martes, 22 de agosto de 2017

664. Otro día muy largo

Les juro que cada vez que empiezo a escribir un nuevo post sobre mi viaje a USA, lo hago con la firme intención de contar dos días, para ir abreviando. Pero, cuando termino el relato del primero, ya me he pasado de tamaño y tengo que cortar. Ha sido este un viaje mágico para mí, en el que todo el rato pasaban cosas de interés o con un punto literario. Mi intención es reseñarlas, para que queden escritas y no caigan en el olvido. Soy consciente de que, como advirtió Voltaire, el secreto para ser un coñazo es contarlo todo, pero tengo al menos algunos lectores que me dicen que cada día se parten el culo de risa con mis andanzas, y los demás se tendrán que aguantar. Las cifras de lectores que me da la página blogger, superan ampliamente los resultados de otros meses de agosto, en los que solían desplomarse por la incidencia de las vacaciones. A lo mejor alguno le ha encontrado utilidad a mis textos para la siesta después de la paella, o para el rato bajo la sombrilla tras el chapuzón en el mar.

Así que hemos llegado al 31 de julio, lunes. Ese día me levanté pronto, hice mis maletas y bajé a desayunar donde los chinos. Les dije que ya me iba y el patriarca de la familia salió limpiándose las manos con un trapo y se sentó en una mesa al lado de la mía para acompañarme. Me contó que había venido de Hong Kong hacía una eternidad y que sus hijos, que me habían atendido todos los días, habían nacido en Canadá. Qué diferencia con los chinos que traté en Pekín, que eran unos bordes. Alguien me ha comentado estos días que los chinos de Hong Kong son diferentes, que tienen una exquisita educación británica y son muy amables. Y que pasa algo parecido con los de Taiwan. Tal vez influya también el hecho de ni unos ni otros tuvieron que sufrir la Revolución Cultural. También he sabido que la primera oleada de chinos vino a estas tierras para la construcción del ferrocarril. Y la segunda cuando China absorbió Hong Kong: algunos no se fiaban de los comunistas y decidieron probar suerte donde sus primos canadienses.

Pagué el hotel y eché a andar con mi maleta de cuatro ruedas. No me salió al paso ningún salvatrucho, alcancé sin problemas el Pacific Bulevar y caminé durante una hora por el borde de la English Bay, al fresco de la brisa matutina que subía del mar, entre corredores, ciclistas, patinadores y paseantes madrugadores. Llegué a la Pacific Station y me sumé a la cola de gente con grandes maletas, que siguió incrementándose hasta poco antes de las 9.30, hora de salida del bus. Cinco minutos antes de la hora fijada, llegó el vehículo y de él se bajó un conductor de mediana edad, optimista, sonriente y con aires de crooner. Un tipo feliz con su trabajo. Nos miró con ojos traviesos y dijo Helloooou, qué alegría, cuánta gente dispuesta a viajar. Vamos a tener un viaje excelente, el tiempo es perfecto, el vehículo está recién revisado y me tienen a su disposición para cualquier problema que les surja. Ahora vamos a guardar las maletas en el depósito inferior, para lo que les ruego que las dejen por aquí, para que mi ayudante y yo nos encarguemos de guardarlas.

El ayudante iba pasando nuestros billetes por un lector de códigos y nos franqueaba la entrada. Era un autobús muy cómodo, con mucho espacio y buenos asientos. Luego he sabido que la compañía de ferrocarriles Amtrak ofrece estos modernos autobuses como complemento de sus trenes. En paralelo, existe la clásica compañía Greyhound, toda una leyenda americana, que ofrece viajes por todo el país a precios más baratos, pero en unos autobuses mucho más cutres, sin aire acondicionado y con asientos malos. Como los antiguos de La Sepulvedana (en Galicia, Cal Pita). Ya todos montados, el conductor completó su speech dándonos datos de las paradas que íbamos a hacer, hora de llegada, temperatura en origen y destino, etc. Finalizó diciendo que el autobús lamentablemente no tenía WiFi, por lo que no nos iba a quedar más remedio que hablar con nuestro compañero de asiento y socializar un poquito.

Un placer, en mi caso, porque mi compañera era una mexicana muy joven y bastante mona. Se llamaba Carla y me contó que era de Puebla, pero vivía en Guadalajara, donde había estudiado Químicas. Era la primera vez que salía de México, había ido a visitar a un amigo de la facultad que estaba en Vancouver y ahora iba a atravesar USA de regreso, haciendo diversas paradas, hasta San Diego, donde tomaría el avión de vuelta. A su familia le preocupaba que viajara sola, pero ella les mandaba whatsapps todo el rato y, además, se sentía más segura en USA que en su tierra. Tenía el plan de viajar a Europa para hacer un doctorado y ya había mandado varias cartas. Le conté que mi hijo Lucas andaba en esas y le recomendé las universidades de Madrid, Leipzig y Lille. A todo esto, el camino era bonito, hicimos una parada en un hotel de carretera, donde se subieron algunos pasajeros más, y continuamos.

