Les escribo desde Madrid, como ya se imaginarán, supongo, en donde estoy bien pertrechado contra el frío invernal que nos ha traído esa corriente de aire gélido del Ártico que está provocando nevadas por todo el norte de España. Por aquí ya habían empezado a salir las primeras flores de la primavera y espero que aguanten bien ese retroceso térmico. En mi terraza, la primera planta que ha florecido es como cada año la begonia de flor, aunque este año la acompañan las margaritas con las que completé la decoración floral para recibir a mi querido gato Tarik Marcelino, que pronto cumplirá un año conmigo. Vean las fotos de cómo están ahora ambos tiestos.
Pero toca ya contarles el resto de mi viaje por La France, que ha resultado redondo: todo ha ido saliendo como un reloj y no ha habido ninguna novedad o desviación de lo programado que haya que lamentar. Nos quedamos el otro día en plena celebración del sábado noche en la querida ciudad de Lille, en donde la conversación derivó unos instantes hacia el tema de los palominos, asunto en el que centré la segunda parte del post anterior para desarrollarlo debidamente. Acabamos razonablemente bebidos a una hora discreta, coincidiendo con el final de la música y la amenaza de cierre del local en el que estábamos. Decidimos retirarnos caminando hacia nuestra casa de acogida, donde mis hijos me tenían preparada una tarta de cumpleaños con siete velas de un color y tres de otro, que hube de soplar para cumplir con el ritual previsto para este tipo de eventos. Incluso grabamos un vídeo que pueden ver aquí.
El domingo amaneció lluvioso, lo que no nos impidió cumplir con el programa previsto, que comenzaba con una visita al mercadillo callejero gigante de Wazemmes, el centro de la vida en esta zona de Lille los domingos por la mañana. Enredando por allí nos compramos diversas cosas; yo un paquete de ras el hanut, esa especie de curry marroquí que ya compré allí otras veces y que se me estaba acabando. Kike se llevó algunas verduras para la cena de esa noche en Paris y además nos compramos dos pollos asados para comer en casa, en donde nos reuniríamos con Lesly y su novio, al que no conocíamos. Comimos bien y salimos luego en Metro con todos los pertrechos en dirección a la estación. Lucas se vino a acompañarnos y se tomó un café con nosotros. Después, Kike, Clarice y yo cogimos el TGV a París para una hora de cómodo viaje, en donde nos fuimos quedando fritos después de los excesos gastronómicos y festivos del fin de semana. Una foto que atestigua lo que les digo.
El lunes yo tenía el plan de reunirme de nuevo con Alain Sinou, que al día siguiente se marchaba en tren a Gerona, para pasar unos días en casa de su amigo Lluis. Le había comentado que tenía ganas de ver la exposición de Mark Rothko en la Fundación Louis Vuitton, el gran acontecimiento cultural del momento, y decidió que se venía conmigo, aunque me consta que ya la había visitado al menos tres veces; así es este hombre torrencial y apasionado. Nos citamos en el propio edificio, después de atravesar los tornos de entrada, a las 14.30, que es una buena hora para evitar agobios de gente. Yo dejé correr la mañana en casa y luego me bajé a coger el Metro hasta la estación Les Sablons. Allí recalé en el restaurante La Sequoia, que ya conocía de mi anterior visita, donde me obsequié con una ensalada vegana, con la consabida pinta de Affligem Blonde. Y luego caminé rumbo al edificio de Frank Ghery, que luce como un platillo volante en medio del Bois de Boulogne.
Entré y esperé a mi amigo, que llegó poco después con su gabardina primigenia que le sirve para toda clase de climas, caminando con sus largas zancadas características, inclinado hacia delante y con las piernas bastante abiertas, todo lo cual le confiere un aire casi prehistórico, de personaje un poco monstruoso de las películas del expresionismo alemán de hace poco más de un siglo. Entramos en la expo, que es sensacional, porque Mark Rothko era también un personaje muy singular, cuya trayectoria artística y vital se relata muy bien en las diferentes salas que se recorren en el lugar, con algún vídeo incluido. Rothko se crió en Nueva York, adonde sus padres, judíos de Letonia, emigraron para evitar que sus hijos fueran reclutados para el ejército zarista. Tenía sólo siete años. Empezó pronto a dibujar con mucha maestría y llegó a la pintura como artista que representaba figuras humanas bastante estilizadas, en una línea quizá surrealista. Luego fue evolucionando hacia la abstracción y, a mediados de los 40 empezó a pintar esos cuadros suyos más característicos con cuadrados de colores planos por los que es conocido en todo el mundo. Veamos algunos.
