viernes, 29 de noviembre de 2013

207. Futesas de otoño

Futesas. Bonita palabra. Cosas sin importancia. Al menos sin importancia aparente. Para mí la tienen, si no, no escribiría de ellas. El otoño es una estación maravillosa en Madrid. Ya saben que me fui de viaje a primeros de noviembre, en pleno veranillo de San Martín (ese que le llegaba a todos los cerdos hasta la llegada de Rajoy: ahora se hace de rogar para muchos, pero también les llegará). Salí de aquí con ropa de entretiempo, y sobreviví mal que bien hasta llegar a París, donde me pilló la ola de frío que estamos soportando también por estos pagos. Pero lo más importante: llevaba mis gafas de sol de esquiador. ¿Pueden creer que volví con ellas en el mismo bolsillo? Ni una sola vez tuve que ponérmelas en 13 días por Europa.

La falta de luz incide en el carácter de las personas, más que ninguna otra circunstancia climatológica, es algo demostrado. Cuando yo vivía en La Coruña hace 45 años (entonces hacía peor tiempo que ahora), a mediados de septiembre se empezaba a nublar, y uno se despedía ya del sol hasta abril. Inevitablemente, ese cielo gris influía en el ánimo de las gentes. En mi primera mañana madrileña después del viaje, tuve que ponerme las gafas de sol. Sucedió el día que recibí a una delegación del área metropolitana de Bangkok a los que largué el rollo habitual y acompañé luego brevemente a visitar el Madrid Río. Me dijeron que no querían caminar, así que íbamos en un autobús del que se bajaban en algunos puntos, hacían fotos y se volvían a subir. Traían una intérprete que llevaba cinco años estudiando en España y que me aclaró que todavía estaba admirada de cuánto andábamos los españoles.

Ayer y hoy, apenas he aparecido por el despacho o lo que sea (cubículo con vistas a la llamada pradera). Por diversos motivos he tenido que estar por la calle, y es algo que me encanta, callejear por Madrid en días de diario. Ayer amaneció con los tejados entrenevados. Salí caminando por las callejas del barrio de Cortes, en dirección al edificio de los juzgados de Gran Vía 19. Era ya bien entrada la mañana y por la calle había bastante gente guarecida con guantes y bufandas. El cielo de Madrid era de un azul difícil de describir con palabras, después de que la ligera nevada de la noche hubiera limpiado el aire de contaminantes. Mi visita al juzgado tenía por objeto firmar un acta de apoderamiento, a favor de un abogado del sindicato al que me he afiliado hace unos meses. Cuando empezaron a pintar bastos, decidí sindicarme, para mejor defenderme de la que estaba cayendo.

Por supuesto, no he elegido un sindicato de partido, ni tampoco uno de esos supuestamente apartidistas que le hacen el caldo gordo al PP. Mi sindicato es una agrupación de profesionales, de ámbito exclusivamente municipal, independiente desde sus propias siglas: CITAM, Coalición Independiente de Trabajadores del Ayuntamiento de Madrid. Con su ayuda, llevo ya un tiempo reclamando el premio por 30 años de trabajo, premio que me estuvieron prometiendo durante 29 y medio, hasta que llegó el tío Rajoy con la rebaja. Ya he cumplido los 31 años de tajo, pero estas cosas son lentas. A la puerta de los juzgados había quedado con una chica del sindicato a la que no conocía, excepto por teléfono. Nos presentamos y esperamos un rato más, porque la cita incluía a una tercera persona que debía firmar un acta como la mía.

Con un frío de justicia (nunca mejor dicho) y viendo que la otra se retrasaba, la chica del sindicato decidió entrar y subir a la quinta planta, la de mi juzgado, para ir avanzando. Arriba, la llamó al móvil la otra desde la puerta. Su respuesta: “espérame abajo, pero entra p’adentro, que te arricias”. Bueno, esta es una expresión que no había escuchado nunca, pero la entendí al instante: arriciarse de frío. Después he sabido que se trata de un arcaísmo, de uso habitual entre los pastores del norte de la provincia de León. Así que la chica era paisana de Zapatero. En fin, una palabra nueva hace que ya merezca la pena el día. Paré luego a tomar un café en Gran Vía Uno, restaurante del que ya les he hablado, y seguí hacia Atocha, donde debía coger mi coche para ir al trabajo. El aire se iba templando y la nieve se licuaba en los parterres.