El conductor anunció que estábamos llegando a la frontera. Allí detendría el bus para que cada uno se hiciera cargo de sus maletas para pasar con ellas la aduana. Un rato después estábamos todos en cola. Me tocó un funcionario también feliz con su trabajo. ¿Qué va a hacer usted en USA, señor? Nada, es que yo ya estaba en USA y he salido tres días para conocer Vancouver. ¿Y que vino a hacer a USA? Vine a un congreso (dije a congress y el tipo empezó a reírse a carcajadas) ¿A congress? Entendí que lo había dicho mal y rectifiqué: well, a convention, a workshop. In Portland. Muy bien señor, así que ha salido usted unos días porque tiene una novia en Canadá. No, no, tengo novia, pero en Madrid. Volvió a reírse a carcajadas, me puso el sello y me devolvió el pasaporte, deseándome buen viaje.

Hubimos de esperar un buen rato, porque uno de los viajeros tenía problemas con su visado. Al fin subió al bus disculpándose y seguimos. Otra parada intermedia y luego el típico atasco en la entrada de Seattle. Era la tercera de las ciudades de mi viaje y he de decirles que las tres fueron fundadas hace unos 150 años. Es decir, que tienen poca historia. Seattle es una ciudad portuaria que marca el camino para Alaska, fundada en los tiempos de la fiebre del oro. Esto se puede apreciar en los edificios más antiguos, como la propia King Street Station a la que llegamos. Aquí la foto que le tomé. 


Tenía otra hora de caminar con mi maleta hasta el barrio de Bellmont, donde estaba mi hotel, según lo había medido en el Google Maps. Pero este trayecto fue algo más incómodo, en primer lugar porque eran las dos de la tarde y hacía bastante calor. Y luego por las cuestas. En el mapa parecía sencillo: la estación estaba en la Primera Avenida y había que corregir hasta llegar a la Tercera y seguir todo hasta el fondo. Lo que no se aprecia en el mapa son las cuestas que hay entre las avenidas. Es que yo no he visto cuestas como esas en mi vida. Es que en Madrid, un proyecto de urbanización que planteara semejantes rasantes no se autorizaría. La cosa ya es dura con las manos libres pero, con un maletón para quince días, es un verdadero crimen. Les pongo algunas imágenes de cuestas de Seattle, para que vean que no exagero.




Bellmont es un barrio con un punto suburbial. Aquí no hay homeless: aquí hay obreros en paro, grupos en las esquinas fumando, discutiendo, jugando al ajedrez o a los dados. Y sobre todo: hay negros por un tubo. Hasta que llegué a Seattle no me di cuenta de que en Portland y en Vancouver apenas hay negros. Los escenarios que atravesé en Seattle con mi maleta recordaban a los de cualquier ciudad americana, los que salen en la serie The Wire. Cada esquina tenía su grupo de ociosos y daba un cierto respeto atravesarlos. Me inscribí en el Bellmont Inn, dos estrellas, un lugar atendido por latinos, que estaba a la altura de su categoría, pero no salía mucho más barato que el de Vancouver. Mi cuarto daba a la Tercera Avenida y estaba en la primera planta. En la mesita de noche encontré unos tapones para los oídos, que utilicé las tres noches en que estuve allí hospedado. Si me los dejaban, por algo sería. 

Pregunté dónde podía comer algo. Había un restaurante barato al lado. Pero me acerqué y ya tenía la cocina cerrada. No eran horas. Miré por allí alrededor y no parecía haber nada. Entonces, mi instinto me impulsó a dirigirme hacia el puerto. En esa zona no había tanta cuesta entre las tres avenidas, pero con el Google Maps yo no había tenido forma de saberlo. Más allá de la Primera Avenida, encontré una pizzería abierta. Se llamaba Romio’s Pizza and Pasta. La pizzería de Romeo. Estaba completamente vacía. Por el fondo andaba una Julieta pasando la fregona. Le pregunté si me hacía una pizza y dijo que claro. Las tenía precocinadas y sólo tenía que ponerla un poquito al horno. Era una chica con la imagen asimétrica típica: pelo rapado por un lado, muchos piercings en esa oreja y camiseta inclinada enseñando el hombro contrario lleno de tatuajes. Era un poco mayor, tenía ojeras pronunciadas y, como todas las mujeres que se castigan la imagen de esa forma, el paso de los años la había dotado de un aire de persona un poco baqueteada por la vida, no exenta de atractivo.

En el lugar sonaba una emisora local de radio con una música muy buena y a un volumen exacto. Como no había nadie más, la chica se sentó por allí y hablamos un rato. Su jefe era un poco roña, me dijo, se empeñaba en mantener el restaurante abierto todo el día, y ella no lo entendía, porque entre horas entraba un cliente como yo una vez al mes. Tras ver cómo tarareaba algunas de las melodías de la radio, le pregunté dónde se podía en la ciudad escuchar buena música en directo. Me dijo que me subiera a Freemont, que era un lugar lleno de baretos con gente tocando. Es el barrio del que me había hablado mi sobrina Eva, que vivió por aquí un año, en dos temporadas. Después de comerme una pizza pequeña, con una pinta de IPA beer, me volví al hotel a echar la siesta y estrenar los tapones para los oídos, que estaba yo también un poco baqueteado después de acarrear la maleta en dos trayectos de una hora y subir unas cuestas indecentes. 