Todas fotos que tomé yo en el lugar, alguna con una persona para que se vea el tamaño y escala de las obras. Por estas obras se hizo famoso y su pintura se empezó a cotizar cada vez más alto. Aparte la fuerza conceptual de la idea artística, no cabe duda de que se trata de cuadros que cualquiera puede colgar en su cuarto de estar, sin sufrir el estrés que te puede producir, por ejemplo, uno de los atormentados lienzos de Pollock. Pero la fama no le gustaba nada a Rothko, que sólo quería desarrollar su propio camino artístico, sin pensar en lo que dijeran los demás. Taciturno y de carácter depresivo, entró en una espiral anímica negativa, que le llevó a colores cada vez más tétricos, hasta caer en el negro absoluto de su penúltima época.
Pareció mejorar algo en su última fase creativa en la que introdujo algunos grises matizando el negro que mejor expresaba su estado de ánimo, pero fue sólo un alivio transitorio antes de su suicidio en Nueva York en 1970. Abajo un par de fotos más. Por cierto, la segunda corresponde a una sala en la que sus últimas pinturas se muestran acompañadas por algunas esculturas de Giacometti, según el proyecto que él tenía, pero en todo caso después de pedir permiso a sus herederos y albaceas, que son fieles guardianes del legado del maestro. Esta sala es una maravilla. En conclusión, una gran exposición, que constituye actualmente el acontecimiento cultural más destacado de la ciudad de París.
Salimos al exterior y alcanzamos la Avenida Charles De Gaulle, que forma parte del gran eje viario y visual que empieza en el Arco de Triunfo y termina en el Arco de la Defense, a nuestras espaldas. No es una avenida demasiado interesante, transcurre por el municipio elegantón de Neuilly-sur-Seine, hasta cruzar por encima del Peripherique y entrar ya en el término municipal de París. Es un eje más centrado en el tráfico de coches que en los lugares peatonales, pero teníamos ganas de caminar y llegamos bastante adelante, hasta un bar anónimo donde paramos a tomarnos un vino. Cogimos luego el Metro y nos llegamos hasta Gare du Nord. Estábamos ambos invitados a cenar en casa de Kike y Clarice, en donde nos reunimos también con un amigo indio de ellos que se llama Rahul y resultó ser un tipo interesantísimo.
Nos cocinaron un curry riquísimo y la conversación en inglés fluyo torrencial entre Alain y Rahul, a los que me costaba seguir, porque Alain habla muy rápido y Rahul tiene el típico acento de los indios. Rahul forma parte de una oficina de urbanismo, de enfoque participativo, con sedes en París y Bombay y además está detrás de un negocio de comercialización en Europa del aguardiente que desde hace siglos se fabrica artesanalmente en las zonas de selva de la India con las flores del árbol del mahua, una especie endémica de la zona. Kike tenía una botella mediada de ese licor, que se fabrica ahora de modo más industrial, pero respetando la tradición y de forma ecológica y cerramos la noche con unos chupitos. Me recordó un poco al aguardiente de orujo que se fabrica en Galicia, pero mucho más aromático por su componente floral. Acompañamos con él una segunda tarta de cumpleaños, que Kike me tenía preparada por sorpresa, porque el lunes 19 era realmente mi aniversario. Pero esta vez, mis anfitriones pusieron unas velas con un uno y un ocho, porque dice Kike que tengo alma de quinceañero.
A una hora moderada, que al día siguiente había que trabajar, despedimos la noche y yo le di un gran abrazo a Alain, al que espero en Madrid la primera semana de abril con sus alumnos. Y pueden creerme si les digo que dormí como un auténtico tronco. Por las mañanas solía escuchar a Kike trajinando por allí antes de irse a la oficina, pero el martes 20 ni me enteré. Algo más tarde escuché ruidos. Era Clarice ya completamente arreglada para irse también. Me quedé solo, tirado en la cama que se forma con el sofá del salón de mis anfitriones y que yo solía apresurarme en recoger por las mañanas. Era mi primer momento de soledad después de una semana llena de acontecimientos colectivos maravillosos. Así que decidí relajarme y hacer un poco el vago.
Empecé por quedarme en la cama consultando el ordenador, las noticias del día, el correo, algún sudoku. A continuación, extendí una esterilla y completé una sesión entera de yoga, para lo que traía la equipación correspondiente. Me afeité, me duché, me vestí, recogí la habitación y salí a caminar por la ciudad ya cerca de la una. Mis pasos me llevaron a la zona del Canal Saint Martin, que es muy agradable. Localicé la pizzería Le Bricktop que ya conocía de otras ocasiones y que encontré medio vacía, sólo con dos parejas de chicas jóvenes. Me obsequié con una pizza con setas y trufas y salí a caminar al sol intermitente de la tarde. Alcancé la zona en la que el canal se abre creando el Bassin de la Villette cuyos laterales están muy animados a esas horas, entre corredores, gente estudiando o leyendo en los bares, grupos de mayores jugando a la petanca y más de un homeless por allí tirado.
