Conocida frase de Bogart en
Casablanca. He pasado ya el trance de dar mi clase de tres horas en francés y
con nota alta; los alumnos han aguantado hasta el final y mi anfitrión me ha
comentado después que él mismo no suscita muchas veces tanta atención y que
seguramente cuente conmigo para repetir el año que viene. De acuerdo con mi
programa inicial ahora debería dedicarme a descansar y disfrutar de mi semana
de vacaciones, pero, miren ustedes por dónde, resulta que me ha salido un segundo
bolo y probablemente repita mi clase
(más abreviada) en el master de Smart Cities de la Universidad Católica de Lille,
con cuya directora, la española Ana Ruiz-Bowen, me entrevisté en mi último día
de trabajo del mes de febrero, anteayer jueves.
He de contarles que mi mañana de
jueves fue de locos, terminando diversos trabajos y tratando de ayudar a los
equipos finalistas de Reinventing Cities, que se enfrentan al último arreón del
proceso con desigual fortuna y perspectivas. En lo más nutrido de la vorágine,
me llamaron de la Coordinación General para pedirme que subiera a acompañar al
Coordinador, que estaba atendiendo a la señora más arriba citada. Ya estaba
avisado, pero me habían pasado el mensaje de que iba a venir una directora de
un master de L’île, y yo pensaba que se trataba de alguna universidad de la
región de París que, como saben, se llama de L’Île de France. Cuando vi por su
tarjeta que se trataba de Lille, le conté que iba a andar por allí a finales de
la semana que viene y me ofreció venir a contar mis historias el viernes por la
tarde. Después de escucharme un buen rato, por supuesto. Quedamos en que nos
llamaríamos el día antes para confirmar o cancelar la cita.
En torno a la una y media salí
pitando hacia el bar-restaurante La Dehesa del Partenón, pomposo nombre que
alude a la franquicia La Dehesa, en la calle del Partenón. Allí suelo comer con cierta
frecuencia, porque son amigos míos y hacen una comida casera variada y sana. Me
comí el plato del día a la carrera y salí hacia el Metro, que está al lado. Por
la mañana había salido en Metro desde mi casa cargado con mi maleta de cabina
(que es la que anuncia el Cretino Ronaldo y que ya ha recorrido parte de la Costa
Oeste americana, además de Chicago), así como un pequeño maletín para el
ordenador. Desde el bar hasta la Terminal 2 hay sólo una parada de Metro y, si
tienes ya la tarjeta de embarque como era mi caso, sales del Metro directo a
las puertas de embarque, previo paso por las barreras de la seguridad.
El vuelo fue bueno y corto y, en
el aeropuerto Charles De Gaulle, me dirigí hacia la entrada del RER, especie de
ferrocarril suburbano. Tuve que sacarme el billete en una máquina. Hice un
largo recorrido en superficie, ya de noche, por los desolados arrabales
parisinos (donde florecen les gilets jaunes), hasta entrar en subterráneo en la
ciudad central. En la estación gigante Chatelet-Les Halles, el mayor
intercambiador de transportes del mundo, hube de cambiarme a la línea 14 del
Metro. Previamente, me compre en una segunda máquina lo que llaman aquí un
carnet-dix, o sea diez billetes sencillos, que salen sueltos por la parte de
abajo y resultan a buen precio. Llegué a la estación Saint Emilion, en el
barrio de Bercy y tuve que caminar todavía unos quince minutos hasta el portal
de la casa donde vive Alain Sinou, que ya me había llamado tres veces, nervioso,
para comprobar por dónde iba. No estaba yo preocupado, ya saben que me manejo
bien en las ciudades grandes y París la conozco bien.
Eran en torno a las ocho de la
noche, cuando llegué a la casa de mi anfitrión, que tenía un montón de cosas
preparadas para una cena de nueve personas, todas de su cátedra, que fueron
llegando después que yo, con mayoría de mujeres, como suele suceder. La cena
fue muy divertida y acabamos después de las doce. Los invitados se fueron todos
a una y yo le ayudé a Alain a recoger la mesa, en la medida de mi
desconocimiento de dónde se debía colocar cada cosa. Alain me tenía reservada
una habitación estupenda, con baño propio. Me contó que esta casa y la de su
hija, que está al lado, eran inicialmente tres viviendas viejas, que el había
comprado de una vez en los años 80, por un precio muy bajo, debido a que las
tres estaban ocupadas por inquilinos muy mayores con contratos de renta
antigua. Con el tiempo, uno se fue a una residencia, el otro se murió y al
tercero hubo de ofrecerle un dinero para que se fuera. Después hizo una reforma
completa tirando la mayor parte de los tabiques y dejándola preciosa, que para
eso es arquitecto.
