Bueno, les he puesto el título en
coreano para que no queden dudas del carácter transversal, universal e
irremediablemente sofisticado de este blog, en el que ya se escribió un post
con el título y los primeros párrafos en esa lengua, hasta el punto de que mi
hijo Lucas entró a leerlo y creyó que se había equivocado de página. También
podríamos ponerlo en chino, 聖誕快樂, aunque esto pudiese interpretarse como un signo de
complacencia con el régimen del señor Xi Jinping o, ya puestos, hasta en
japonés メリークリスマス. Pero
de momento nos contentamos con el coreano, idioma que se habla en ese curioso
país que es Corea del Sur, muy similar a España en población y renta per
cápita, en donde acaban de abolir una norma que se contó en esta tribuna aunque
muchos de mis lectores se creyeron que era un invento mío.
Me refiero a la manera de medir la edad de las personas. En el mundo occidental, los años se cumplen, es decir, se terminan y entonces le sumas un año más a la edad de una persona. Los bebés no tienen ningún año, se dice que tienen tantos meses, hasta que, un año después de su nacimiento ya se empieza a decir que el niño tiene un añito. En el mundo asiático que conocemos como el Lejano Oriente, las cosas no son así. Los años no se cumplen, sino que se empiezan. La edad de las personas se mide en años empezados, no cumplidos. En cuanto una persona nace, ya se dice que tiene un año de edad. La forma occidental, parece celebrar el hecho de que has logrado llegar a tu siguiente cumpleaños sin haberte muerto, mientras que la oriental inaugura esperanzada el comienzo de un nuevo período anual. Así se hace, que yo sepa, en Sri Lanka, en Vietnam y en Myanmar, antes conocida como Birmania. Cuando yo en cualquiera de esos países le preguntaba a una persona por su edad, a la cifra que me decía debía restarle automáticamente un año.
Pero en Corea, la cosa era todavía más extraña, tal como me confirmó mi hijo Kike, que vivió en Seúl cuatro meses. Allí, por decreto, todo el mundo cumplía años el 1 de enero (es una ley que viene a sugerir que los coreanos del sur no son tan diferentes de los del norte como ellos piensan). Es decir, que un niño que nacía un 20 de diciembre, ya tenía un año y, diez días más tarde, ya tenía dos. Mi hermano Pepe, que es del 11 de diciembre, dentro de unos días tendría 82 años y no los 80 que tiene en nuestro mundo. La cosa era tan absurda que, a efectos de mayoría de edad, permiso de conducir y autorización para fumar o beber alcohol, se decretó que la edad se computaría desde el día del nacimiento, pero igualmente el cumpleaños sería el 1 de enero, es decir que los surcoreanos, a estos efectos, vivían primero un año más largo, hasta su primer cumpleaños.
Con esto, y dado que a efectos de negocios o asuntos internacionales se tenía en cuenta la edad occidental, los coreanos manejaban tres edades: la coreana, la considerada para poder fumar o conducir y la occidental. Con semejante guirigay, el resultado era que se hacían la picha un lío, como suele decirse, y por fin el gobierno ha decidido tomar cartas en el asunto y decretar que a partir de ahora todos los coreanos se regirán por la edad occidental. La medida entrará en vigor en junio y muchos de los coreanos están encantados, especialmente las señoras amantes de quitarse años que, a partir del verano, reducirán legalmente su edad uno o dos años según los casos. A los desconfiados de siempre, que piensen que todo esto es una milonga más que me he inventado, les sugiero que consulten esta noticia fechada el pasado 9 de diciembre, para lo que han de pinchar AQUÍ.
Pero en estos últimos posts estoy dedicado a contarles el sinvivir en el que vivo, valga la paradoja, que me ha llevado en volandas hasta las mismas puertas de la Navidad, en donde estoy a pique de sumergirme en el magma de la Cena de Nochebuena, Christmas Eve, que dicen los anglos, adonde llego sin bajar el pie del acelerador. Les cuento. El otro día, martes, en cuanto publiqué mi post anterior, me monté en el coche para acercarme a Chapinería, pueblo del oeste de la Comunidad de Madrid situado a unos 50 kms. de la capital. Bajo la omnipresente lluvia conduje hasta allí para visitar a mi amiga Ana, artesana del cuero, que fabrica unas zapatillas de casa sin punto de comparación con ninguna otra. Puede que haga 20 años que la conozco, desde que descubrí su puesto en el mercadillo navideño de Recoletos y compré zapatillas para toda mi familia. Después, esta señora ha sufrido toda clase de vicisitudes.
