Pues aquí me tienen de vuelta, pero con el sinvivir de costumbre. Lo cierto es que mi viaje a París ha salido redondo y me lo he pasado muy bien. Les recuerdo brevemente cómo surgió el tema, para que vean que a mí se me van encadenando unas cosas con otras de manera natural y con un cierto punto de inevitabilidad, como si el famoso club de dioses que juegan a los dados con nuestro destino lo tuviera todo ya perfectamente planeado. Mi amigo Alain me visitó al final de las Navidades y ya concertamos mi colaboración en su máster que empezaba a finales de enero. Y saben que él reserva para las clases de colaboradores externos los viernes. Cuando hablamos, el viernes 10 de febrero no se podía porque yo no tenía tiempo de preparar mínimamente mi charla y el viaje. Debía escoger entre el 17 y el 24 de febrero, porque el siguiente, 3 de marzo ya se montaba con su proyectado viaje a Madrid con todos los alumnos.
Pero este viernes 24 de febrero a mí no me convenía porque tengo el concierto de Ghalia Volt. Así que tenía que ser el 17 y así lo acordamos. Inmediatamente, en mi cabeza la fecha del 17 de febrero estableció una tensión con el 19, día de mi cumpleaños, generando un dipolo muy interesante, que me abría la posibilidad de celebrarlo con mis hijos. Y, para rellenar el día intermedio, se me ocurrió ir a visitar el Louvre de Lens. Se lo propuse a mis hijos y les pareció bien. Y le pedí a Alain que me gestionara los billetes de avión para el sábado 11, con vuelta el lunes 20, para estar una semana en París y encontrarme con algunos amigos más. Cuando ya tenía todo planificado, averigüé que mis hijos venían a Madrid desde el jueves 9 hasta el domingo 12, con lo que habría un solape entre nosotros, pero no pasaba nada.
Ya les he hecho un relato somero de mi semana parisina, incluyendo mi peripecia del viernes en la que finalmente hube de dar, no una, sino dos clases en francés que me llevaron toda la mañana. El sábado 18, mi hijo Kike y yo madrugamos discretamente para coger el tren para el norte. Nos dirigíamos a Lens, ciudad que está un poco al sur de Lille, pero en un sistema ferroviario tan centralista como el francés, resulta que cualquier ruta a Lens exigía hacer transbordo en Lille. Tomamos pues un TGV que nos llevó a Lille en una hora y allí nos reunimos con Lucas y nos tomamos unos cafés con croissants en la misma estación, mientras esperábamos el tren a Lens que, para que me entiendan, se debería llamar un TBV, es decir, un tren de baja velocidad. A ese ínterin corresponden estas fotos.
¿Cuál era mi interés en ver el Louvre de Lens? Pues se lo cuento en un periquete. Lens y los municipios vecinos componen una región históricamente dedicada a la minería del carbón. Algo así como algunas zonas asturianas y leonesas. Y saben ustedes que las minas de carbón se cerraron de mala manera en los años 80. El 21 de diciembre de 1990, se clausuró el último pozo francés. En esos años, la mayoría de los mineros eran marroquíes (ni siquiera argelinos ni tunecinos, antiguos miembros de la nación francesa que eran una especie de élite entre los inmigrantes norteafricanos). La mayor parte de estos mineros no quisieron volver a su país y tampoco tenían la cualificación necesaria para otro tipo de trabajos. El resultado fue la creación de una zona depauperada, la más pobre de Francia, con un paro endémico que aún pervive.
Lens es pobre, es cutre, presenta un ambiente bastante desolado y puede ser la ciudad más fea del país. Dice Alain que es la Ciudad Real francesa (obviamente no conoce Albacete). Así que, con ánimo de recuperar la zona, el estado francés decidió promover y financiar la creación de un museo en donde se exhibiera parte de la colección que atesora el Louvre y que no tiene espacio para mostrar. Se convocó un concurso internacional de propuestas y resultó ganadora la presentada por una pareja de prestigiosos arquitectos japoneses, Ryue Nishizawa y Kazuyo Sejima, que habían recibido el premio Pritzker en 2010. La idea era repetir el efecto regenerador de actuaciones como el Guggenheim de Bilbao. El nuevo museo se inauguró a finales de 2012 y quiero que vean una foto de los arquitectos, de hace unos 20 años (ahora están más viejos).
Kazuyo Sejima se da un aire a mi amiga África, por el peinado y las gafas, aunque es de justicia decir que África es mucho más guapa. Pero volvamos al museo. ¿Cuál es el resultado de esta iniciativa? Pues, desde un punto de vista arquitectónico el edificio es súper interesante, al menos para un arquitecto como yo, tal vez no tanto para el público en general. El edificio se inserta en un paisaje llano en el que surge como un volumen simple, minimalista, sin ningún tipo de adorno o detalle retórico. Frente a la típica sala de exposiciones en donde te van llevando por un circuito que va haciendo eses, aquí las obras de arte están expuestas en un espacio enorme, y no en las paredes, sino en vitrinas por el medio. El espacio se llama La Galería del Tiempo y cuenta una especie de historia del arte mundial, desde los tiempos mesopotámicos. Los visitantes se van moviendo aleatoriamente por entre las obras, avanzando en el sentido de la historia. Es un concepto muy japonés. Un par de fotos en el exterior del museo.