En la plaza del Reina Sofía estaban rodando una película. Me uní al grupo de jubilados mirones y vi cómo repetían una escena: cuatro GEOS y dos policías de paisano, chico y chica, capturaban a un delincuente melenudo que, al verse acorralado, levantaba los brazos y se entregaba. La chica le ponía las esposas y gritaban ¡corten! El delincuente bromeaba entonces con los polis: ¡qué cara de malo pones, cabrón! Es que soy un madero –decía el otro, y vuelta a empezar. Para el rodaje de esa escena de un minuto, había en la plaza unas 50 personas.

Esta mañana hacía bastante frío también. He ido caminando a Cibeles porque debía atender a una nueva delegación extranjera, esta vez de la ciudad surcoreana de Sejong. Hace unos diez años recibí a la Comisión para el Traslado de la Capital de Corea del Sur. Seúl era ya entonces una ciudad un poco colapsada y sobrecargada y estaban pensando en crear una capital administrativa, al estilo de Brasilia, para trasladar allí las dependencias del Estado. Esa nueva ciudad es Sejong, está construida y al año que viene finalizará el traslado de los 30.000 funcionarios del Estado que tienen pensado llevar allí, el 80% del total. El resto seguirá en Seúl. Sejong está a 130 kms. de Seúl, con la que se comunica con un tren rápido, ya en servicio, que tarda 40 minutos.

Esta mañana, después de hora y media de conferencia, hemos ido en bus a Madrid Río y hemos dado un largo paseo, hasta las 13.30. A los coreanos les gusta caminar y lo hemos pasado muy bien. Los coreanos son tipos muy simpáticos, tan occidentales y educados como los japoneses, pero menos formales, con un punto gamberro característico, que se puede ver en el vídeo de Gangnam Style (post #39). Hemos terminado tomando una cerveza en una de las terrazas del parque, al sol del otoño madrileño.

Hablando de cervezas, les pongo aquí el link de una de las noticias que me han interesado en estos días. Un médico madrileño y otro catalán han llegado a la conclusión de que la cerveza, con moderación como yo la tomo, es cojonuda para la buena salud cardiovascular y fortalece los huesos. Dicen también que es falso que engorde y que es buena para las embarazadas, que luego paren niños más sanos. Nada de esto me sorprende. Yo me conservo a base de correr, escribir en el blog y beber cerveza.

Otra noticia. Un estudio publicado en la revista Chemosphere, revela que el Manzanares es el río de Europa con más restos de cocaína en sus aguas. También registra anfetaminas, ansiolíticos y antidepresivos en cifras record. Y digo yo: en ríos es posible que sea cierto, pero ¿habrán medido estos señores el agua de los canales de Ámsterdam? Por otro lado, seguro que también influye el bajo caudal de nuestro aprendiz de río. O sea, que no es que los madrileños seamos los más drogadictos, sino que el Sena en París, o el Tajo en Lisboa tienen mucha más agua.

Tercera futesa o noticia insignificante de las que a mí me gustan. Un chaval de Coslada que se largó a Edimburgo y trabaja allí de conductor de los autobuses municipales, ha sido elegido el mejor conductor de autobús del Reino Unido, un galardón que se entrega desde hace 18 años. Entren y miren la cara del chaval. No me digan que no somos cojonudos.
Que disfruten del fin de semana.

lunes, 25 de noviembre de 2013

206. Un voto al optimismo

Otra vez instalado en la normalidad, encuentro a mucha gente a mi alrededor con el mismo desánimo de siempre. Es todo una mierda, España va de culo, esto no ha hecho más que empezar, es falso que estemos saliendo de la crisis, y esta especie de zona átona y neutra en que nos encontramos sólo es un pequeño momento de alivio en la inexorable pendiente del descenso a los infiernos. Bien, ya saben que soy un optimista inveterado, que defiendo la posición personal proactiva y positiva, porque creo que esa predisposición ayuda cada mañana a afrontar los obstáculos que puedan venir. De la misma forma, estoy convencido de que los pesimistas recalcitrantes se traen sus problemas de casa, de su familia, o de su propia mente.

