En la larga lista de textos que tengo pendientes de escribir para ustedes (incluyendo dos necrológicas ineludibles de los dos amigos que he perdido recientemente), hay un tema que hace ya tiempo que tengo en cartera, aunque quizá hasta ahora no he tenido la suficiente perspectiva para verlo con ánimos calmados. En el mes de marzo fui objeto de una actuación en mi opinión injusta e inadecuada por parte de un servidor de la Ley. Haciendo uso de mis derechos, escribí al Defensor del Pueblo y creo que lo mejor es que transcriba aquí esa carta, donde se describen los hechos, para seguir más abajo con los correlatos e historietas derivadas. Vamos, pues, a ello. Como digo en el texto, tuve la oportunidad de conocer un día al señor Gabilondo, lo que me lleva a caer en un cierto colegueo un tanto almibarado e indecente, del que les pido disculpas, únicamente destinado a que el tipo me hiciera más caso, con los resultados que se verán.
Carta abierta al Defensor del Pueblo
En Madrid, a 21 de mayo de 2023
Estimado Ángel, perdona que me dirija a ti directamente, ya sé que seguramente esta carta será leída inicialmente por alguno de tus ayudantes, pero es que se da la circunstancia de que tuve el privilegio de saludarte en una ocasión. Siendo todavía funcionario municipal en activo, mi amigo Antonio Lucio, letrado de la Asamblea de Madrid, me invitó a comer con él en la cafetería del edificio. A medio almuerzo apareciste por allí y saludaste a Antonio, que nos presentó de inmediato. Te diré también que he servido en el Área de Urbanismo del Ayuntamiento de Madrid durante casi 40 años, hasta que cumplí los 70 (ahora tengo 72).
Al saludarte, supe al instante que eres un buen lector; yo soy escritor, estoy en posesión de un premio de novela corta y tú sabes que el hecho de la literatura se produce cuando alguien escribe algo y otra persona lo lee y disfruta con ello. Por eso me gustaría que leyeras esto, no vas a perder mucho tiempo en ello. Ciertamente he sido objeto de un trato inadecuado, en mi opinión, por parte de alguien que representa a la autoridad municipal, un asunto nimio, pero del que creo que es mi deber como ciudadano defenderme. Vamos a los hechos.
Por circunstancias, he terminado por vivir solo en el centro de Madrid y llevaba tiempo intentando hacerme con un gato, animales por los que siento una gran afinidad. Por fin me anunciaron que me traían el ansiado gato el 28 de marzo pasado. El día anterior, lunes 27, cogí mi coche para acercarme a la tienda Kiwoko de la Avenida de los Toreros. De allí salí cargado con una serie de pertrechos voluminosos y pesados. Un saco de arena de 16 kilos, otro de comida para gatos jóvenes más o menos del mismo porte y peso, un arenero con caperuza, un poste de cuerda con su base para el afilado de uñas, una camita acolchada y algunos objetos más. Debía descargar todo ello a la puerta de mi casa, calle Alameda 22, porque mi plaza de garaje está muy lejos, y avisé por teléfono al portero de la finca para que me ayudara y no tuviera que tener mucho tiempo el coche detenido frente al portal, estorbando el posible tráfico.
Frente al número 22 está la llamada Plaza de las Letras, urbanizada en tiempos de Ruiz-Gallardón. Esta plaza estaba originalmente rodeada de bolardos, pero los dos de la esquina fueron arrancados por los vecinos hasta tres veces, momento en que el Ayuntamiento decidió no reponerlos más. La falta de esos bolardos permite meter un coche o furgoneta en la esquina para descargas más complicadas, como en una mudanza. Desde entonces los vecinos utilizamos la esquina de esta forma de manera natural. Cuando tuve que prepararme mi oposición de funcionario TAE del Área de Urbanismo, aprendí que las fuentes de la Justicia son tres: las leyes (los textos escritos y aprobados como tales), la jurisprudencia (resoluciones anteriores de casos similares) y la costumbre. Después de años de actuar así, los vecinos de la zona hemos hecho de la costumbre de descargar en ese lugar un asunto de justicia.