En otros espacios igualmente simples y minimalistas se sitúan la galería para exposiciones temporales, la cafetería y la tienda del museo. Pero lo que arquitectónicamente es un éxito, un hito que vienen a visitar de todas partes, desde el punto de vista urbanístico no lo es tanto. Diez años después de su inauguración, la regeneración de Lens brilla por su ausencia. Para empezar, este es un edificio aislado, una actuación puntual, frente al Guggenheim de Bilbao, que se inserta en el proyecto Ría 2000, que se promovió desde el estado español, con financiación estatal, autonómica y de la propia fundación y que se extendía por todas las márgenes de la ría, reconvertidas desde su uso industrial original. También en Bilbao había más dinero y la ciudad ha sabido reconvertirse a un sector de usos terciarios.
En Lens, el museo está totalmente aislado de la ciudad, se ha de coger un bus en la estación de tren, que te lleva hasta la puerta. Y en Lens no hay prácticamente nada más que ver. Resultado, la gente viaja desde París a ver el portento arquitectónico, lo visitan en un rato y se vuelven a París en el día. No hay, en consecuencia, buenos hoteles ni nada que hacer en la ciudad. Nosotros tres, que somos buenos andarines y con otro tipo de curiosidades, decidimos ir a pie al museo. De camino dimos con el único restaurante potable, que vive de los propios visitantes y nos comimos algo rico en un ambiente caldeado, porque afuera corría un gris que cortaba la piel. Luego vimos el museo y regresamos andando para dar una vuelta por la ciudad. Y como era ciertamente fea, desangelada y sin ningún interés, nos cogimos el tren a Lille.
Allí dejamos nuestras mochilas en la casa de Lucas y nos fuimos a la calle, llena de gente, coches, escaparates y bullicio urbano, a hacer honor a la noche del sábado. Noche que empezamos como se hace en Francia: con el apéro, que se pronuncia acentuado en la o. Es como si dijéramos el aperitivo, pero consiste en calzarse medio litro de cerveza, sin nada de picar, para conversar, ponerse contentos e ir entrando en materia para la noche. Cumplimos con la tradición en un antro de cervezas artesanales que Lucas controlaba y que estaba abarrotado. De allí ya salimos contentos a cenar en el restaurante japonés Kisoro, donde nos pusimos bien de edamame, makys y sushis diversos.
De camino a casa compramos una tarta de frambuesas para que yo soplara las velas en cuanto sonaran las 12 de la noche. Pero no conseguimos velas, así que Kike se inventó unas con unos palillos y algodón en las puntas impregnado de aceite de cocinar. A riesgo de originar un incendio, cantamos entre los tres el apio verde, pero con la particularidad de que cada uno había regulado su voz con lo que podemos llamar una afinación abierta, con resultado global de completa cacofonía. Les pongo el vídeo que me grabó Kike, no tanto por el sonido, que es lamentable, como por el bailecito final que es para verlo. Una celebración en toda regla.
El domingo amanecimos sin mayores circunstancias relatables, nos duchamos, nos vestimos y salimos a ver un mercado callejero donde Lucas suele comprarse toda la fruta, verdura, etcétera. El lugar es como encontrarse en medio de una plaza en Tánger o en Fez, todos los comerciantes y buena parte de los visitantes son moros y los sonidos, colores y olores son específicos de las plazas del Norte de África. Por consejo de Kike, me compré un sobrecito de Ras el Hanout rojo, la especie perfecta para darle un toque marroquí a mis guisos. Recogimos luego a Clarice, la chica de Kike, que venía en tren específicamente para mi comida de cumpleaños y me traía mi primer regalo por el momento (luego me compraron una cosa más entre los tres). Ya todos reunidos, nos fuimos al restaurante Le Chat qui fume, donde habíamos reservado para tomarnos sendas carbonades, el guiso típico de carne guisada que constituye la seña de identidad de la gastronomía lilloise. Algunas imágenes más.
Después de esta comida fabulosa, seguimos enredando un buen rato por las calles y los cafés de Lille, una ciudad que tiene una animación continua y más en fin de semana. Luego, Lucas nos acompañó a los demás a la estación en donde cogimos el tren de vuelta a París. Yo estaba bastante cansado después de tantas emociones y acontecimientos y, con el traqueteo del tren, entré en una especie de medio coma, que mi hijo aprovechó para fotografiarme a traición, con el resultado que ven abajo.
El viaje se terminaba. Una noche más en París y el lunes cogí el RER B para llegar al aeropuerto de Orly. Allí me compré un par de bocatas, sabedor que los de Hay-Birria no te dan ni los buenos días, y me los tomé en vuelo con una Alhambra especial que me vendieron los azafatos por 3.95€. Ese día me perdí el yoga, aunque de todas formas no había por ser luna nueva. Pero el martes ya se iniciaba mi sinvivir habitual. Nada más llegar, mi compañera M. me escribió para decirme que tenía una entrada para un encuentro con Carlos Moreno en la Fundación Telefónica al que no iba a poder ir. Me pasó su entrada y el martes 21 me constituí en la Fundación para escuchar a este señor, que es el teórico de la llamada Ciudad de 15 minutos.