Cuando llegó Gallardón, en su empeño por cambiarlo todo, desterraron su puesto a la Plaza de España, donde estuvo varios años. En sus mejores años, Ana hacía toda clase de complementos en piel de cordero, desde guantes, cuellos o capas hasta bolsos. Pero, cuando llegó la pandemia, los mercadillos navideños desaparecieron. El año pasado volvieron, pero Ana no volvió a instalar su puesto de Recoletos. Con esta serie de tumbos, hace tiempo que le pedí una tarjeta y supe que su taller estaba en Chapinería. Y estoy también conectado con ella por Whatsapp. Así que hace unas semanas le mandé un mensaje para preguntarle en dónde iba a estar en estas fiestas. Me contestó que, por segunda vez desde que se inició en el negocio, no iba a bajar a Madrid para los mercadillos navideños. Así que quedé en subir yo a visitarla para reponer mis zapatillas que estaban ya un poco deterioradas.
Chapinería son cuatro casas. Aparqué por allí y me acerqué al número indicado. Allí no había letrero ni anuncio ninguno que identificara el taller. Desconcertado, la llamé. Me preguntó si estaba ante un portón verde. Así era. Enseguida salió. Ana es una mujer menuda y nerviosa, que no cumple ya los sesenta y probablemente tampoco los sesenta y cinco. Pelo gris, manos expresivas, mirada vigilante, lista como una ardilla, Ana es una representante de una época, una especie de hippy que derivó sus inquietudes artísticas al diseño de zapatillas y otros adminículos de cuero, campo en el que alcanzó un nivel de auténtica excelencia. Me la imagino con un pasado de joven atractiva, fumadora o ex-fumadora, pululando por el entorno de El Rastro, una de esas mujeres de su quinta que se bebían el mundo a grandes tragos, pero a la que la vida no ha tratado con demasiada justicia. El taller es una nave amplia, llena de montañas de pieles curtidas, listas para ser trabajadas. Hay pieles sobre los caballetes, en las paredes, en el suelo. Tenía un aparato de música con un fondo de rock a toda pastilla, que enseguida bajó de volumen aunque le dije que no me molestaba.
En medio de ese caos aparente, Ana gobierna su espacio con mano firme. Tiene las zapatillas ya terminadas ordenadas en cajas por tallas. Me sacó la caja del 41 y la del 37, para que eligiera colores y terminaciones, porque tenía pensado aprovechar el viaje para adquirir diversos regalos navideños. Ana está completamente sola en ese taller donde, por no tener, ni siquiera tiene un perro que la alerte de posibles intrusos. No sé mucho de ella, tiene al menos dos hijos, puesto que habla de ellos en plural, de vez en cuando cierra el taller y hace largas visitas a amigos (o tal vez hijos) en Europa, por zonas en las que hay poca cobertura. Imagino que sus vástagos declinaron la posibilidad de quedarse con el negocio de su madre y prefirieron volar lejos, al dictado de ese espíritu inquieto y aventurero heredado de ella. Del padre de las criaturas no sé nada, no tengo ni idea de si se murió o si abandonó a su familia. Imagino a Ana bastante aislada en el pueblo, no es la típica persona proclive a empatizar con los garrulos de la Sierra Oeste, históricamente pastores, hoy tal vez minuciosamente dedicados a sobrevivir conservados en alcohol.
Me confirmó que vive allí la mayor parte del año. Que vino hace una eternidad con la idea de quedarse una temporada corta, como un descanso de la vida urbana, pero ya se quedó para siempre. Allí nacieron sus hijos y allí está su lugar en el mundo. Le da pena no bajar a la ciudad para los mercadillos de Navidad, una tesitura en que se lo pasaba muy bien y veía a mucha gente. Pero es que el negocio está rematadamente mal, han cerrado la mayor parte de las curtidurías, y los artesanos no pueden competir con la manufactura industrial a gran escala. Ella ha tenido que reducir la producción, despedir a los ayudantes y no le da para pagar el puesto de Recoletos, seguramente caro. Le pregunté si no echaba de menos la ciudad y su bullicio perenne. Abrió ambos brazos y dijo: ꟷPero si es que estoy tan cerca… Desde el otro lado del foco, a mí me pareció que está en el culo del mundo, yo me moriría de pena en un lugar como ese.