Por supuesto, no hablo de los que entienden el pesimismo como una invariante en su concepción del mundo, resultado de una reflexión filosófica, probablemente acertada, y que yo respeto profundamente. No hablo de ellos, sino de los cenizos, los que pronostican cada día que cualquier cosa buena que pueda intentarse será un fracaso, y en cambio las iniciativas malvadas y perversas triunfarán, porque, total, todo es una mierda. Me molesta sobre todo la postura de los que, tras decir que todo va muy mal, se van a su casa y se ponen a ver la tele, como si ya no tuvieran más que hacer. Para mí, el optimismo no debe ser el resultado de la inconsciencia o la falta de análisis, sino el fruto de una perspectiva realista, que tenga en cuenta el contexto y el momento histórico en que nos encontramos. Los que tenemos ya más de 60, hemos vivido tiempos difíciles en nuestra infancia y hemos ido mejorando después. Ahora toca reajustarse el cinturón. Pero no perdamos la perspectiva.

Tal como yo la entiendo, la historia de la civilización occidental es un continuo proceso de avance, desde la barbarie prehistórica hasta nuestros días. Un proceso con largas zonas de sombra, incluso períodos de indudable retroceso global, como la Edad Media (momento en que nos adelantaron los musulmanes, primero, y los chinos, luego, como ya he contado). Pero, a partir del siglo XVIII (llamado de las Luces), el avance de nuestra cultura es constante, aunque no lineal. Un avance centrado en la lucha contra la enfermedad, la desigualdad y la pobreza, las tres grandes lacras de la humanidad desde los tiempos primigenios. Si creen que en estos tres aspectos no hemos avanzado nada, les sugiero que lean a Chejov, a Dickens o a Pérez Galdós.  El avance de la ciencia y la técnica, impresionante en los dos últimos siglos, ha sido paralelo al progresivo asentamiento de una cultura democrática, finalmente asentada frente a los sueños del comunismo y el fascismo, ambos degenerados en una deriva criminal, e irremediablemente desacreditados como alternativas.

Después de pasar unos días en los escenarios de las terribles batallas que arrasaron Europa en la primera mitad del siglo XX y asistir a las conmemoraciones del armisticio de la Primer Guerra Mundial, he constatado que la violencia más ancestral ha estado infiltrada en la esencia de nuestra civilizada sociedad hasta hace dos días. Y que tendríamos que dar saltos de alegría los que hemos tenido la extraordinaria suerte de vivir en la segunda mitad de ese siglo terrible, y no en la primera. Porque, con todos sus defectos, sus injusticias y sus miserias, este mundo que tenemos es mejor en su conjunto, que cualquier otro que haya existido con anterioridad. Nunca se había avanzado tanto en la lucha contra la enfermedad. En ninguna otra sociedad anterior la mujer ha gozado de un nivel de igualdad como el actual, y lo mismo podemos decir de los colectivos tradicionalmente segregados por razón de religión, raza u orientación sexual. En cuanto a la desigualdad y la pobreza, estamos en un momento de retroceso, pero yo confío en que volvamos a avanzar. Y la extensión de la información instantánea, a caballo de los nuevos medios digitales, es un arma  en manos del pueblo, a pesar de los riesgos que comporta.

Sentado esto en cuanto al nivel global, qué decir de la posición de España. Pues que estamos jodidos, que hemos alcanzado el “fondo de la piscina”, pero no hay señales de que estemos empezando a remontar hacia la superficie, salvo algunos indicadores macroeconómicos, que no afectan por ahora a la vida cotidiana de los españolitos, recortados, empobrecidos y asustados. También es cierto que no hemos caído tanto como Portugal, ni mucho menos como Grecia, que lo van a tener peor para salir del agujero. Como también es evidente que la especial estructura familiar y solidaria de nuestra sociedad ha ayudado a mitigar los golpes que nos han ido asestando los poderes económicos. Y que en algunos aspectos hemos dado una auténtica lección de civismo y serenidad. Quien ha viajado un poco, tiene claro que en España se vive muy bien. Ahora no tanto, pero todavía se vive globalmente bien.