Llegué al lugar, hube de maniobrar para meter mi coche en el rincón citado y, cuando ya me iba a bajar, por el retrovisor vi a un joven enfundado en un chaleco naranja reflectante, provisto de gafas negras, casco y numerosos pertrechos colgantes de la pechera que, medio subido a una bicicleta, me hacía gestos negativos con el índice a guisa de limpiaparabrisas: que no, que no, que no. Bajé el cristal, le aclaré que era sólo un segundo para descargar unos bultos muy pesados (el portero ya andaba por allí al quite). Me dijo que no se podía aparcar allí y que por favor sacara el coche inmediatamente. Bajé la cabeza, metí la marcha atrás y desde el asiento le dije: −Entonces, si no me deja usted utilizar la esquina, tendré que descargar en la calle. Reconozco que esto fue un error, pero a mí no me enseñaron de pequeño a ser sumiso cuando alguien me atropella. Tal vez debería haber dicho algo así: −Cómo no, señor agente de movilidad, agradecido de cumplir sus órdenes que tanto ayudan a los ciudadanos.
Dije, sin embargo lo otro. El señor agente se puso inmediatamente muy tenso: −¿Eso es una amenaza? –No, no, no señor agente, para nada, sólo es el anuncio de lo que voy a hacer. El tipo se puso histérico, y empezó a gritarme: −Es que no se puede parar ahí, váyase, váyase. Yo ya me afanaba con el portero en bajar todas las cosas, con la mayor presteza, diciendo: −ya me voy, ya me voy. Subí al coche y, desde atrás, el enfurecido agente gritó: −¡¡Ya se acordará usted de mí cuando le llegue una multa de 200€ por pararse en medio de la calle!! ¡¡Y otros 200 por desobediencia!! Por cierto, el agente tenía una compañera, que durante todo el episodio miraba al suelo y movía la cabeza negativamente, tal vez desolada ante el cirio que estábamos montando. Pero así fueron las cosas y el portero (que está más indignado por todo esto que yo) me dice que él iría a ratificar mi versión donde hiciera falta.
En realidad, lo que hice fue una operación mucho más rápida que la que hace, por ejemplo, un taxi que trae a un vecino desde el aeropuerto con sus maletas, o alguna señora impedida a la que han de ayudar a bajarse. Es algo permitido y yo no estorbaba a nadie, puesto que ningún vehículo venía por la calle. ¿Estoy obligado a obedecer una orden injusta o desproporcionada? Yo creo que estos agentes de movilidad están para ayudar; en realidad, lo que tendría que haber hecho este señor es facilitarme la descarga, tengo 72 años y los aparento. Como conservo contactos en el Ayuntamiento, unos días más tarde conecté con gente del Área de Seguridad, a los que ingenuamente les planteé que tal vez las amenazas de este señor fueran de farol y, una vez desahogado, se abstuviera de tramitar las sanciones indicadas. Mi colega me desengañó. Un tipo que se ha portado de esa manera contigo –me dijo– revela ser una clase de persona; ni lo dudes que te pondrá la mayor sanción que pueda.
Un mes después me llegaron los dos temidos sobres. Con dos sorpresas, una agradable y la otra no. La agradable era que la multa primera, por estacionar en vía pública de tránsito (sic), era sólo de 90€. He de decirle que la pagué inmediatamente, como tengo por costumbre: por 45€ se terminó el problema. Eso no quiere decir que esté de acuerdo. Según el código de la circulación, que tuve que aprenderme para sacarme el carné, yo no estacioné el coche, sino que me detuve. Me baso para afirmar eso en que no apagué el motor ni cerré la puerta del conductor durante todo el trámite, el portero puede certificarlo. Eso es detenerse, no estacionar. Pero ya está pagada y punto. La sorpresa desagradable venía en el otro sobre. No por la cuantía de la sanción por desobediencia (los 200€ previstos), sino porque comporta la pérdida de 4 puntos del carné.