Otra vez en marcha pregunté en recepción dónde podía coger un autobús para Freemont, que estaba bastante lejos. Me indicaron uno en la acera de enfrente. Subí y pagué 2,50$. Le dije al conductor, negro, que si me podía avisar cuando estuviéramos en Freemont y me contestó que nada más cruzar el puente ya era Freemont y que yo lo sabría cuando lo viera. No era un tipo muy amistoso. Seattle es un lugar más duro que Portland, una ciudad portuaria, de currantes, donde la gente no tiene tiempo que perder. El bus tomó la Aurora Avenue, una vía que empezaba a ganar altura, hasta enfilar un viaducto altísimo, por el que se cruzaba el ancho canal que separa Freemont de los barrios más céntricos. Me bajé en la primera parada que pude y me encontré en medio de la nada. Por instinto empecé a bajar, en busca de la orilla del canal, y la cosa se fue animando. La marcha estaba en las calles 35 y 36.

Entré en una vieja cervecería artesanal llamada Outlander Brewerie and Pub. Me tomé una cerveza negra muy buena y vi que estaban preparando un pequeño escenario para una actuación musical. Había la posibilidad de cenar allí y ver el concierto. Pero entonces me asaltó una pequeña inquietud. No tenía hambre todavía. Si me quedaba, terminaría muy tarde y saldría a la calle en un lugar muy alejado de mi hotel y sin controlar los autobuses ni los taxis. Me pareció más prudente no quedarme, dar una vuelta por la zona y regresar a entornos próximos a mi barrio a una hora razonable. Pregunté qué autobús era bueno para volver al centro y me recomendaron el 40. Tenía que ir a la Freemont Avenue, donde estaba la parada más próxima. Y de camino, con gran sorpresa, me encontré nada menos que con una estatua de Lenin. Está en una esquina anónima, delante de una heladería italiana. Debe de ser la única de todo Estados Unidos. El gran líder ruso está representado con su típica gorra, avanzando decidido en su camino a la revolución, en una figura de unos seis metros de alta. Un brochazo de realismo soviético en plena cuna del capitalismo. Era ya de noche y no le pude hacer fotos, pero he rescatado una de Internet.  


En fin, encontré la parada del 40 que no tardó mucho en llegar. Conductor también seco, esta vez blanco, ticket de 2,50$ y noche cerrada. No se veía ni hostia. Cruzamos el canal por un puente bajo, al pie del otro, y empezamos a circular por calles que no me sonaban de nada. En un momento dado, el escenario me resultó vagamente familiar y me bajé, otra vez en mitad de la nada. Me había descargado el plano de Seattle en Google Maps tal como me había enseñado mi hijo Kike a hacerlo. Encontré el letrero de una calle y la busqué en el móvil. No estaba lejos del hotel. Eché a andar y, una vez más en este viaje, me salió al paso otro lugar mítico. Ya sé que resulta increíble y reiterativo, pero delante de mí estaba la sala Crocodile, de la que me había hablado mi sobrina. Por cierto, supongo que saben que, tanto en inglés como en francés, se dice crocodile, lógico si tenemos en cuenta que la palabra deriva del latín crocodilum. En español se decía también crocodilo, pero lo gente empezó a decir cocodrilo, por la misma razón que dicen cocretas, y la RAE acabó por bajarse los pantalones como tiene por costumbre.

El Crocodile es ciertamente el lugar mítico de Seattle. Allí iba cada noche a tocar Kurt Cobain, cuando era casi un adolescente, cuando no había ni pensado en formar Nirvana. O sea, que allí nació el grunge. No tuve más remedio que entrar a tomarme la última cerveza del día. Es un local pequeño y estaba bastante vacío. Pregunté si tenían algo de comer y me dijeron que no. Pregunté si había actuación y me dijeron que los lunes no había música en directo. Luego supe que el bar había estado cerrado años y no hacía mucho que lo habían reabierto. El lugar es bonito, con muchas fotos de tiempos mejores en las paredes. Una foto gigante de Cobain en blanco y negro preside el local desde el fondo. Al entrar me pusieron el sello de la vaquita en la muñeca, por si quería salir y volver a entrar. Esta imagen da fe de ello.


Seguí camino del hotel y encontré un Deli de esos que no cierran en toda la noche, regentado por unos indios. Había mucha concurrencia en la puerta: negros, parados y colgados varios, dejaban discurrir el tiempo en el calor de la noche. Entré y me pillé un par de recipientes de plástico con fruta cortada, para no acostarme sin cenar: piña, melón, kiwi, manzana y arándanos. Me dieron un tenedor de plástico y unas servilletas y me lo subí todo al cuarto. Y todavía me dio tiempo a sentarme al ordenador a escribir la historia del doctor Cózor y otras digresiones, mientras picoteaba mis frutas con un vaso de agua del grifo. A duras penas lo pude subir al blog, porque la WiFi del hotel era bastante deficiente. No sé si fue por el cansancio o por los tapones para los oídos, pero dormí como un bendito.

domingo, 20 de agosto de 2017

663. Zombies, negras minúsculas y maras salvadoreñas

Sigo con el relato de mi viaje a los USA, pero, como aperitivo, les pongo un link a un artículo que creo que deben leer con atención. En mi opinión, es la aproximación más certera al tema del yihadismo que he encontrado en estos días convulsos. Se trata de una entrevista con un experto en el tema: el profesor holandés de Sociología de la Universidad de Oviedo Hans Peter van den Broek. Lo ha publicado el diario digital La Opinión, uno de los medios coruñeses que sigo. Lo tienen AQUÍ.