Yo no les tengo ninguna envidia a países como Brasil, India o Rusia, con cifras positivas en cuanto a todos los indicadores de aumento global de la riqueza, pero con un reparto de esa riqueza totalmente impresentable, por no hablar del gigante chino. Tal vez un día lleguen a crear una clase media, por ahora inexistente. Nosotros estamos luchando por no perderla. Vean el resultado de la huelga de basuras: los trabajadores han aceptado repartir entre todos el ahorro que se quería conseguir echando a la calle a más de mil compañeros. Todos han perdido sueldo, pero siguen juntos y de la mano. Y los ciudadanos han aguantado los inconvenientes de la huelga sin decir una palabra más alta que otra, en una actitud paciente de solidaridad silenciosa con los huelguistas. En nuestro país hay mucha gente peleando por salvar lo que se pueda del llamado estado del bienestar. Ayudémosles.

Estamos mal, pero estamos donde estamos. Hay indicadores precisos de nuestra posición, que atañen a temas como la calidad de vida, la cohesión social o la escasa incidencia del racismo, por ejemplo. Ni un solo magrebí puede decir que su posición en nuestro país haya empeorado después de los atentados del 11-M. Uno de los indicadores más precisos de este tipo de aspectos, no relacionados directamente con la marcha de la economía, es el índice de percepción de la corrupción por los ciudadanos, base de un mapa que elabora la organización Transparency International, actualizado cada año. Podrían pensar ustedes que, con los casos Gurtel, Bárcenas, Fabra, etcétera, estaríamos fatal. Pues no. En nuestro país, somos conscientes de que los políticos son unos chorizos, pero los políticos son una minoría. Y aquí se puede confiar en la policía, los jueces, los funcionarios, los profesionales de cada ramo, algo que no sucede en muchos países. Aquí tienen el mapa de la corrupción de 2012.

Como pueden ver, los países se han ordenado en cuatro niveles. En el más limpio están casi toda la Europa del norte, Canadá, Australia, Nueva Zelanda y Uruguay (país admirable). Nosotros estamos en un segundo nivel, junto con Estados Unidos, Chile, Italia, Portugal, Polonia, Japón y Corea del Sur, entre otros. Hay un tercer nivel que engloba a China, Arabia Saudí, Turquía, los países balcánicos, Marruecos, Argelia y la mayor parte de Sudamérica. Y luego están los más chorizos: casi toda África y la mayor parte de Asia. No les sorprenderá encontrar en este nivel a México, Venezuela, Rusia, Irán, o la India. En una palabra: estamos donde estamos, en la historia y en el mundo. Ni mejor ni peor. Y lo que tenemos que hacer es pelear, apoyar y sumar, no decir que todo es una mierda y quedarnos quietos.

Nada, en cuanto vuelvo de mis viajes me pongo a regañarles. 

viernes, 22 de noviembre de 2013

205. El final del viaje

Lunes 18 por la tarde. Descansé un rato antes del concierto de Noa y consulté las noticias en Internet. ¡Había habido dos tiroteos en París a primera hora de la mañana! Un periodista de Liberation estaba herido grave, y el tipo del fusil había huido. Toda la policía de París le buscaba. ¡¡Uf!! Había un hombre suelto (que no un lobo-hombre) en París, con su fusil dispuesto para disparar a cualquier transeúnte. Salí a la calle no sin cierta prevención, pero la noche era tranquila, no se oían más sirenas que las de costumbre y el Teatre Saint Martin estaba bastante cerca. Tengo ya que decir que el concierto de Noa fue sensacional.