A la hora de la cuenta, no tenía datáfono, sólo se podía pagar en efectivo y yo no tenía bastante. Me tuve que ir al único cajero del pueblo, que no era del BBVA, para sacar un billete de 20€, por el que me cobraron una comisión directamente indecente. Volví con el dinero listo. Ana me había preparado las zapatillas en bolsitas individuales, todas ellas con la tarjeta de la tienda, excepto mi par, para ver si hace nuevos clientes. Me despedí de ella con dos besos y enfilé la carretera de vuelta, en medio de la lluvia como a la ida y con una sensación agridulce. La vida no perdona y a ciertas edades ya es tarde para cambiar el rumbo. Si bien Ana ha tenido una vida plena, en la que ha desarrollado su vocación artística y ha logrado elaborar un producto único. Y seguramente ha sido muy feliz. Aquí pueden ver una imagen de las zapatillas que me compré para mí y que ya he estrenado.
Llegué a casa sin novedad, me calenté las lentejas viudas que me habían sobrado del domingo y me eché un ratito corto. Porque a las 19.30 tenía la sesión on line de cierre del año del club Billar de Letras. El libro que examinamos fue El lago, Bianca Belová-2019. Una novela más bien cortita, que les recomiendo sin dudarlo. Bianca es una escritora checa, casada con un escocés profesor de literatura y músico de una banda de rock. Abajo les pongo un par de fotos de esta mujer tan interesante. La novela, que ha recibido diferentes premios literarios checos y europeos, transcurre en torno a un lago que se está secando y a la vez se está pudriendo. La gente antes se bañaba, pero ahora contrae eccemas y toda clase de enfermedades cutáneas por hacerlo. Nacen niños con deformidades. Los pescadores se están quedando sin trabajo. Todo se está viniendo abajo en un mundo post-soviético retratado sin piedad.
En un pueblo al sur del lago, un niño de unos tres años, que se llama Nami, inicia su andadura. Es un lugar jodido por la historia, en donde la gente sobrevive en medio de la decadencia social, por la que pululan unos soldados rusos residuales que se dedican a beber vodka, asediar a las jovencitas del pueblo y disparar de vez en cuando tiros al aire por si acaso. Ese niño va creciendo de forma acelerada. Asistimos a su despertar sexual y a una vida que se verá sucesivamente sobresaltada por tremendas debacles vitales, ante las que responde marchándose del lugar que sea. En ese periplo, llega a la capital del país, donde intenta sobrevivir mientras se presenta cada día en un mercado en donde los ricos pasan de vez en cuando y contratan a algunos de los presentes (como sucedía en Legazpi no hace muchos años).
De allí lo saca un joven gangster de los que han progresado en los tiempos post-comunistas, que vive en la zona rica de la ciudad, en el ático de un moderno rascacielos, dedicado a follar, meterse cocaína y otras delicias. El tipo, que se llama Johnny, contrata a Nami como criado para todo. Después, diversas nuevas debacles lo conducirán a una isla en donde se dice que los rusos hacían experimentos de guerra biológica con animales y de allí al amparo de La Vieja Dama, una señora de la antigua aristocracia del lugar, que ayuda a la gente en problemas. Aparecen nuevos soldados rusos, que okupan la casa de la Dama, al mando de un comandante que le pide permiso a la señora para usar su piano y se pone a tocar de una forma deliciosa, porque durante el régimen soviético la educación artística era fabulosa. Todavía saldrá una plantación de algodón en una zona desértica, donde Nami localiza por fin a su madre, antes de regresar a su pueblo tras este viaje circular, de reminiscencias homéricas. Allí busca a una novieta que tuvo de joven, y la encuentra casada y embarazada. Sólo entonces comprende que el tiempo ha pasado de forma irreversible.