El día 30 de julio, amanecí pronto en mi fastuosa habitación de la octava planta del Executive Vintage Park Hotel de Vancouver. Estuve leyendo un rato, haciendo tiempo para ver si llegaba Liana. Pero, en un momento dado, me venció el hambre, así que le puse un whatsapp a mi compañera para advertirle de que bajaba a desayunar y que luego la acompañaría a donde ella quisiera para tomar algo juntos. Y me bajé a visitar a mis amigos chinos de la cafetería, que me recibieron con la misma amabilidad del primer día. Luego subí al cuarto a seguir la espera.

Liana llegó en torno a las 10, su vuelo se había retrasado. Fui a buscarla al lobby de su hotel y cruzamos planes. Ella quería callejear por la ciudad, ver edificios y hacer fotos sin un propósito concreto. Me ofrecí a hacer de cicerone, visitando de nuevo algunas cosas que ya había visto, si bien le dije que el parque Stanley no lo quería repetir. Y salimos en dirección noreste, subiendo por Howe, Granville y otras calles de las que terminaban contra la Waterfront Station. Ese día averigüé más cosas sobre Liana Valicelli. Esta señora, de la que ya dije que su intervención en el workshop fue una de las más brillantes, es arquitecta y nació en Italia. Pero durante su niñez y adolescencia su familia italiana emigró dos veces: primero a Buenos Aires y luego a Curitiba. Es una viajera veterana que conoce medio mundo y habla correctamente español, italiano e inglés, además de portugués, y probablemente se defiende en algunos idiomas más.

Supe también que es una andarina incansable, capaz de agotar a cualquiera. Y que le encanta, como a mí, hacer muchas fotos de los edificios interesantes que le van saliendo al camino. Cuando mis hijos eran pequeños, cada vez que volvía de viaje, me insistían en que les enseñara las fotos. Y Kike, el pequeño, dejó al respecto una de sus frases para la posteridad: Papá hace muchas fotos de casas, que están muy bien, pero a mí me gustan más las de señores. En fin, estuvimos un rato callejeando entre los rascacielos del downtown, fuimos al Gastown, le enseñé el reloj de vapor y continuamos hasta Chinatown que, según los mapas, estaba un poco más allá. Ninguna de las dos noches anteriores me había yo aventurado a buscar el Chinatown, porque saliendo del Gastown se acababa la animación. Pero esta vez era mediodía y seguimos. 

De camino, encontramos la solución al misterio de la ausencia de homeless en la ciudad. No es que no haya, es que están todos concentrados en una zona, un auténtico gueto. De camino a Chinatown lo descubrimos. No sé si se concentraban allí porque alguna institución daba una sopa o similar. Lo que sé es que aquello era una especie de distrito zombie, por donde medio se arrastraba gente muy hecha polvo, desechos humanos con harapos colgando de sus cuerpos devastados. O sea que, en Portland, los homeless están integrados en la ciudad, les tratan bien, les da comida la gente de paso. En Vancouver, en cambio, están totalmente marginados, abandonados a su suerte, recluidos en una zona llena de mugre. Más allá, encontramos Chinatown, un lugar desangelado y sin gente, al menos a esa hora calurosa. Aquí una imagen de la entrada del barrio.














Visitamos un pequeño y coqueto jardín, el parque del doctor Sun Yat Sen y enredamos por allí un rato. Era el momento de comer, y decidimos regresar al Gastown, donde están todos los restaurantes. Pero Liana quiso atravesar por medio de la zona zombie (a la ida habíamos cambiado de acera). Y su vena de reportera la impulsó a hacer algunas fotos al descuido. Hasta que una yonky en los huesos, surgiendo de la cochambre, se le encaró con gesto crispado, le puso la cara a milímetros y, tensando sus tendones como alambres, le dijo entre dientes: No pictures. Tuve que meterme en medio y decirle que tranquila, que ya no íbamos a hacer más fotos. En los homeless de Portland predomina el color marrón claro, por el polvo de los caminos y sus pelambres rubias. Entre los de Vancouver domina el negro. Es como si se estuvieran pudriendo.

Recordé un cuento de Alice Munro que se titula Pozos profundos. Una familia con tres hijos. Uno de ellos sufre un accidente del que se queda lisiado de una pierna. Cuando cumple 17 se larga y no vuelven a saber de él. Han pasado los años, el padre ha muerto y los otros dos hijos han formado familias. Un día, una de las hijas cree reconocer al ausente por su cojera, en las imágenes por TV de un gran incendio en Toronto, donde se puede ver a algunos homeless colaborando con los bomberos. La madre viaja a la ciudad, lo busca y lo encuentra. Pero no consigue convencerle de que vuelva a la vida normal. Está a gusto en medio de la mugre y sólo quiere que lo dejen en paz, que se quiten de en medio y no le tapen el sol, como Diógenes. Munro sabe mucho de la condición humana.

Teníamos hambre a pesar del mal trago y le sugerí a Liana un restaurante donde había entrado a preguntar la primera noche (y me habían dicho que 50 minutos de espera): la Old Spaguetti Factory. Nos instalamos en la terraza exterior y comimos muy bien. Al final, le pedimos al camarero que nos hiciera una foto, para enviarla al grupo de Whatsapp y que pudieran comprobar que cumplíamos el objetivo de C40 de tejer lazos de amistad entre nosotros. Aquí tienen la imagen.