Leo algunos datos sobre Noa, cuya foto tienen aquí al lado. Nacida en 1969, vivió en New York hasta los 17, en que se trasladó a Israel. Su compañero desde siempre, director artístico y mentor, se llama Gil Dor y la acompaña a la guitarra en todos los conciertos. Además lleva un percusionista y un conjunto de cuerda que forman cuatro músicos de Nápoles: dos violines, viola de gamba y chelo. Con ese escueto acompañamiento, interpreta un concierto de dos horas que te deja sin aliento: potente, variado, divertido. Esta mujer menuda, cuyo rostro recuerda vagamente a los de la saga de Lola Flores, desarrolla en escena una energía que no le va a la zaga a la de Angélica Liddell, pero orientada hacia sentimientos positivos. Son como el yin y el yang.

El repertorio abarca todas las músicas posibles: canciones del Magreb, músicas étnicas al estilo Paul Simon, cantos yiddish, alegres sones sudafricanos, cantos religiosos del Yemen, baladas maravillosas, arias de ópera que ella misma compone, canciones bufas napolitanas y todo lo que se quieran imaginar. Su voz es potente y no se arruga ante los palos más altos. Gil Dor la acompaña con una guitarra española de la que es un virtuoso. Pero es que la propia Noa toca los bongós en serio. De tanto en tanto se sitúa tras los cuatro bongós que hay al fondo del escenario y monta un escándalo ensordecedor sin dejar de cantar. En esas tesituras, el percusionista se limita a apoyarla con una panderetita.

En cuanto a los napolitanos, llamados Solis String Quartet, pues son capaces de convertirse en una orquestina de las que tocan en los cafés de Argel, una orquesta clásica de cámara, o lo que haga falta. Hacia la mitad del concierto, se fueron los demás músicos, bajó la luz y se quedaron en la escena en penumbra sólo Noa y Gil. Entonces se marcaron una versión intimista y sentida del High in the sky de Amen Corner que nos puso a todos la carne de gallina. Fue un momento de una belleza extrema, que suscitó la ovación del público puesto en pie. A continuación, se quedaron en escena los Solis String Quartet y se marcaron una pieza jazzística en tres por cuatro, que hubiera firmado el mismísimo Weather Report de Joe Zawinul & company.

En la segunda parte, sin transición, Noa siguió desgranando su repertorio variado, repleto de sorpresas. Para la pieza religiosa del Yemen se sientan ella y el percusionista con sendos instrumentos tradicionales, similares a latas de queroseno, de los que extraen una sonoridad impensable. Para la pieza en que presenta uno a uno a sus músicos se marcan un blues digno de Bessie Smith, y hacia el final conceden interpretar alguno de sus éxitos más conocidos. Hubieron de dar dos bises de varias canciones a requerimiento del público entusiasmado. Salí del concierto y celebré lo bien que me lo había pasado obsequiándome con una ensalada napolitana gigante y una pinta de Grimberger de presión en una pizzería frente al teatro.

El martes 19 repetí mi rutina del café-crème y el croissant. Los periódicos se centraban en la caza del hombre del fusil, y el dramático partido que la selección de fútbol jugaría por la noche en el Parque de los Príncipes. Me llamó la atención una tercera noticia. Un ingeniero de caminos francés, que llevaba secuestrado casi un año en manos de una guerrilla islámica del norte de Nigeria, había logrado escaparse. No daban grandes detalles: el tipo tiene 63 años, su familia vive en la isla Reunion, sus captores eran el grupo Ansaru, disidentes de la secta islámica radical Boko Haram, el hombre se había escapado “por sus propios medios” y llegaría a París en dos días. Y la reacción de su señora en Reunion al enterarse de todo esto (en una traducción libre del francés): ¡Olé sus cojones! ¡Ese es mi chico! ¡Bien por él!

Hoy he dedicado el día de nuevo a pasear por París con Philippe. Él tenía algún asunto que resolver cerca de la Place d’Italie y, con motivo de eso, hemos visitado el barrio de La Butte aux Cailles, estructurado en torno a la calle del mismo nombre. Hemos comido en el restaurante de la antigua Societé Cooperative Ouvrière de Production, un lugar muy agradable de comida casera. Todo el mundo hablaba del partido de la noche. Philippe me ha confesado que su deseo es que pierda la selección, para que de una vez dejen de le casser les pieds. Es una forma educada de decir que ils le cassen les cuilles. Luego hemos caminado un rato por la Avenue des Gobelins para bajar la comida, aunque empezaba a hacer frío en serio. Después hemos tomado el Metro para ir a la otra punta de París, la zona norte.