La narración remite en algunas partes a la literatura de Yuri Buida, quizá el mayor talento de esta generación que ya no tiene cuentas pendientes con el comunismo, pero que va más allá. Los personajes son todos arquetipos y símbolos de una situación bastante general tras la caída del régimen soviético. Y a Bianca le han preguntado en entrevistas si ese lago tiene una localización geográfica concreta, pregunta a la que siempre responde que ni lo confirma ni lo niega. Ella ha construido una especie de distopía pero no del futuro, sino del presente. Y resulta que en la parte asiática de la antigua URSS, existe el llamado Mar de Aral, un enorme lago que se está secando por la presión del desierto, proceso al parecer acelerado por la tozudez de las autoridades comunistas que se empeñaron en establecer al lado una explotación gigante de cultivo del algodón. No sé si en su centro hay una isla donde se experimentaba con armas biológicas, ni si los habitantes del entorno del lago sufren problemas de salud y deformidades de los recién nacidos, pero las similitudes saltan a la vista.
Por cierto, el Mar de Aral está entre Kazajistán y Uzbekistán. En el desarrollo de la novela no se dan muchas pistas culturales o gastronómicas que permitan localizar la zona en que se desarrolla la acción, pero sí que aparecen banquetes en torno a una pierna de cordero, o guisos de cuscús, bastante significativos. La sesión del club para despedir el año fue memorable, y dormí después como un auténtico cura. El miércoles empecé la intensa jornada que me esperaba, corriendo mis 50 minutos en círculos por mi casa. Tras el desayuno y la ducha reglamentarios, me vestí y bajé a coger el Metro para ir al edificio APOT. A las 12.30 era la fiesta de la Dirección General a la que pertenecí en los últimos años de mi carrera administrativa. Esta fiesta no se celebró en 2020 ni en 2021. Sí en 2019, cuando nos fuimos todos a cenar y luego a bailar a una discoteca, sin saber que venía una pandemia que nos iba a amargar la vida.
Este año, la fiesta estaba organizada desde la propia Concejalía, de modo que todas las plantas debían montar su sarao a la misma hora, asunto que obviamente tiene que ver con el hecho incontestable de que el señor Concejal es de Ciudadanos y tiene claro que se despide del cargo, en el contexto del harakiri en curso de su partido. Con Begoña Villacís a su vera, fue pasando por todas las plantas a decir adiós y dar las gracias por el estupendo desempeño de los funcionarios a su cargo. El cortejo se interrumpía a las 13.30, momento en que todos teníamos que salir a la escalera monumental del edificio, para que se nos hiciera un vídeo conmemorativo desde un dron. Si me hago con ese vídeo, no dejaré de colgarlo en el blog.
Me enteré de este sarao cuando fui a negociar con mi jefa las condiciones de la visita de la delegación de Brazzaville y enseguida me apunté, para lo que tuve que aportar diez euros. Y decidí acudir en Metro para poder beber lo que me diera la gana y no tener que conducir a la vuelta. Como calculé los tiempos a más ganar, me sobró cerca de media hora, que pasé en el bar de mis amigos, tomándome un descafeinado de máquina en compañía de mi querida Sonia, el gran Mon y los demás. Nada más llegar al APOT, los vigilantes de seguridad King África y un rumano, cuyo nombre he olvidado, se me abalanzaron y me dieron unos abrazos que casi me rompen las costillas. Todo el mundo estaba contento el día de la gran fiesta.
En eso bajó el Concejal a fumar a la puerta y aproveché para saludarlo también; siempre tuvimos buena relación, se acordaba hasta de mi nombre y le dije que seguía trayendo grupos de negros y gente de todos los colores, lo que le sorprendió mucho. Confraternicé también un rato con su jefa de prensa, que venía de punta en blanco para la fiesta, con unos tacones dignos de Samantha Fish y prolongamos el coqueteo sutil que nos traíamos hace casi dos años cuando me jubilé, como si el tiempo no hubiera pasado. Después me integré en la fiesta de mi planta, donde saludé a un montón de gente y me puse bien de cervezas, vino rosado, canapés, empanada y tortilla española. Me hicieron algunas fotos, entre las que he seleccionado para ustedes la que ven abajo, que yo creo que da una idea muy precisa de la cualidad del asunto.