Regresé a casa por la rue Lafayette, subí y me puse a escribir mi post anterior a este, mientras Clarice se dedicaba a coser con su máquina de pedal, uno de sus últimos hobbies. Pero no pude terminar el post, porque a las ocho daban el partido Inter de Milán Atlético de Madrid y Kike había quedado con un amigo italiano para verlo en una pantalla grande desplegable en donde se ven los partidos fenomenal. El amigo era muy simpático, partidario del Inter y la noche fue cayendo mientras el Atletico se desesperaba sin marcar ningún gol. Y pasamos así al miércoles. He de decirles que yo había previsto quedarme unos días extra por París con la esperanza de reunirme con mis amigos Héléne Chartier, jefa de urbanismo del grupo C40, y Alexandre Pillado, arquitecto y urbanista gallego residente en Paris. Había comido con ambos en viajes anteriores y con esa idea le indiqué a Alain las fechas de mis vuelos.
Pero resultó que Hélène estaba fuera, volvía el jueves y ese día tenía la agenda a reventar. Y a Alexandre resulta que le ha entrado la morriña y se vuelve a la tierra, por lo que estaba muy agobiado con la mudanza, después de haber vivido en Paris más de diez años. Quedé con ambos en vernos en otra ocasión y se me abrió la posibilidad de estar tres días por París callejeando y enredando, plan que no es para nada malo. El miércoles reservé entrada para visitar la Fundación Pinault y escogí las horas centrales como en la Vuitton, por evitar las aglomeraciones. Kike se quedaba ese día en casa teletrabajando y yo le acompañé mientras remataba y publicaba mi post. Luego cogí el Metro y me fui a la fundación. Para su información, les contaré que Bernard Arnault, Propietario de la Fundación Louis Vuitton, es actualmente el mayor multimillonario del mundo, según la lista Forbes. Su negocio del lujo le ha permitido superar a Elon Musk y otros tycoons.
No parece que fuera un tipo que entendiera mucho de arte, pero con sus millones se ha rodeado de buenos asesores y ahora organiza las mejores exposiciones, en un edificio magnífico. En cuanto a François Henry Pinault, es sólo el número siete de la lista Forbes y se desempeña en el mismo negocio de los objetos de lujo que Arnault. Sin embargo, este señor sí que era un gran coleccionista de arte bastante entendido y antiguo. Así que, muerto de celos, ha decidido hacer un museo como su odiado contrincante. En este caso, ha adquirido el antiguo edificio de la Bolsa, en Les Halles, y ha encargado su reforma y adaptación a sala de exposiciones al prestigioso arquitecto japonés Tadao Ando, premio Pritzker de hace unos años y autor entre otros del Museo del Hombre de La Coruña.
Allí me constituí a la hora convenida, con mi entrada descargada en el móvil. Mi precaución con la hora era superflua: a este lugar acude bastante poca gente, nada que ver con las multitudes que se desplazan al Bois de Boulogne a ver las magnas exposiciones de la Vuitton. Pero el edificio es muy interesante, de planta circular, en la que Ando ha demolido todas las divisiones internas para sustituirlas por un gran cilindro de hormigón desnudo. Este cilindro define un espacio interior para salón de actos, congresos y conciertos. Y un espacio exterior entre el cilindro y la envolvente redonda original por el que se distribuyen las diferentes salas que se recorren sucesivamente hasta volver a la entrada. Esto es así en varias plantas. Una solución sencilla y rotunda. Unas imágenes del lugar.
Las exposiciones temporales que pude ver me resultaron también muy interesantes, dedicadas a aristas actuales menos conocidos que Rothko. En primer lugar, una de un pintor irakí, que podríamos considerar expresionista y que pinta sus recuerdos desde que tuvo que salir pitando de su país por la invasión norteamericana. Aquí un par de sus cuadros, de gran formato.
No es difícil identificar en el primero la tristeza de los ropones que se ven obligadas a llevar las mujeres de su tierra y en la otra la brutalidad de los bombardeos sobre Bagdad. Quizá lo que más me impresionó fue una muestra de un artista que reúne en las salas a unos ancianos en sillas de ruedas, que parecen de verdad y que se mueven por toda la sala guiados informáticamente. Según el programa, el artista representa personajes con mando en las diferentes sociedades que se han hecho viejos pero se resisten a dejar su puesto. Una crítica de la llamada gerontocracia, que tan bien representan Biden y Trump. En este caso, lo que tomé fue un pequeño vídeo. El efecto sobre el espectador es impactante.
Me gustó mucho también la obra de un chino que se llama Liu Wei y que utiliza para sus esculturas libros viejos empastados, con los que construye maquetas de ciudades futuristas súper bonitas. Véanlas.