Philippe quería enseñarme varias actuaciones a ambos lados del pincel de vías de la Gare du Nord. Por un lado el 104, un centro cívico construido a partir de la rehabilitación de las cocheras de la Funeraria de París, donde se guardaban las antiguas carrozas negras tiradas por caballos del mismo color. Ahora es un equipamiento ciudadano luminoso, con un espacio acristalado donde muchos jóvenes de las deprimidas barriadas multirraciales del entorno practican malabarismo y otras disciplinas circenses, así como breakdance, arte experimental, talleres de todo tipo y actividades culturales diversas. Al otro lado una actuación urbanística pública que está finalizando su ejecución, con una banda de vivienda social y otra de equipamientos, con una zona verde en el extremo. La actuación se desarrolla mediante una empresa mixta, con total control público. Qué envidia me da el Ayuntamiento de París.

Para regresar hemos atravesado el barrio donde viven todos los pakis, hindúes, tamiles y bangladeshíes. Es como darse una vuelta por Bombay. Conocía las barriadas de los negros, los chinos y los magrebíes (Philippe me llevó a visitarlas en viajes anteriores), pero esto nunca lo había visto. Luego fuimos a comprar un paquete de trufas en una tienda de chocolates y nos despedimos. Las trufas eran para mí, para un regalo. A segunda hora debía visitar a mi sobrina, que vive en París con su marido y sus dos preciosas hijas. Pasé un rato muy agradable con ellos y regresé después caminando, con un frío helador, en medio de las ovaciones estruendosas que salían de los bares. Ya saben que Francia ganó.

El miércoles 20 repetí desayuno en el sitio de costumbre. La prensa casi hablaba sólo del triunfo épico de Francia, al que dedicaban el 75 % del espacio. Que el tipo del fusil anduviera todavía suelto pasaba a segundo plano. En un rincón daban más detalles del rehén escapado. Ni un solo día en su largo encierro se había dejado llevar por el desánimo. Caminaba cada día entre 10 y 15 kilómetros dando vueltas dentro de su celda. Escribía febrilmente reflexiones sobre poleas y temas técnicos. Y preparaba la fuga. Después de tanto tiempo lo habían dejado al cuidado de un solo guardián. Había estudiado sus rutinas y había bricolé (no sé cómo traducir esta palabra) el cable de la cerradura que le encerraba. Aprovechando el inicio de las abluciones rituales previas al rezo matutino de su guardián, este héroe salió pitando, corrió 4 kilómetros y tuvo la suerte de llegar a una carretera donde pudo parar un mototaxi, a cuyo conductor pidió que le llevara al puesto de policía más cercano. Sí, señor, con un par de cuilles. No me resisto a ponerles aquí la imagen de este hombre de 63 años que empezó por vencer al miedo y luego ganó las demás batallas.

Subí a casa de Philippe, hice las maletas, me despedí de mis anfitriones y bajé caminando por la rue Montorgueil hasta el nudo de Chatêlet-Les Halles, el intercambiador de transportes más grande del mundo. Allí tomé el RER al aeropuerto de Orly. Ante la puerta de embarque le mandé un mensaje a Philippe: “He   pasado la seguridad, han comprobado que no soy el hombre del fusil y voy a subir al avión”. En el Boeing 737 de Air Europe me tocó un asiento de cola. Estaba cayendo un aguanieve incipiente sobre la pista del pequeño Orly. El pasaje estaba lleno de españoles, incluyendo varias familias con niños pequeños, todos bastante inquietos.

A poco de despegar, el más tocapelotas de los niños empezó a llorar y a berrear: “YO QUIERO IR A PARÍS, YO QUIERO IR A PARÍS”. Así se pasó la mayor parte del vuelo. Me entraron ganas de ponerme a gritar con él, en solidaridad. Yo también quería volverme. Yo también quería seguir zanganeando por Europa. Pero a las 7 estaba en Madrid. Cogí el Metro y me dirigí otra vez a mi rutina.