Le propuse a Liana retirarnos a nuestros hoteles respectivos a descansar un poco y evitar las horas de más sol, para volver después a la carga. La verdad es que llevábamos toda la mañana caminando y yo estaba un poco cansado. Ella imagino que no tanto, pero le pareció buena idea. Regresamos caminando y nos citamos a las cuatro y media. Llegué a mi hotel, subí a la octava planta, atravesé el guirigay de negras portando carritos con montones de sábanas retiradas, entré en mi habitación y cerré con llave. Estaba empapado de sudor y agotado. Me quité toda la ropa y me acosté desnudo sobre la cama recién hecha. En ese momento sonaron golpes perentorios en la puerta. Alguien quería entrar y hacía sonar sus llaves como si fuera a abrir.

Alcancé a decir one minut, busqué un pijama, me lo puse a la carrera y abrí. Ante mí estaba la negra más diminuta del grupo, en la que ya me había fijado al entrar, con su uniforme seguramente hecho a medida y sus pelos rizados espeluznados, como la maqueta de una Angela Davies despeinada. Sostenía en alto con dos deditos una toalla tan minúscula como ella. Perdone –me dijo– es que acabo de hacerle la habitación y me faltaba traerle esta toalla. Le di las gracias, cogí la toalla y estuve a un tris de decirle –Esta es la que suele usarse para el culo ¿no es cierto? Pero me corté a tiempo. Hubiera sido una grosería y un abuso de posición intolerable. Mi mente traviesa a veces me juega estas malas pasadas y tengo que controlarla.

Por la tarde dejé que Liana fijara el programa. Ella se había informado de otras visitas de interés y me propuso ir primero a la isla Granville, para lo que teníamos que tomar un ferry cuyo muelle estaba cerca de nuestros hoteles. Sobre la isla pasa una autopista elevada, pero no le sirve de acceso. El ferry resultó ser un barquichuelo, porque la isla estaba enfrente. Se trata de una antigua zona de almacenes e industrias que se ha recuperado para usos comerciales y culturales y es ahora un centro alternativo. El uso que tira del lugar es un mercado en donde la gente de los alrededores viene a vender sus productos naturales y el resultado de sus cultivos ecológicos. El mercado tenía un aire elitista similar al del madrileño de San Miguel, que en Vancouver hasta los alternativos son elegantes. Al amparo del mercado han surgido una serie de tiendas de ropa, joyerías y similares, además de galerías de arte, pequeñas salas de conciertos y equipamientos diversos. El problema es que era domingo y la mayor parte de ellos estaban cerrados. Pero sólo por ver el mercado merecía la pena cruzar a la isla. Aquí algunas imágenes.





Tomamos el miniferry de vuelta y decidimos caminar por la orilla de la English Bay, hasta enlazar con el Pacific Bulevar que yo debería tomar al día siguiente para ir a la estación. A lo largo de este camino hay enormes rascacielos de apartamentos de veraneo, con aspecto de estar en su mayor parte vacíos. Yo creo que aquí debió de haber una burbuja inmobiliaria importante, aunque es posible que la temporada alta del turismo sea más en invierno por la cercanía de las estaciones de esquí. Los rascacielos más antiguos eran bastante feos, pero entre los nuevos había edificios muy bonitos. Más imágenes.




Y aquí las tradicionales casas flotantes de la otra margen de la English Bay, con banderas del Canadá por todas partes.

Anochecía despacio y subía del mar una brisa templada aliviando el día caluroso. Nos salimos del paseo y subimos por Davies St. Habíamos pasado un día muy agradable, habíamos visto muchas cosas y nos merecíamos una ensalada y un par de copas de vino blanco en un antro coqueto y acogedor. Como todo en este viaje, nos salió al paso el lugar ideal: el Cactus Café Yaletown Club. Luz tenue, música chillout, camareras muy guapas con camisetas y minifaldas negras, público básicamente joven. Allí brindamos por nuestra nueva amistad y allí fue también donde sucedió la última historia que quiero contarles. En un momento dado le dije a Liana: –Algo está pasando a tus espaldas, pero no te vuelvas, yo te lo voy contando.

Habían entrado al lugar tres policías de uniforme azul oscuro, llenos de pistolones, walky-talkies y pertrechos diversos. Uno se quedó a nuestra altura, protegiendo la retaguardia y los otros dos se dirigieron a una mesa a espaldas de Liana. En la mesa había dos tipos idénticos: morenos, de aire latino, fuertes, musculados, rapados y con sus brazos derechos tatuados desde el hombro hasta la muñeca. El que mandaba la patrulla era un gigante de rasgos orientales y se dirigió a los dos comensales con gesto firme, pero educadamente, salvo por el hecho de que ambos estaban sentados y el gigante de pie, y encima con un ayudante a su lado y otro estratégicamente situado a unos metros. Hablaban y hablaban y Liana me preguntó, inquieta, si los de la mesa estaban tranquilos. Parecían estarlo, lo que pasa es que hemos visto muchas películas y cada poco salen informaciones sobre incidentes violentos fatales con la policía en este país.  