Francamente, a mi edad y con mi forma de conducir ultraprudente, no voy a tener tiempo de perder los once puntos que me quedan. Pero otra de las cosas que he aprendido en mi larga vida funcionarial es que las sanciones tienen que ser proporcionales a los delitos sancionados. Quitarme 4 puntos por esta historia es tan desproporcionado como ahorcar a manifestantes iraníes, con perdón de la comparación. La carta me instaba a identificar al conductor, cosa que hice enseguida. Ahora estoy a la espera de que me llegue la sanción y, salvo que tú me indiques lo contrario, pagaré la cuantía reducida, 100€, cuyo ahorro no me sacaría de pobre. Mi experiencia con los recursos a las multas es que no sirven para nada, sólo para alargar el tema y terminar pagando el doble, así está organizado.
¿Por qué te escribo entonces? Pues tengo cuatro razones. La primera es obvia: soy escritor y tengo la rutina compulsiva de, cuando me sucede algo como esto, escribirlo. No lo puedo evitar. Segunda razón: como ciudadano de Madrid, creo que es mi deber denunciar un comportamiento de un supuesto servidor del orden que me parece inapropiado, excesivo y bordeando el acoso a un pacífico ciudadano de edad avanzada. Tercero: como he dicho, la circunstancia de que me quiten cuatro puntos del carné por esa mamarrachada es algo que añade al tema un punto humillante del que entiendo que me debo defender con mis armas, que son las de la escritura.
Pero la razón número cuatro es la fundamental y es por la que me dirijo a ti. Porque quisiera pedirte, respetuosamente, que indagues sobre este asunto y que hagas por ponerlo en conocimiento de los superiores del agente de movilidad de marras. Creo que este suceso revela un talante muy distinto del que debe tener un servidor público y me gustaría que este asunto, previas las comprobaciones que correspondan, cristalizara en una anotación en su expediente. ¿Con qué objeto? Bueno, creo que lo más probable es que este señor no sea objeto de nuevas quejas o denuncias. En ese caso, quedará acreditado que es un buen agente de movilidad, que simplemente el 27 de marzo tenía un mal día, algo que nos puede pasar a cualquiera. Tal vez padece del estómago, tenía acidez o reflujo, o su señora no le había prestado la atención que él esperaba la noche anterior. O estaba luciéndose ante su compañera, como me pareció intuir. Todo esto son fabulaciones, discúlpame, los escritores traemos de serie una cierta capacidad de fabular.
Pero también es posible que este señor induzca más sucesos como el relatado, que indignen a otros ciudadanos. En ese caso, ya no se trataría de alguien con un mal día, sino de una pauta de comportamiento. Y creo que, ante un agente con pautas como esa, sus superiores sabrían enseguida lo que hacer. Perdona la longitud de este texto, no tengo facilidad para el microrrelato, esto es casi un desahogo, y me da apuro distraer tu tiempo de asuntos imagino que más graves que llegarán a tu escritorio. Sí me gustaría que me contestes, y no con una respuesta automática, de las que elabora el algoritmo correspondiente, sino con algo más personal, si ello es posible. En cualquier caso, aprovecho para enviarte un fuerte abrazo.
Hasta aquí la carta. Recapitulemos. Recién sucedido el asunto que he contado, yo estaba súper indignado. El dinero pagado por las multas lo daba por perdido y creo que bien empleado, como una especie de impuesto adicional. Pero lo de que me quitaran cuatro puntos del carné, me parecía (y me sigue pareciendo) un despropósito. Como suelo hacer en estos casos, yo se lo contaba a todo el mundo: a los del grupo de inglés, a los vecinos, a los del Ricla, a mis amigos. Un día bajé a la calle y vi un coche de policía municipal estacionado en la plaza (los polis también conocen el rincón de marras), seguramente controlando que no se vendiera droga por allí. Me acerqué y les conté el incidente, señalando los diferentes lugares. Me escucharon y me dijeron que yo tenía derecho a denunciar cualquier actuación que considerase injusta, llamando al 010. Así lo hice y la chica que me atendió no se lo podía creer. Me pidió que le dictara un escrito contando lo que me había pasado, me lo leyó y me dijo que inmediatamente lo mandaba al sistema SyR de Sugerencias y Reclamaciones.
