Sí, ya lo soy, porque esta ciudad enamora como ninguna, entiendo que mucha gente se radique aquí y ya no se quiera ir, salvando los inconvenientes de la carestía de la vivienda y el transporte también bastante caro; lo demás es más o menos como en cualquier otra ciudad grande y, además, los sueldos son también muy altos. Con la tontuna del Brexit (al que los londoners votaron masivamente en contra, como los escoceses y las jóvenes generaciones), aquí hay una oferta de trabajo muy atractiva y permanente: con las dificultades que se ponen a la inmigración, incluso hay vacantes difíciles de cubrir. Pero vayamos al principio de mi viaje, porque muchos de mis lectores más sedentarios se preguntan por qué me meto yo en semejantes líos pudiendo estar en casa con mi querido Tarik Marcelino, a cubierto de tormentas, inundaciones, bombardeos y otras calamidades que asedian a los ciudadanos de a pie y específicamente a los viajeros, más el coñazo de los cruces de frontera, con sus colas y controles de documentación y seguridad.
Como les conté, el jueves 12 tuve una jornada bastante intensa, a pesar de la suspensión de la clase de inglés, en la que estuve escribiéndoles el post anterior, lo que compatibilicé con bajar a ponerme la doble vacuna, comer, asistir a un webinar del grupo C40 sobre propuestas de vivienda asequible (que es una cuestión candente en todo el mundo), ir a mi clase de yoga y ya de anochecida acudir al aeropuerto a recoger a una amiga que llegaba de Budapest, todo ello en medio de un diluvio nunca visto en la ciudad, que generaba inundaciones peligrosas en los accesos a las autopistas y charcos gigantes en la calzada que obligaban a ir muy despacio para no tener algún problema gordo. Pero llegué a casa finalmente, para encontrarme que me dolían un montón los dos pinchazos en los brazos y, nada más acostarme, me sobrevino una especie de tiritona aguda, que Tarik captó enseguida y por la que me preguntó extrañado con su lenguaje explícito de maullidos. Era la reacción a la vacuna, que me obligó a tomarme un ibuprofeno y abrigarme bien.
El viernes me levanté mejor, aunque algo cansado y hube de ocuparme de algunos asuntos de intendencia que no tienen mayor interés para ser reseñados aquí, lo que me dejó, digamos, preparado en boxes para mi viaje, únicamente pendiente de llevar a Tarik a casa de África y hacer mi equipaje. El sábado, me levanté, me tomé un café bebido y caminé hasta la academia de yoga para mi última clase hasta la vuelta. Luego me pasé por La Casa de las Torrijas para mi habitual desayuno post-yoga y volví a casa. Me cociné un par de lomos de salmón al microondas con arroz basmati y salsa de soja, descansé un rato y luego me dispuse a llevar al gato a su alojamiento temporal. Algo que no dejé de hacer sin un marcado sentimiento de culpabilidad. Con lo majo que es este animalito, es una faena imperdonable que yo lo coja en alto y lo introduzca en el transportín para llevarlo a sabe Dios dónde. Me sentí claramente culpable y sin posibilidad de autorredimirme.
El bueno de Tarik no hizo ningún gesto o maullido de protesta, es un gato confiado y cree que no le puede llegar ningún mal de mi parte. Cogí un taxi en la Castellana, tras asegurarme de que el taxista no era alérgico a los gatos. No sólo no lo era, sino que era un gatero inveterado, que tenía dos gatas en casa a las que adoraba. A pesar de ser sábado por la tarde, había un atasco considerable en el centro de Madrid, resultado de la inexistente política de movilidad del equipo del señor Almeida y su hombre fuerte Borja Carburante. Yo iba hablando todo el rato con el taxista, hasta que de pronto caí en la cuenta de que Tarik llevaba todo el trayecto sin decir esta boca es mía. Lo busqué y ¡¡estaba dormido!! Un indicativo de lo confiado y bueno que es este gato. En casa de África le abrimos y enseguida empezó a hacer sus inspecciones cartográficas por toda la casa, sin que los gatos anfitriones se alteraran demasiado. Mina se situó rápida sobre una silla para controlarlo desde arriba, bufando bajito cuando se acercaba, mientras que Ulises lo acogió con naturalidad.