La conversación desembocó en petición de documentos. El chino requisó los dos pasaportes y se fue del bar. Su primer ayudante mantuvo la posición y también la conversación con los sentados. Un buen rato después, regresó el jefe, les devolvió los pasaportes, alcancé a escuchar que todo estaba OK. Les pidió disculpas y hasta les dio un apretón de manos. Salieron los tres policías, que se quedaron patrullando arriba y abajo por la calle (les veíamos por el ventanal). Las chicas aprovecharon para traerles la cuenta a los dos latinos tatuados, que pagaron y sólo entonces se levantaron para irse. Le preguntamos a nuestra camarera qué era lo que había pasado y nos explicó lo siguiente.

En la ciudad hay una serie de gangs (así los llamó), representantes de diferentes maras de Centroamérica. Y están en guerra entre ellos. Y la policía tiene un acuerdo con los bares de la zona, por el que pueden venir e interrogar a cualquier comensal solamente por su aspecto. Y pedirles los papeles y tomarse todo el tiempo para comprobar sus identidades desde el coche. La chica añadió que a ellos les venía bien, porque antes de eso habían tenido más de un incidente desagradable. Imagino que a la patrulla la habían llamado los mismos del bar, porque entraron y se dirigieron directamente a los dos tipos, sin ningún titubeo.

Así que eso fue lo que pasó. Digno final para a un día muy largo. Como un caballero, acompañé a Liana a la puerta de su hotel en mitad de la noche y me despedí con dos besos. Ella se quedaba por Vancouver un par de días más y prometimos mantener el contacto a través del grupo. Subí a mi cuarto y aun estuve leyendo un rato. Una idea me rondaba la mente. Al otro día tenía que salir con mis maletas de madrugada, pasar por debajo del puente de la autopista que se eleva para sobrevolar la isla Granville y cruzar un par de zonas dudosas antes de alcanzar el Pacific Bulevar que me llevaría a la estación. ¿Me encontraría a algún miembro de la Mara Salvatrucha que me lo quitara todo, hasta los calzoncillos? La solución en el próximo episodio.

viernes, 18 de agosto de 2017

662. Tengo que seguir con Vancouver

Pues sí, lo que pasa es que, después de la barrabasada de las Ramblas, algo tengo que decir para no parecer un desalmado. Por supuesto que me horrorizo y me solidarizo y todo eso, es tan obvio que no hace falta que lo diga. Mi reflexión: lo que estos fanáticos atacan es el concepto mismo de la ciudad, su esencia como lugar de tolerancia, de mezcla de culturas, de riqueza de vida. Eso es lo que más odian estos personajes (aunque también pasean por los lugares céntricos, yo los veo todos los días con sus mujeres dos pasos atrás cubiertas con el velo preceptivo). Por eso atacan discotecas, verbenas como la de Niza, calles comerciales como la Drottninggatan de Estocolmo, mercadillos navideños como el de Berlín, ejes de actividad urbana como las Ramblas. Si les diera por actuar en Galicia pondrían bombas en una pulpada. Esta vez la cosa ha sido más cerca, pero no muy distinta de las anteriores ni menos esperada. Frente a ello, no queda otra que acostumbrarnos a convivir con el miedo, como ya hacemos. Porque yo no concibo otro modo de vida que el que llevo. Soy un urbanita y no pienso renunciar a ir a las Bodegas Rosell a tomarme el vermú, aunque me arriesgue a que en la plaza de Atocha me atropelle un mohamed con una furgoneta robada. 

Un lector se admira de cómo puedo salir por la noche en una ciudad desconocida y meterme solo en un garito con dos tipos de negro en la puerta, por mucho rock and roll que se escuche dentro. Pues porque ese es mi medio. Todas las ciudades son la misma ciudad y yo me he criado en los futbolines de La Coruña y sé por dónde puedo moverme. Si alguien me dejara en medio del campo, me perdería o me agobiaría. Pero en la ciudad, estoy en mi salsa. Así que seguiré el relato de mi reciente viaje a tres ciudades de la Costa Oeste. Es mi obligación como blogger, aunque lo de Barcelona me haya afectado. Además yo, cuando pillo vereda, no hay quien me aparte del linde. Por ejemplo, ayer me tocaba correr, para mantener el entrenamiento iniciado. El termómetro marcaba 36 grados cuando salí. Mi hijo Kike, que había quedado en acompañarme, al final dijo que hacía demasiado calor. Lo entiendo, pero yo tenía que salir. Después de un año sin correr, la cuarta salida es muy pronto para empezar a poner excusas.
  
Vuelvo pues a mi viaje. El sábado 29 de julio me desperté con una preocupación en la cabeza: tenía que sacar ya el billete para el trayecto Vancouver-Seattle. Encendí el ordenador y me puse a trastear en la cama gigante del Executive Vintage Park Hotel. Entré en la página de Amtrak, tecleé día y hora de mi viaje y pulsé continuar. Inmediatamente apareció un letrero en rojo: Completo. No quedaban plazas para el tren de ese día. Busqué alternativas. La propia página ofrecía algunas. Encontré una en la que había un dibujo con un autobús. Seguí adelante y pasé a la pantalla de pagar. Y allí me surgió un problema inesperado. Para cerrar la operación, el BBVA me mandaba por SMS una clave que debía escribir en el recuadro correspondiente. Pero me lo había mandado al móvil del trabajo, un aparato que, en cuanto salgo de España, se muere. Es el número que tengo dado en el banco, al parecer. Entré en la página del BBVA, pero no encontré la forma de cambiar el dato.