Cuando se acabó el condumio, me despedí y volví a mi bar a tomarme un chupito de hierbas antes de coger el Metro de vuelta. Como en los días anteriores, tuve el tiempo justo para una siesta corta, porque a las 19.15 tenía mi clase de guitarra con Henry, también despedida del curso. Esto es una academia con todas las de la ley y las dos próximas semanas son de vacaciones. Henry me dijo que estaba progresando mucho en estos últimos tiempos, tanto en soltura con las manos, como en apoyarme en las partituras. Me puso deberes para las vacaciones y nos despedimos. Por esta vez había ido a Palomeras en coche. Porque desde allí me iba directamente al aeropuerto, donde llegaban mis hijos. Lucas, desde Londres a las nueve y Kike desde París a las once. Un posible plan era que recibiera a Lucas, nos tomáramos una hamburguesa o similar en el propio aeropuerto y esperásemos a que llegara Kike.
Pero ese plan se fustró por dos motivos sobrevenidos. Lucas había quedado a cenar con unas amigas en el japonés del mercado de Antón Martín. Y Kike me comunicó en un Whatsapp que su vuelo tenía un retraso de más de una hora. Así que me tocó hacer de chofer por partida doble. Lucas llegó bien, nos fuimos a casa, subimos su equipaje y mi guitarra y se fue a su cita del japo. Tuve tiempo hasta de cenar en casa un revuelto de gulas con una birra, antes de irme otra vez al aeropuerto. Kike llegaba medio constipado, embozado en una mascarilla negra gigante y no me quiso dar un abrazo hasta que, ya en casa, se hizo uno de los tests de antígenos que yo tenía, y le salió negativo. Como ven, una jornada típica de mi proverbial sinvivir.
El jueves amanecí con la agradable sensación de tener la casa llena de gente. Kike se levantó para empezar su teletrabajo a las nueve. Ed me comunicó por Whatsapp que la clase de inglés se suspendía. Y pasamos la mañana conviviendo y contándonos las novedades, alrededor de los cafés que elaboraba mi espectacular De Longhi Magnífica. La cuestión comida estaba más complicada. Yo me iba al yoga. Kike tenía un pequeño lapsus para comer a las 12.30, horario francés, antes de seguir con su trabajo. Y Lucas bajó a comprarse unas verduras para cocinarse un arrocito con pollo, aprovechando las dos pechugas que yo tenía en el congelador. A las 12.30, el pollo estaba aun helado, así que Kike se bajó a comprarse un sándwich por abajo.
Caminé hasta la academia de yoga donde hice una rutina estupenda, en un día en que estaba la sala bastante concurrida. Luego me comí unos judiones con callos donde mis amigos del Ricla, que yo creo que aprovecharon para mezclar lo que les quedaba de los dos platos que habían cocinado ese día. Desde allí, caminé a la librería La Central, en donde me compré los libros del siguiente trimestre de Billar de Letras y alguno más para completar los regalos del amigo invisible. De vuelta, pasé por el Día, para cargar dos cajas de leche semidesnatada sin lactosa, que siendo tres en la casa no es lo mismo que cuando estoy solo. Mi hijo Kike se tiraba por los suelos de la risa, cuando me vio llegar cargado con doce litros de Pascual-sin. Pero ya veremos cuantas me quedan cuando se vayan. Por la tarde, mis hijos estuvieron haciendo gimnasia intensiva en el salón, mientras yo descansaba en mi cuarto.
Por cierto, comprobé todos mis números de la lotería para el sorteo de esa mañana y no me había tocado ni un céntimo. Ni una triste devolución. Nada. La verdad es que no sé para qué juego. Pero este año me había comprado bastantes décimos de los diferentes bares que frecuento, por consejo de África, que me dijo que estoy en la buena racha. Desde luego, prefiero que no me toque la lotería y seguir teniendo buena fortuna en lo demás. Esa noche, mis hijos salieron a cenar con su panda de amigos locales y yo me cené la mitad de lo que había dejado Lucas al mediodía, que estaba muy rico. Ayer viernes, mi programa era desayunar y acercarme al mercado de Antón Martín para comprar algunas cosas más y encargar las gambas cocidas de Huelva que aportaremos a la cena de Nochebuena y que recogeré en cuanto publique este post.