El viernes desayunamos sin
prisas, nos duchamos y salimos en Metro a la Universidad Paris 8, que está en
Saint Denis, un municipio bastante depauperado que está al norte de París, en
el que un 60 por ciento de los habitantes viven en viviendas sociales, con alta
presencia de magrebíes y otros emigrantes. Según Alain, la Universidad original
estaba en el Bois de Vincennes, pero se convirtió en una universidad de gauchistes que daba muchos problemas,
porque había líos cada día. En 1979, el gobierno de turno, de la derecha,
decidió echarles de París y mandarlos al municipio de Saint Denis, exclusivamente
por una razón (siempre según Alain): que Saint Denis era tradicionalmente un
Ayuntamiento gobernado por el Partido Comunista francés, y se trataba de que
los guachistes les fueran a dar por
culo a los comunistas, una jugada redonda. Ya ven que mi nuevo amigo es hombre
heterodoxo, con opiniones y relatos originales y sorprendentes. Aquí pueden ver
unas imágenes del campus.
El curso que imparte Alain es un
postgrado de Planificación Territorial, en el que hay unos 25 alumnos de
formaciones diferentes: arquitectos, ingenieros, geógrafos, sociólogos,
abogados y hasta periodistas. Mayoría de mujeres, todos muy jóvenes y de procedencias
diversas: una chilena, una colombiana, una iraní muy simpática con la que
estuve hablando en el intermedio de su país y su circunstancia sociopolítica.
Unos cuantos franceses de origen magrebí y otros más blancos. Una negra muy
mona de Comores. Empezamos a las doce y terminamos a las tres en punto.
Pensaba que yo iba a hablar una hora y luego habría preguntas y debate, pero
fue todo a la vez desde el principio: Alain intervenía para comentar o precisar
lo que yo iba mostrando y los chicos levantaban la mano todo el rato, para
plantear sus propias cuestiones. Fue un encuentro muy grato, del que les
muestro un par de imágenes.
Alain acabó también muy contento
y me comentó que le había sorprendido mi francés y que se me entendía perfectamente.
Para las preguntas de los alumnos les pedí que no hablaran muy deprisa pero,
aun así, mi amigo me tuvo que traducir algunas al español. Al acabar, nos
fuimos él y yo al Metro para dirigirnos a la zona de la Place de Clichy, ya más
al centro, para hacer una comida-merienda-cena, dada la hora tardía, y más para
los franceses. Alain me comentó que en el entorno de la Universidad no hay más
que sitios muy cutres y que su departamento tenía un acuerdo con una brasserie en Clichy a la que siempre
llevaban a los profesores invitados. Allí, mi amigo me invitó a un menú del día
fastuoso. Entre los primeros se podía pedir media docena de ostras y eso fue lo
que yo elegí. Esta es la foto que nos hizo el camarero a la mitad del primer
plato.
Salimos luego a caminar para
bajar la comilona y nos dirigimos a la cercana zona de Montmartre, un barrio
antaño de artistas y bohemios que llegó a declararse independiente de Francia,
como hicieron también Christianía en Copenhague, o Uzupis en Vilnius, y supongo
que algún otro que no conozco. Hoy es un enclave bastante bonito (a pesar del pastelón del Sacré Coeur que lo corona),
pero totalmente agobiado por las hordas del turismo masivo, ese fenómeno
mundial del que un día de estos les escribiré un texto. No obstante, aún quedan
rincones recoletos y tranquilos, como los que me fue enseñando mi amigo, entre
ellos la magnífica vivienda que Adolf Loos le construyó al fundador del dadaísmo
Tristán Tzara, de la que les muestro una imagen de la fachada y la ampliación de
la placa que lo acredita.
Continuamos andando hasta un
pequeño teatro, en donde Alain había quedado con una amiga para ver una obra de
Samuel Becket que se llama Primer amor,
con un único intérprete: el veterano Sami Frey, que tiene más de 80 años y que
fue famoso por su sonado romance con la mismísima Brigitte Bardot, que dejó por
él a uno de sus maridos, aunque la cosa no cuajó. Allí me despedí de mi amigo y
continué andando hasta alcanzar el anillo de los Grands Boulevars, en donde cogí
el Metro para volverme a descansar a casa de Alain, que me había dejado una
llave. Me tumbé a escribir estas líneas, con alguna cabezadita intermedia y
esperé a que llegara mi amigo, que apareció después de las doce. Me dijo que había
tenido que cenar, sin mucho apetito, con su amiga y un grupo de colegas que van
juntos al teatro. Yo resolví la cena con un yogur de la nevera. Y esto fue lo
que dio de sí mi primer día completo en París. Que pasen un buen finde.
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