En ese momento supe que esa gestión no serviría para nada. Antes de los brillantes últimos cinco años de mi carrera administrativa, me tuvieron un tiempo semidefenestrado, durante el cual me ocupaba, entre otras tareas coñazo, de coordinar las respuestas del SyR que enviaban al Área de Urbanismo. Por decirlo con crudeza, el SyR es un sistema que creó Ruiz-Gallardón para simular una especie de participación ciudadana, que brillaba por su ausencia hasta que llegó la señora Carmena, que no lo suprimió porque se supone que algo hace, o al menos es una vía para que el ciudadano se desahogue. Les diré que yo no pensé en quejarme hasta que me comunicaron que me quitaban cuatro puntos del carné. Entonces abrí la vía del SyR y la del Defensor del Pueblo. Y esperé. Como vi que nadie me contestaba y que se me acababa el plazo para pagar la multa al cincuenta por ciento, la pagué también, como la primera:100€.
Mucho después, me llegó la respuesta del Defensor del Pueblo. Ciertamente elaborada por un algoritmo: esa institución interviene únicamente cuando el afectado ha agotado las vías de reclamación pertinentes, en este caso las del Ayuntamiento de Madrid, a quien debía dirigirme primero. La verdad es que no esperaba mucho más del señor Gabilondo, a quien en este foro se ha calificado reiteradamente de mandiles y que fue el responsable de aupar a la presidencia de la región madrileña a la señora Ayuso, haciendo una campaña electoral blandita y floja, que no ilusionaba a nadie. Para responderme con eso no hacía falta tenerme esperando un mes. Algo más tardó la respuesta del SyR, y esta sí que tenía un poco más de chicha.
Para empezar, se disculpaban por la tardanza en responder, que justificaban por haber requerido la versión del agente de movilidad implicado en el incidente. Le localizaron, hablaron con él y el tipo les dijo que yo había desobedecido su orden de detenerme en una zona peatonal para descargar unos bultos. En consecuencia, su actuación se consideraba correcta. Supongo que pillan los matices. Este señor miente como un bellaco. Es lógico y es humano: si admitiera que las cosas fueron como yo las cuento, no tendría agarradera ninguna. Para empezar este señor unifica en un solo incidente, un suceso que tuvo dos partes, como los partidos de futbol. En el primer tiempo, yo intento ciertamente detenerme en una zona peatonal y el agente, que es un novato en el barrio y desconoce que todos los vecinos lo hacemos así, me da la orden de quitarme de allí, orden que yo obedezco (no de buen grado, pero refunfuñando con educación).
Eso abre el segundo tiempo del partido, en el que el agente, histérico perdido, me da una orden injusta, tratando de impedirme descargar en la calle. Esta orden injusta yo la desobedezco. Aunque un abogado hábil podría argumentar que en realidad la cumplí, si bien no a la velocidad que me pedía el agente. O sea que lo que dice este señor es mentira. Pero en esa mentira, dice una cosa cierta: lo que yo intentaba era detenerme. Sin embargo, a mí me han multado por estacionar. Unas contradicciones suficientes como para que yo reclamara de nuevo al SyR y pidiera un careo con este señor. Esta contestación denegatoria también me abría la puerta a volver a escribir al Mandiles, tras haber agotado aparentemente la vía reclamatoria municipal. Pero aquí se me planteó una cuestión de tipo ético-práctico, que voy a tratar de explicarles.
En el mundo hay dos clases de personas. La clase 1 está básicamente disconforme con el mundo en que le ha tocado vivir, acumula un rencor sordo en su alma y sale cada mañana de su casa decidido a buscar ocasiones en las que alguien le ofenda, para lanzarse a protestar a gritos echando fuera su frustración acumulada. Eso explica la cantidad de tipos que se vuelven auténticos energúmenos al volante, tocan la bocina reiteradamente, o proclaman al mundo la injusticia que acaban de sufrir, con grandes aspavientos dedicados a un público muchas veces inexistente. Yo claramente pertenezco a la clase 2, la de los que no salen de su casa vigilando a ver si alguien les falta o les ofende, porque están básicamente a gusto en el mundo. Para un tipo de la clase 1, un incidente como el que a mí me sucedió, sería un auténtico tesoro. Con un punto de partida como el que yo tengo (dos vía de reclamar, sobre la base de que el agente de movilidad miente), este hipotético indignado presunto, tendría un entretenimiento maravilloso en el que centrar su esfuerzo y su vida, al menos hasta Navidad, si no más.