Caminé de vuelta hasta el Metro de Bilbao, con la sensación clara en mi cabeza de que el viaje había comenzado ya. En casa, me encontré muy solo y empecé a echar de menos a Tarik Marcelino, de forma casi física, dolorosa. La casa me parecía enorme, fría y desangelada, sin mi colega de los últimos meses. Me sentía tan raro que decidí bajar a cenar al restaurante asiático Jinode, en la calle Atocha, apenas a 100 metros de mi casa. Es un lugar donde elaboran un sushi sensacional, regentado por una pareja de chinos muy amables conmigo, sobre todo la chica, que me colma de besos y abrazos cada vez que voy, lo que me hace dudar de si el compañero es su marido como pensé al principio o tal vez es su hermano.
En el ambiente impersonal de un restaurante lleno de turistas, me pareció confirmar que el viaje había empezado ya, mientras me comía un surtido de sushis con un plato de edamame de acompañamiento y un par de cervezas de presión. Los chinos me desearon buen viaje y subí a casa a dormir mi soledad. África me contó al día siguiente por teléfono que Tarik se había pasado toda la noche llorando a voz en grito, que claramente me echaba de menos y que no les había dejado dormir. Puedo entenderlo, yo dormí regular y no lloré a gritos porque me educaron para que no hiciera eso. Parece que, pasada la primera noche, Tarik se ha integrado ya plenamente en su nueva familia provisional.
El domingo desayuné normalmente y me puse a hacer el equipaje, que ya tenía medio preparado por mi sistema habitual que consiste en ir poniendo sobre una cama durante días todo lo que habré de llevarme. Para el último día queda probar a ver si cabe en la maleta, pesarla para saber si rebasa o no los límites y ya está. A eso de la una ya lo tenía todo terminado cuando me escribió mi amigo Henry Guitar para confirmarme un plan que habíamos esbozado en la última clase: acercarnos a Vallecas Villa en Metro, aparecer por sorpresa en el bar en el que suele estar Críspulo a esas horas y tomarnos el vermú con él. Nos encontramos en la estación Vallecas Villa y subimos al bar, donde Críspulo se puso contentísimo. Hicimos la ronda por los diferentes bares en los que todo el mundo le conoce y lo saludan con mucho cariño. Y dejamos constancia gráfica de nuestro encuentro.
Por la tarde estuve por casa dormitando y leyendo, porque quería acostarme temprano. Mi vuelo a Londres salía al día siguiente lunes a las 9.10 de la T4. Eso suponía que tenía que estar en el aeropuerto hora y media antes, a las 7.45. Como de costumbre había decidido ir hasta allí en Metro, lo que supone una hora de desplazamiento (en un taxi tardaría lo mismo, por la hora punta). Es decir, tenía que salir de casa a las 6.45. Y a mí me gusta disponer de hora y cuarto para desayunar sin prisas mientras leo las noticias, afeitarme, ducharme y vestirme. Además de chequear los últimos detalles. Tenía, pues, que ponerme el despertador a las 5.30 y procurar acostarme la noche antes lo más pronto que pudiera. Cumplí mi programa a rajatabla y estaba en el aeropuerto a las 7.45, con puntualidad británica.
Y pueden creerme si les digo que llegué a la puerta de embarque menos de diez minutos antes de que la azafata de turno diera comienzo a dicho embarque. No me sobró nada. Es que hay que pasar primero la seguridad, para lo que se forma una cola muy larga que da varias vueltas sobre sí misma como una serpiente y donde hay que colocar todo en bandejas, quitarse el cinturón, sacar el ordenador a una bandeja aparte, etcétera. