El título hace referencia a un
chiste que circuló profusamente por los mentideros patrios hace unos años.
Supongo que todos ustedes lo habrán oído pero, por si acaso hay algún
despistado, lo reproduzco aquí. La escena tiene lugar en el bar de un club
social de jubilados. Dos ancianos
sentados a una mesa contemplan aburridos el televisor, en donde están dando un
soporífero partido de futbol, digamos, un Levante-Getafe, por decir algo. En un
momento dado, el mayor de los abuelos suspira hondo y dice: “¡¡Ay!! Donde esté
una buena corrida, que se quite el fútbol”. Y su compañero más joven le responde con énfasis: “Y los toros”.
He aquí los dos entretenimientos
con que, en los tiempos del franquismo, se distraía al honrado pueblo para que
no pensara demasiado en asuntos políticos y culturales de más enjundia. Ambos
han seguido después caminos varios. Los toros se han venido un poco abajo,
asfixiados por una deriva empresarial endogámica y cicatera, el surgimiento de
los movimientos contra el maltrato animal, la indiferencia desdeñosa de la población
más joven, que ignora mayoritariamente esta fiesta en beneficio de
entretenimientos más atractivos, y el propio devenir del festejo, que se ha
convertido en algo rutinario y aburrido, con la excepción de contados momentos luminosos.
El futbol va por el mismo camino,
desde que Madrí y Barça han cortocircuitado el mercado y establecido una
distancia tan grande con los demás que lo único que tiene un mínimo de interés
son los duelos entre ellos, salvo que suceda lo de este año: que uno de los dos
tira la toalla antes de tiempo y ya ni los duelos directos se salvan del coñazo
general. Los clubes de futbol están en manos de empresarios de la construcción
y/o gangsters del estilo de Jesús Gil, que están matando la gallina de los
huevos de oro.
Las entradas a los estadios son
carísimas y la tele en abierto se ha quedado para los Levante-Getafe de turno.
El resto son de pago. Resultados de audiencia: el Levante-Getafe de turno es
cada semana el que presenta los números más altos. Una gran mayoría, entre la
que me cuento, no está dispuesta a pagar un duro por ver futbol por la tele. Si
hay algún partido de interés, se baja al bar de la esquina a verlo, o se sigue
por Internet con una calidad más o menos aceptable. Así que está al caer que el
negocio se les venga abajo, como ha sucedido con los toros. Y los primeros que
lo notarán serán los periódicos deportivos, cuyas ventas bajarán antes o
después.
Los partidos europeos de estas
semanas han sido todo un síntoma de esta decadencia. El Madrí está eliminado y
me imagino que el Barça no remontará esta noche, aunque esto es un deporte y
cosas más raras se han visto. Si, como parece, lo eliminan también, será el
segundo año consecutivo en que el mundillo futbolístico local da por hecho que
las semifinales van a ser un simple trámite para llegar a la ansiada final
española, y luego la realidad les propina una bofetada bien sonora. No puedo
decir que me alegre (siempre que juega un equipo nacional con uno extranjero, yo
voy con el de aquí), pero sí me parece que hay una especie de justicia poética
en el hecho de que les vuelva a pasar lo mismo a los dos. Y si, de paso, la cosa sirve para que nos
quitemos de en medio al señor Mourinho, pues miel sobre hojuelas.
Si el futbol me gusta, a pesar de
que cada vez me aburre más, no puedo decir lo mismo de los toros, un
espectáculo que hace años que me deja indiferente. Mi experiencia en esto se
reduce a unas cuantas corridas que vi de niño con mi padre, en la plaza de toros
de La Coruña posteriormente derribada para hacer apartamentos; un año en que
fui a los Sanfermines, donde lo que
sucede en el ruedo es lo de menos frente a la fiesta de verdad que transcurre
en las gradas y, por último, un par de veces que acudí a Las Ventas, haciendo
uso de invitaciones que me hicieron llegar mis jefes en los tiempos en que
estaba más cerca del poder.