Esto de utilizar para el arte materiales reciclados es algo actualmente muy en boga. Tal vez ustedes no conozcan la obra de la artista turca Deniz Sagdic, que recientemente montó una exposición fastuosa en el aeropuerto de Estambul. De ella es el vídeo que tienen abajo. Ciertamente impresionante.
En fin, salí a la calle de nuevo y paré a comer una ensalada en uno de los múltiples restaurantes de la zona de Les Halles, que tienen horario continuo, porque había estado dos horas en la Pinault y ya no era tiempo de que otro tipo de lugares tuvieran la cocina abierta. Caminé luego en paralelo al Centro Pompidou y me interné en el Marais, para recorrer mis queridas calles del barrio judío y lo que fue la zona gay. Alcancé la plaza de los Vosgos, pero estaba empezando a llover así que cogí un Metro y me fui a casa a refugiarme con mis hijos. Me prepararon una cena estupenda de pasta con setas, verduras y perejil y nos fuimos a dormir.
El jueves anunciaban lluvia fuerte todo el día. Pero era mi último día de vagabundear por París y no quise quedarme en casa. Así que bajé, caminé hasta la zona de La Chapelle e inicié mi recorrido circular en paralelo a la línea 2 de Metro, que al principio va elevada y luego bordea por el sur la colina de Montmartre. Por si no lo saben, el llamado Sacre Coeur es, además de un monumento muy feo, en mi opinión (un pastelito), un lugar también bastante ominoso, porque fue sufragado por un millonario beatón, que quería agradecer a Dios que hubiera permitido que finalizara el episodio de La Commune de Paris, un antecedente del mayo del 68, cuyo final se saldó con cerca de 20.000 muertos a manos de las fuerzas del orden.
Continué por Pigalle, por un bulevar por el que no paseaba hace tiempo, para comprobar que sigue lleno de puticlubs, cines porno, strip-teases y similares y un personal pululando por allí de aire bastante canalla. La lluvia era de momento fina, así que continué hasta la Place de Clichy, donde había comido con Hélène la última vez, hasta llegar a la glorieta de Roma. Muy cerca de allí está la oficina donde trabaja mi hijo y habíamos quedado en comer juntos en el Tonton des Dames, un restaurante informal, con buena carne, buenos precios de menú y ambiente de gente joven, que para un momento a comer para luego seguir trabajando. Comimos estupendamente, yo con mi inevitable pinta de cerveza, puesto que no tenía que volver al trabajo. Luego paramos en un café frente a su oficina y nos despedimos hasta la noche.
Y hube de quedarme allí un buen rato, porque fue entonces cuando se desató el diluvio universal. Sólo cuando paró pude salir del lugar y caminar de nuevo en dirección Este. Pensaba alcanzar la zona de Les Halles y subir desde allí en Metro, pero la lluvia había amainado y no tenía prisa por llegar. Así que tomé ahora hacia el norte por la rue Saint Denis y llegué a casa, cansado pero feliz. Por la tarde-noche teníamos plan porque era jueves y los jueves la gente joven sale en París, en Londres, en Madrid y en todas las ciudades. Fuimos a la zona de Belleville, donde tomamos primero lo que los franceses llaman el aperó, que consiste en una gran jarra de cerveza, o varias, sin apenas aperitivo ni nada. Ya después, uno se va a cenar.
Nosotros lo hicimos en el restaurante vasco-francés Amatxi (que en euskera significa suegra). Era mi despedida de París y la celebramos adecuadamente. Y el viernes se terminó mi aventura. Desayuné sin prisas, me despedí de mis anfitriones y bajé a coger el RER, para el que tenía el billete de vuelta que me había sacado al llegar en el aeropuerto. Pasados los controles me comí un bocatín de jamón con una birra y subí al avión. El vuelo fue plácido y los de Air France tienen la costumbre de ofrecerte un mini sándwich con el que se puede pedir una cerveza. Pero resulta que los sándwiches se pueden elegir de pollo o de queso y todo el mundo elige el de pollo. Así que el sobrecargo paso después ofreciendo los de queso a quien los quisiera, ocasión que no desaproveché.
Llegué a Madrid como a las tres y media, cogí el Metro como de costumbre y llegué a casa a tiempo de encontrarme con mi hijo Lucas, que llevaba unos días en Madrid y había quedado con un amigo para cocinar una pasta. Se despidieron, descansé un rato y me fui a recoger a Tarik Marcelino que, según África, esta vez se ha integrado muy bien y no se ha peleado nada con los suyos. Tan bien se lo había pasado que estuvo todo el recorrido del taxi quejándose con unos maullidos que claramente expresaban: ¡¡no hay derecho!! El resto hasta hoy es el habitual en mi vida de jubilado activo: yoga, inglés, guitarra, citas con amigos/as y slow-down hasta la siguiente aventura. Leyendo este post es como si hubieran estado ustedes en París, así que no se quejen de la longitud. Y, por supuesto, sigan siendo buenos.