A la vuelta, Kike cerró el teletrabajo y nos fuimos los dos al Corte Inglés a comprar más regalos del amigo invisible y algo que yo quería consultar con él. Resulta que, el día que recogí el frasco de descalcificador para la cafetera, me pasé luego por la parte de cocina. En mi reciente viaje, he comprobado que, en Francia, en todas las casas hay al menos una coquette, una olla de hierro de las de toda la vida, que no tienen comparación con las modernas ollas a presión, y que están volviendo como los vinilos. En el Corte Inglés vi unas que me gustaron mucho, pero quería que mi hijo me certificara que la marca es buena y el precio adecuado. Ayer vimos que son de la marca Le Creuset, la mejor según Kike, que estaban de oferta, y me compré una, así como un juego de tres sartenes, para tirar las que tengo, que se pegan todo el rato.
Esto viene determinado por las Leyes de Mendel. Mis padres tenían una pareja amiga, de sus tiempos de Alicante, que se había marchado de España después de la guerra y se había establecido en París. De vez en cuando viajaban a la capital francesa para visitarlos. Y todas las veces, mi madre regresaba cargada de trastos, inventos e innovaciones para la cocina y para la casa en general, lo que motivaba que mi tía Lola refunfuñara por lo bajo: ꟷ¡Hay que ver! Esta chiqueta ¡qué tonta ha venido de Paris! En fin, volvimos con las diversas compras y mis hijos se fueron a comer y a pasar la tarde con su madre, ocasión que aproveche para comerme el resto del arrocete de Lucas, echarme una siesta, esta vez sí, en condiciones y luego ponerme a escribir este post para dejarlo listo para hoy.
Esta mañana he de ir a por las gambas de Huelva y alguna cosa más que he encargado. El resto del día me lo pasaré empaquetando los regalos para esta noche (cenamos con mi hermano Antonio y familia) y mandando Whatsapps a diestro y siniestro para felicitar la Navidad a todos mis contactos. También a ustedes les deseo lo mejor para estas fiestas. Ya lo he hecho en coreano, en chino y en japonés. Me falta quizá la felicitación en árabe: عيد ميلاد مجيد Que pasemos todos una noche excelente, antesala de un año maravilloso. Para amenizarles la noche, les voy a dejar de regalo un blues navideño del mítico grupo de los sesenta y setenta Canned Heat, de Los Ángeles. Este grupo publicó en las navidades de 1968 (ya ha llovido) este Christmas Blues, con varios hallazgos en las letras. It´s Christmas time everybody, but it's raining in my heart. Es tiempo de Navidad, gente, pero está lloviendo en mi corazón. Y ya, más al final: What's a ship without the crew, what's a morning without the dew. Que es un barco sin la tripulación, qué es una mañana sin el rocío. Díganme: ¿Qué sería una mañana de Nochebuena sin mi blog? Lo dicho, que ustedes lo pasen bien.
Muy bien. Tu inmersión blusística llega hasta los villancicos. Porque éste que nos pones, por mucho blues que sea, no deja de ser una canción de navidad, por tanto un villancico. Además es un magnífico blues de un magnífico grupo que, en su momento, destacó en la rama del boogie. Yo los vi tarde, deduzco por algún indicio que en 1999, en la sala Revolver de la calle Galileo. Los componentes de ese momento seguían siendo muy buenos, aunque de los conocidos solo quedase el batería Adolfo (Fito) de la Parra que ha convivido con los casi cincuenta músicos que, según veo en internete, han pasado por la banda. Seguían haciendo buen blues. No sé si todavía está en activo algún grupo con ese nombre que continúe su legado. Cuando yo los ví el nombre era propiedad de Fito de la Parra.
ResponderEliminarAprovecho para desearos felices fiestas y un nuevo año lleno de buen blues y del resto de las cosas que nos hacen querer seguir viviendo.
Abrazos.
Gracias amigo Paco, yo nunca llegué a ver a Canned Heat, pero me gustaban mucho.
EliminarFeliz año también para ti y tu familia, tenemos pendiente alguna cena o comida, a ver si lo hacemos pronto. Abrazos.
Pues para devolverle la jugada, yo le deseo feliz Navidad en ruso, en solidaridad con los disidentes de Putin: счастливого Рождества
ResponderEliminarMil gracias por su aportación, ahora la cosa queda perfecta. Abrazos y feliz año.
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