delante para escapar de la cárcel por sus pufos diversos. Aquí todos han metido la
pata, sabiendo, como seguramente sabían, que no tenían mayoría en Cataluña, ni tampoco apoyo externo, salvo cuatro fascistas
flamencos. Arriesgarse a incumplir la
Ley en esas condiciones es suicida. No me gusta tampoco el
victimismo del que se alimentan todo el tiempo. Pero habrá que mirar al futuro y ver cómo lo
arreglamos, porque el tema nos está enmierdando a nivel nacional, como es notorio y palmario (redundancia ésta bastante usada por los políticos españoles).
Tampoco
me gusta todo el universo cultural
catalán. Aprecio su literatura, su respeto por el urbanismo, su gastronomía, su rollo con las setas, los calçots y la
butifarra, su sentido del humor y algunas cosas más. Pero no me gusta su idioma, como ya he dicho. Todas las lenguas que se hablan por estas tierras son
derivados del latín. Y a mí me resultan especialmente gratos de escuchar el castellano, el
francés, el italiano y el gallego. También el portugués y el rumano. El catalán,
sin embargo, me suena casi como una forma de pronunciación paleta, similar al
bable, el castúo o el que se habla en Aragón, que ni me acuerdo cómo se llama.
Lo que pasa es que se han empeñado en elevarlo a la categoría de idioma, algo
en lo que están en su derecho, por supuesto. Como los vascos con el suyo. Y como yo en opinar
que me parece feo y ridículo. También me resulta bastante sosa y desabrida la sardana
(comparen con una muiñeira, por ejemplo), y especialmente su versión extrema,
el Parao de Valldemosa, cuyo nombre ya
lo dice todo.
Sin
embargo, en los 70, antes de la llegada de la democracia, Barcelona era una
metrópolis con una vida cultural súper rica, que desde nuestra casposa y
franquista Madrid mirábamos con envidia. Yo iba bastante por allí en esos
tiempos, a casa de mi amigo Jordi-que-no-se-llama-Jordi. Era la única forma de
ver en directo a gentes como Bruce Springsteen o Elvis Costello, que sólo
tocaban en Barcelona. El mundillo musical era amplio y nutrido, con grupos como la Compañía Eléctrica
Dharma, Máquina y otros. El Zeleste era el antro en donde todos se encontraban. Por allí pululaban personajes tan interesantes como Jordi Sabatès o Santi
Arisa. Y por encima de todos ellos, dos nombres: Pau Riba y Jaume Sisa. El
segundo ha sido siempre uno de mis ídolos. Como ya he contado, hubo un momento en que la presión del nuevo rollo
catalanista se le hizo irrespirable, algo que entiendo completamente. Por
eso emigró a Madrid y se convirtió por unos años en Ricardo Solfa.
Cuando
se fue de Barcelona, Sisa sufría una miopía severa, de la que se operó justo
antes de regresar a su ciudad. Y, en su línea, declaró lo siguiente: –Tío,
cuando me fui de Barcelona, yo era el rey del mambo, a donde fuera todo el
mundo me agasajaba, me abrazaba, me invitaba, no podía ni salir, porque todos me saludaban; era un
coñazo y, encima, yo apenas los veía y tenía que fingir que los reconocía. En cambio, desde
que he vuelto, otra vez puedo disfrutar del anonimato que es lo que a mí me
gusta: voy a cualquier parte de la ciudad y ya nadie me conoce. ¡¡Y yo los veo a todos!! Sisa
fue siempre muy peculiar, lo mismo que Pau Riba, un tipo con un punto más
violento, un completo ácrata y partidario de probar cualquier clase de droga. Resultado
de su creatividad inclasificable, un disco que fue clave: Dioptría (1970). En ese disco histórico
estaba el caótico tema que tienen abajo, con aires del Revolution nº9 de los Beatles. Hablo de Taxista (em vaig al cel). No es tema fácil de oír, no hace falta
que lo escuchen entero. Se lo traigo sólo para que vean qué tipo de cosas se hacían en Barcelona hace casi 50
años.
La verdad es que los taxistas
siempre han dado mucho juego, recuerden la extraordinaria película de Scorsese Taxi Driver (1976), con un Robert de
Niro desbocado componiendo un personaje terrorífico, que hoy estaría encantado
con Trump, Boris Johnson, Salvini o los de Vox. Yo siempre les he tenido
bastante manía a los taxistas por su forma de conducir ventajista e invasiva
pero, miren ustedes por dónde, últimamente estoy cambiando de opinión sobre
ellos, por diversas razones. Los taxistas son, en general, como los viejos
pistoleros del Oeste; se las saben todas y conducen en consecuencia, meten
rueda, ganan la posición y te joden pero nunca de forma peligrosa, porque controlan
un montón. Son también un poco como esos defensas veteranos del fútbol que no le dejan un milímetro al delantero, pero no les pitan apenas faltas. En realidad, me he dado cuenta de que yo, que también soy viejo
zorro, conduzco de la misma forma y por eso estaba siempre peleándome con
ellos, porque competíamos en la misma Liga.
Pero hay una cosa que siempre me
ha molestado especialmente de los taxistas: la roña, la tacañería, esa
condición miserable que hacía que se les conociera como pesetos, o pelas.
(Curiosa la forma en que el cambio de moneda influye en el lenguaje: ahora a
nadie se le ocurriría llamarles euros).