En estas últimas ocasiones me
sorprendió el carácter casposo-folclórico del público, formado por gente mayor
muy acicalada, con un cierto parentesco con la que se ve salir de las
iglesias los domingos. Era como volver a los años cincuenta. Los tipos, con chaquetas
entalladas, pañuelos saltones y gafas de sol, se fumaban sus puros endulzados
por los whiskies que vendían los ambulantes, con hielo y vaso alto incluidos.
Las mujeres, vestidas de fiesta, chillaban y se tapaban los ojos con falso
pudor ante las suertes más sangrientas. Las cornetas punteaban el desarrollo
del festejo con sus sonidos metálicos restallantes. Y los maestros arriesgaban
lo justo para garantizarse el jornal, en una España anterior a la crisis, en la
que cualquiera podía encontrar mejores modos de ganarse la vida. A mí me
compensó asistir por observar ese ambiente pero, lo que era el propio
espectáculo, me pareció algo muy aburrido.
Tampoco soy un antitaurino
cerril, creo que hay mucha hipocresía en ese sector. La conciencia por el
maltrato animal es algo que va en aumento, pero no podemos negar que
descendemos de una especie carnívora y depredadora, y que los vegetarianos
siguen siendo minoría (mi amiga S. no es capaz ni de comerse una gamba, porque
dice que siente cómo la mira el pobre bicho, aunque esté muerto y congelado). Y
muchos de los que se proclaman antitaurinos son capaces de comerse un buen
entrecot sin el menor empacho. Eso sí, admito que es un espectáculo bárbaro y
arcaico, aunque se ha ido suavizando con el tiempo (lean mi post #73 “El Madrid
de Larra”), hasta llegar, por ejemplo en Portugal, al extremo de la hipocresía:
torturar al animal de mil modos y matarlo luego a escondidas del público.
Si la fiesta nunca me ha
interesado, siempre he admirado el talante de los toreros, la gravedad, el
empaque, el dramatismo de unos tipos que se juegan la vida a diario, las frases
demoledoras que se les atribuyen (Lo que
no pue’ ze’, no pue’ ze’. Y adema’ eh’ impozible, que decía Rafael el Guerra,
de Córdoba). El mundo del toreo es un semillero de anécdotas sabrosas. Les
cuento un par de ellas. Juan Belmonte, tipo culto y complejo donde los hubiera,
fue unos años vecino de Valle Inclán en un piso de la calle General Oraa. Al
día siguiente de una faena fastuosa del maestro, de la que hablaba todo Madrid,
el escritor se lo encontró en un descansillo y, con su humor más corrosivo, le
felicitó y le dijo: “Para la próxima vez, lo que tiene usted que hacer es
quedarse quieto, para que el toro remate la suerte clavándole un pitón en el
corazón. Así quedarán unidos para siempre toro y torero en la magia suprema de
la fiesta”. Taciturno como era, Belmonte bajó los ojos y respondió: “Don Ramón, se hará lo que se pueda”.
Rafael el Gallo, otro personaje
interesantísimo, sevillano famoso por las ocasiones en que se negaba a torear
porque el toro lo había mirado mal, sin importarle pasar por ello la noche en
la cárcel, estuvo algunos años haciendo “Las Américas”. En alguna ciudad de
Ecuador o Perú, la plaza se vino abajo de aplausos ante una faena suya. Al
terminar, un periodista se le acercó y le dijo extasiado: “Maestro, qué cosa
más extraordinaria la que acabamos de presenciar, qué belleza, qué maravilla.
Lástima que Sevilla esté tan lejos y no podamos disfrutar de su arte más a
menudo”. El Gallo se cuadró y contestó: “¿Y
de dónde han sacao ustedes que Sevilla está lejos’? Están muy equivocaos. Sevilla no está lejos. Sevilla está donde tiene que estar. Los que están lejos son ustedes”.
Que pasen un buen puente del 1 de
mayo.
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