Carlos Moreno es colombiano, pero lleva como 50 años en París, por lo que tiene hasta acento francés. No es arquitecto, sino que viene del campo de la matemática y la computación. Y se dedicó durante un tiempo a vender sistemas de información altamente tecnificados para usos de defensa, que luego fueron desechados. Se le ocurrió entonces aplicarlos a la ciudad y la planificación territorial. La pandemia le hizo ver que la ciudadanía es capaz de soportar y adaptarse a lo que haga falta, con lo que era posible cambiar determinados hábitos para huir de la dependencia del automóvil que nos está ahogando en contaminación. Hizo llegar sus reflexiones a la alcaldesa de París, la señora Hidalgo y pronto formaron un tándem. Vean aquí una foto durante la charla.
De ahí surge la idea de la mezcla de usos, de modo que uno pueda ir en 15 minutos (o en 30) desde su vivienda a la compra, la escuela, el trabajo o el bar del barrio. El resto de desplazamientos más largos que haya que hacer se resuelven por un potente sistema de transporte público. Durante años se ha llamado a esto la ciudad policéntrica, donde los barrios tengan su propio núcleo de centralidad, como un objetivo del nuevo urbanismo. Este hombre, aparte de su discurso, es muy cariñoso y con un contenido humano muy alto. En el acto me encontré a un montón de amigos y conocidos, algunos a los que no veía hace mucho. Entre ellos mi amiga Marga Chiclana, con la que comí hace poco en La Llorería. Ella conoce a Carlos Moreno porque firmó con él y Hélène Chartier un manifiesto por una ciudad más sostenible climática, económica y socialmente, durante el período más duro de encierro por la pandemia. Así que me lo presentó y nos hicimos una foto con él durante la posterior firma de libros.
Desde el facherío se ha difundido la idea de que esta es una propuesta comunista que pretende encerrarnos en nuestros barrios, de forma que haya que pedir una autorización de la policía para pasar al barrio de al lado, teoría que no merece la pena ni comentar: también dicen que se quiere implantar el aborto obligatorio y, en su día, que se nos iba a obligar a divorciarnos. No perdamos el tiempo con esto. El facherío sigue con su raca-raca y ahora van a presentar al pobre Tamames, a quien acaban de sacar del congelador y que a sus 89 años parece poco preparado para dar un discurso contundente. Lo imagino con la voz temblorosa como la de Biden, equivocándose todo el rato y balbuceando inconsistencias. Y cuidado no le vaya a dar un perreque.
Para ir terminando, les diré que ya he reanudado mis dos tareas interrumpidas por el viaje: el running y la guitarra. Ayer salí al Retiro e hice mi rutina de 6,5 kms a buen ritmo, sólo con unas ligeras agujetas hoy. Y por la noche fui a mi clase de guitarra. La vida sigue para mí y hoy he tenido inglés y luego me he puesto a escribir para ustedes. A las 13.30 me voy al yoga, pasaré luego por el Ricla a comer, iré al aeropuerto a recoger a una amiga que viene de fuera y por la noche voy al concierto de Ghalia Volt. Esta chica, creo que ya les he contado que es de padre belga y madre de Motril, y con abuelos de Barbate. Últimamente vive en Nueva Orleans, pero ha venido a sus tierras belgas y desde allí viaja en una furgoneta, no sólo con sus instrumentos y amplificadores, sino también con su familia al completo, compuesta por sus padres, su hermano y el perro de la casa familiar. Andan ya por Madrid, adonde esta tarde llegarán mi amigo Dani, de Jerez de la Frontera, y su colega Jóse Peinado, organizador de la gira de Ghalia. Como ven, el ritmo no-para-no-para. Ya que hemos hablado de arquitectos japoneses y restaurantes de sushi, quiero cerrar hablándoles del ikigai, la filosofía que se practica, por ejemplo en la isla de Okinawa, donde todos los abuelos sobrepasan los cien años sin ningún problema.
El ikigai consiste en dedicar tu vida a cuatro clases de ocupaciones. UNO, hacer lo que te guste. DOS, hacer tareas en las que consideres que eres bueno y puedes acercarte a la excelencia. TRES, hacer trabajos que te permitan ganar el suficiente dinero para vivir tranquilo, sin obsesionarte con ser más rico. Y CUATRO, hacer cosas de las que seas consciente que suponen una ayuda para los demás, o para la colectividad. Quizá yo siempre he aplicado a mis tareas algo parecido: yo siempre buscaba trabajos en los que ser útil a los demás, aprender y divertirme y constaté que los tres objetivos funcionaban en sinergia, que no podían ir en solitario. Y encima he podido vivir del invento. Por eso estoy contento, a mis años, sin desdeñar la importancia del factor suerte, que es crucial. Dicho esto les exhorto de nuevo: sean buenos y aprovechen que la suerte nos ha llevado a desempeñarnos en esa mínima parte del mundo donde la vida merece la pena de ser vivida.
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