No me refiero a que rebañaran hasta el último céntimo, algo lógico, puesto que
es su negocio. Me refiero a ciertas rutinas, como la de abrir la puerta de
atrás y mear contra el coche, por no gastarse dos duros en un café para
poder usar el aseo. O esa costumbre de avanzar en la parada cuando se va el de
delante, empujando el coche en punto
muerto con la puerta abierta, por no gastar una micra de gasolina en encender
el motor y hacerlo sentado como señores. Esa condición cutre, a menudo iba
unida a una higiene deplorable, fumar en el coche, mal olor del habitáculo, etc.
En la imagen de abajo, pueden ver una escena de su huelga más salvaje,
precisamente en Barcelona, cuando colapsaron toda la circulación de la ciudad. ¿Pondrían ustedes la mano en el fuego por asegurar
que ninguno de ellos está aprovechando para mear?
Antes, mis batallas contra el
típico taxista que te cierra o te chulea, terminaban en un bocinazo indignado
de mi parte. El efecto de ese bocinazo, no solía ser muy apreciable.
Normalmente, el tipo llevaba un brazo fuera colgando (otra costumbre que odio)
y, como mucho, su respuesta se limitaba a usar el meñique para darle unos
toquecitos al pitillo para que cayera la ceniza al asfalto. Pero ya les digo
que ahora he suavizado mi opinión acerca de este colectivo. ¿Y saben por qué?
Pues porque ahora hay otro grupo mucho más irritante: los conductores de VTC.
Si los taxistas son viejos pistoleros del Oeste, los de los VTC son como los
novatos, los pardillos que están siempre dando el coñazo, en el centro de
cualquier atasco, por torpes. No falla: de pronto se ralentiza un carril, te
sales como puedes y al final ves al causante. Llevan todos coches negros grandes,
impecablemente limpios, con cristales tintados, matrícula de color azul y una
pegatina con la bandera de la
Comunidad de Madrid en el cristal. No saben nada de la ciudad
ni de sus calles. Y, en cuanto no lo ven claro, se quedan parados en el medio, pasmados,
dudando sobre si se van a la derecha o a la izquierda. En comparación con estos memos, encontrarte a un taxista es
una bendición.
Pero Pau Riba no es el único que
ha cantado a los taxistas. Lo ha hecho también, por ejemplo, Lenny Kravitz, el
gran músico neoyorkino al que vimos no hace mucho en un vídeo de Mick Jagger
haciendo el energúmeno, enfundado en un chándal barato. Kravitz sintetiza en
unas cuantas frases su descontento con los taxistas de NY, los titulares de los
famosos yellow cabs, que no le dejan montarse, con la prisa que tiene y les pregunta si es por el color de su
piel. La canción se basa en un riff muy sencillo pero efectivo, que finalmente resulta
hipnótico. Les pido que la vean en pantalla grande, porque las imágenes en
blanco y negro muestran a Nueva York tal como yo lo vi en mi primera visita, allá por
1982, antes de entrar en el Ayuntamiento. Un lugar violento, muy inseguro,
donde te podía pasar cualquier cosa, pero a la vez apasionante. Véanlo antes de
seguir.
He estado en Nueva York cuatro
veces, las dos primeras en los 80. En el 82 hice todo un reportaje fotográfico
en blanco y negro, que recuerda mucho a las imágenes de este vídeo. Circunnavegué
la isla en un barco turístico, subí al Empire State por primera vez, visité el
hipódromo de Aqueduct y vi en concierto a unos ancianos Sonny Terry y Brownie
McGee en un pequeño restaurante, además de asistir a un concierto de Toots and the Maytals en el Webster Hall, antiguo
Centro Gallego de la ciudad, en el que andaba por allí Ron Wood, que se animó a
subir a tocar un par de temas con los jamaicanos. Cuatro años más tarde regresé
para correr el Maratón. Tardaría después más de 20 años en volver y ya encontré
una ciudad diferente, más segura y luminosa, en la que uno se puede acercar al
borde de la isla de Manhattan sin peligro. Nueva York es la capital del mundo y
una de mis ciudades favoritas. Y ninguna de mis visitas podrá nunca compararse con la primera, en la que
descubrí la envergadura y el encanto de esta urbe única. Vean abajo una foto mía de ese
viaje iniciático. Estaba yo guapísimo por entonces. Vamos, que daba gloria verme.
En fin, he empezado hablando de
Barcelona, he saltado a los taxistas y he terminado en Nueva York. Son los
riesgos de empezar un texto sin saber a dónde se quiere llegar. Los músicos de
las diferentes tendencias han dedicado a Nueva York algunas canciones sublimes,
desde la de Frank Sinatra a la de Alicia Keys. Pero yo les voy a dejar de
propina dos algo menos conocidas. La primera es la que le dedicó John Lennon, otro
de los forofos de esta ciudad, en la que murió a tiros en diciembre de
1980. La canción se titula Qué pasa New York, es bastante similar a otras suyas
que narran historias divertidas, como The Ballad of John and Yoko y, que yo
recuerde, es la única de todas las suyas en la que utiliza una expresión en español.
Por último, la mejor de todas, la que aparece en el
segundo y último disco grabado en solitario por Joey Ramone, antes de fallecer por un
linfoma fulminante a los 49 años. El grupo de sus amigos y familiares quiso
hacerle un homenaje póstumo contratando al prestigioso director de cine Greg Jardin
para montar este vídeo en el que, mediante la técnica del stop motion, muestra
sucesivamente la imagen de 115 neoyorkinos, algunos anónimos, pero la mayoría del
mundillo musical, como el hermano pequeño de Joey, que abre y cierra el film.
Creo que nunca se había captado el vértigo que está en la esencia de Nueva York, como en este vídeo, que, por cierto, ya lo traje yo al blog hace casi 7 años, a
finales de 2012, cuando estaba recién publicado. Pónganse la pantalla grande. Y sean buenos.