Por fortuna, tenía otra tarjeta, la Master Card Global Exchange que me habían vendido en el aeropuerto. Deshice la operación y la repetí cambiando de tarjeta. Y como un reloj. Ventajas de viajar al menos con dos tarjetas. Me enviaron el billete y allí figuraba la hora, el destino, pero nada sobre el punto donde debía coger el bus. Indagué en la página, y encontré que dicho punto era la Pacific Railway Station. Una estación de tren, la anterior a Waterfront Station. Gran duda: ¿había sacado un billete de tren o de autobús? Bajé a recepción a que me imprimieran el billete. Con él en la mano pregunté a la recepcionista mulata, joven y de ojos profundos: no me lo supo aclarar. Ante ello decidí desayunar, que ya tenía hambre después de tanto trajín.

Mi reserva era sin desayuno y me habían dicho que costaba 13$ el buffet. Pero yo sólo quería un café y un bollo. La cafetería del hotel estaba atendida por una familia china muy amable. Me dijeron que tomase lo que quisiera, que me cobrarían en función de ello. Después, subí a la octava planta, atravesé el revuelo de fámulas con los carritos de la limpieza (todas negras y tan necesitadas de un poco de mantenimiento como el resto del hotel), accedí a mi habitación, me lavé los dientes y salí en dirección a la calle. Mi intención era darme una vuelta por el parque Stanley. Si miran ustedes el mapa, verán que el downtown de Vancouver está construido en una península, entre el golfo de su mismo nombre y la English Bay. Pues el parque Stanley es como un sombrerito verde de esa península.

Así que cogí mi mochila y eché a andar por la Pacific Street en dirección noroeste. Muy pronto llegué al borde del mar, donde se une con la Beach Avenue, y continué adelante. Mi plan era doblar a la derecha por Denman Street para entrar al parque por el lado del norte, pero en la misma esquina me encontré con un grupo escultórico extraordinario, de cuya existencia no tenía ni idea. Se trata de una serie de esculturas de buen tamaño de tipos desternillándose de risa. Según he podido saber después, el autor es un artista chino, de Pekín, que se llama Yue Minjun, y cuya obra consiste en representarse a sí mismo todo el rato, partiéndose el culo. Vean primero un video que he encontrado sobre el grupo de Vancouver. 


Pero según pone en un letrero al pie del grupo, el secreto está en interactuar con las estatuas, para aprovechar el buen rollo de la risa y echar fuera los malos instintos. Había por allí un par de chicas haciéndose fotos mientras practicaban este sano consejo, así que les pedí que me hicieran una. Les costó un buen rato porque, cada vez que iban a disparar, les vencía la risa floja al ver mis performances. Al final, he aquí el resultado.


El parque Stanley es bonito, pero no es comparable al Central Park de NY, al Retiro o al Jardin de Louxemburg de París. Es un trozo virgen de bosque forestal con el arbolado que uno se imagina que existe en el Canadá y con algunos caminos de tierra trazados por entre la foresta. Hay algunos lugares emblemáticos, como el conjunto de tótems que pueden ver en la imagen de abajo. 


Como suelo hacer en estas situaciones seguí a la gente y muy pronto me encontré en el paseo de borde del parque, a la orilla del mar. Era una senda con muchos ciclistas, corredores, patinadores y paseantes veteranos. Al fondo se veía el Lyon’s Gate Bridge, un esbelto puente colgante, como el de San Francisco, que cruza hacia la zona del North Vancouver. Al acercarme, observé que había algunos peatones cruzando a pie hacia el otro lado. Pero, a la altura que estaba, ya era imposible salir del paseo, que está tallado a pico al pie de un acantilado muy alto. En el plano se veían diversos caminos, pero era imposible llegar a ellos. Sólo podía regresar, o seguir adelante. Decidí lo segundo. En el extremo del paseo hay una roca desprendida que se llama la Siwash Rock. Abajo pueden verla.

De regreso por el lado de la English Bay, el terreno se suavizaba y pude internarme de nuevo en el parque. Pero enseguida volví al paseo de la orilla. Siguiendo hacia la ciudad hay tres playas urbanas, que se llaman tercera, segunda y primera playa. Estaban moderadamente llenas de gente pero no vi a casi nadie en el agua, seguramente había corrientes. Un poco más allá una piscina pública municipal de buen tamaño, imagino que de agua salada y, esta sí, atestada de personal. Me entraron ganas de ir a por un bañador y probarla, pero estaba muy lejos del hotel. Así que continué de regreso por la Beach St. Esta parte de Vancouver tiene un ambiente muy familiar, donde no se ven tatuajes, gente alternativa ni homeless. Es un lugar de gente bien, vinculado al mar, a las playas, a los deportes náuticos. Se huele el dinero y se ven muchas familias de rubios, muchos niños, muchos ciclistas impolutos. 