Yo sin embargo, no soy amante de estas pendencias. A mí perder el tiempo en semejantes gestiones me resulta aburrido y lamentable. Pero, por ejemplo, mi querida África, a quien he comentado por encima los hechos, me dice que, si está convencida de tener la razón en un asunto de este tipo, ella va a seguir peleando hasta el final. Una opinión respetable. Pero, vayamos a lo práctico. Este incidente ha tenido sobre mí tres efectos. UNO: he pagado injustamente 145€. Estoy convencido de que es imposible recuperarlos y en caso de que lo imposible fuera posible (Rajoy dixit), recuperar esa cantidad no me iba a secar de pobre. DOS: la pérdida de cuatro puntos del carné. En relación con este tema le digo al Defensor del Pueblo una pequeña mentira. No tengo once puntos sino nueve. Me quitaron dos hace casi dos años por un exceso de velocidad anterior a mi operación de cataratas y estaba a punto de recuperarlos.
Pero he entrado en la página de la Dirección General de Tráfico a informarme de los detalles. Los cuatro puntos me los han quitado en julio. Y, si durante dos años no me pillan en ninguna otra infracción, automáticamente recupero los 12 iniciales del carné por puntos. Con otros dos años limpios volvería a 14 y con otros dos más a los 15. Con la forma que tengo de conducir, prudente y respetuosa de las señales ahora que vuelvo a verlas con nitidez, lo normal es que vuelva a recuperarlos. Así que tampoco es para tanto. Quedaría sólo el efecto TRES: la humillación que todo esto me supone. Por un lado, estos sentimientos se van disipando con el tiempo. Pero además, es que la diferencia de talla y de trayectoria de los dos implicados en el incidente es descomunal.
De un lado, un señor que ha trabajado casi 40 años al servicio de la ciudad, con un desempeño excelente reconocido por todos; que además ha logrado un premio de novela corta dotado con 6.000€, ha corrido diez maratones y tiene dos hijos cojonudos que se ganan la vida por sí mismos en plazas tan prestigiosas como Londres y París. Y lleva once años manteniendo un blog de puta madre, tiene un gato maravilloso, da conferencias en tres idiomas, hace yoga y toca blues con bastante hondura. Y que no tiene abuela, como saben. ¿Quién hay al otro lado? Pues discúlpenme, pero al otro lado hay un mierda. Un tipo de unos 30 años que no ha sido capaz de estudiar carrera o profesión alguna y se ha de conformar siendo un simple agente de movilidad y ni siquiera eso lo hace bien. Decía yo al Defensor del Pueblo que este señor tal vez era una buena persona que tuvo un mal día. Su mentira posterior me hace pensar que es un mierda. Su incidente conmigo es similar a que me picara un mosquito, algo molesto sin duda, pero con similar diferencia de tallas.
Así que he decidido no hacer nada más y estoy feliz de haber terminado con este enojoso y aburrido tema. Para el efecto TRES, basta con desahogarse y eso es lo que estoy haciendo yo con este texto. Además, es bueno aprender a gestionar las decepciones, ejercer la tolerancia a la frustración, que dicen los psicólogos. No siempre se puede tener lo que se quiere, a veces uno se frustra y debe gestionarlo de alguna manera. A mí me gustaría que mis dos amigos recién perdidos no se hubieran muerto, pero tengo que convivir con ello y tratar de que no me afecte demasiado. Ese sí es un tema grave y trascendente. En cualquier caso, me gustaría que mis lectores aportaran su opinión. El Ateo Piadoso, por ejemplo, que ha reaparecido después del verano, seguro que tiene sabias aportaciones al respecto. En fin, hablando de asumir las frustraciones, creo que viene al pelo un blues que les voy a dejar de propina, para que se relajen. El tipo que lo interpreta es inglés, muy joven y muy bueno. Se llama Connor Selby y cuenta su historia con una sensibilidad realmente conmovedora. Disfrútenlo, sean buenos y tengan cuidado con los agentes de movilidad.