Regresé al hotel, descansé un rato y salí otra vez. Decidí acercarme a la Pacific Station, para resolver mi duda. Había un camino bordeando la costa, el Pacific Bulevar, pero opté por meterme en la ciudad y callejear por la cuadrícula, con la idea de pararme en algún restaurante al azar a reparar fuerzas (eran más de la una). Ya saben que me gusta mucho callejear al azar. Y mis deseos se vieron cumplidos: me salió al paso un Noodle Bar camboyano sin nombre, razonablemente cutre y donde no había ningún occidental comiendo. Entré, me hicieron muchas reverencias y me senté a una mesa de formica. El menú era noodles de pollo, noodles de cordero o noodles de ternera. Tamaños pequeño, mediano y grande. Elegí el mediano de pollo y pedí que fuera picante, sin exagerar. No había IPA beer, así que me contenté con una Budweiser de botella.

Como ya me imaginaba, esto del noodle consiste en un cuenco de sopa de buen tamaño, con unos fideos gruesos y resbaladizos, una serie de verduras cortaditas muy finas y unos cachos de pechuga de pollo flotando. Y eso hay que negociárselo con unos palillos chinos y una cuchara china de porcelana. No sé si había tenedores y cuchillos pero yo no los pedí. Tengo ya cierta práctica de Japón, Birmania, los ramen bar de Madrid y alguna comida en casa con mi hijo Kike, que es muy proasiático. Pero aun así, me puse perdido y lo peor es que me dio la tos por sorber el picante. Vino la chica a atenderme, pero le dije por señas que estaba bien. Me fijé en cómo lo hacían dos chicas monísimas en una mesa al lado. Ellas cogían con los palillos unos pocos fideos y los enrollaban sobre la cuchara, haciendo un nidito que luego se comían. Con ese truco, me arreglé mejor. A la hora de pagar, no admitían tarjetas y yo no había cambiado. Me dijeron que daba igual, que podía pagar con dólares americanos. Eso sí, las vueltas me las dieron en dólares canadienses. Para mi colección.

El problema de intentar llegar a la Pacific Station a través de la cuadrícula del downtown es que te topas en medio con un monstruo: el BC Place, un estadio gigantesco donde juegan diversos equipos locales, donde se dan conciertos multitudinarios y se recibe al Papa cuando le da por venir por estas tierras. Lo malo es que todo el espacio circundante del estadio está vallado y no se puede atravesar. Hube de rodear este enorme agujero de la trama urbana, para alcanzar el bulevar y la estación. Pero este rodeo me permitió encontrar otra estatua emblemática que no habría visto de otro modo, porque está en medio de un nudo de carreteras. Se trata del llamado Trans Am Totem, que simboliza la forma en que el exceso de automóviles acaba por machacar el entorno natural. Aquí la tienen. 


Por lo demás, en la estación me atendieron con mucha amabilidad. Lo que yo había reservado era, efectivamente, un asiento de autobús. Los autobuses salían de una explanada junto a la estación, que me indicaron. Me recomendaban estar allí media hora antes. En el parque de al lado vi los primeros homeless de Vancouver, tomando el sol. Regresé por el bulevar, un paseo súper agradable, para ver cuánto se tardaba en llegar al hotel y si el suelo era liso para caminar con mi maleta. Era perfecto y se venía a tardar una hora. Subí al hotel y me dediqué a terminar el post que había empezado en el aeropuerto de Portland y que titulé Desde Vancouver (un alarde de imaginación, como ven). Entre medias me entró un whatsapp. Liana Valicelli, mi amiga de Curitiba, llegaba al día siguiente temprano. Ya me había anunciado sus intenciones y preguntado veinte veces si no me molestaba que pasáramos un día juntos en Vancouver, donde ella se iba a quedar más tiempo. Desde luego que no. Ya saben que soy un solitario, pero del tipo sociable y Liana es una mujer muy agradable. Obviamente hubiera preferido a Tantri, pero igualmente estaba encantado.

Me dijo el nombre de su hotel, que estaba a cinco minutos del mío. Quedamos en que la esperaba para desayunar juntos. Entre unas cosas y otras se estaba haciendo de noche. Pero aun salí otra vez. Los noodles me habían sentado fenomenal, pero tenía un hambre considerable y en mi mente se representaba todo el rato un filetazo (en todo el viaje no había comido más que platos mexicanos, ensaladas, salmón y los noodles camboyanos). Así que me dirigí otra vez al Gastown. Pero de camino, cumplí con una de las turistadas inevitables: subir a la torre más alta de la ciudad: el Vancouver Lookout. Si uno hace eso en Toronto, desde arriba se ve Toronto’ntero. En Vancouver no hay ripio similar a mano. La vista es interesante, con el encanto añadido del anochecer, pero nada comparable a la del Empire State, que además es un edificio precioso. 

Con el hambre desatada, decidí repetir en el Blarney Stone Irish Tavern. Para qué cambiar. Esta vez había menos gente (era más tarde) y no pegué la hebra con nadie. Me pedí mi filetazo, que estaba extraordinario, y escuché a los músicos.  El grupo había añadido una violinista y se decantaba más por la parte country de su repertorio. Con las dos pintas reglamentarias de IPA beer, me empezó a dar el sueño. Así que me retiré pronto. Caminé todo a lo largo de la calle Howe, llena de grupos de adolescentes de marcha, con importante presencia asiática. En algunos lugares había largas colas esperando autobuses. Lo que no había es gente de mi edad. Entiendo que ese sector de población se mueve en coche. Alcancé la cama cansado, pero feliz, al lado de la bañera donde podía imaginar a Marilyn en un baño de espuma. Continuará.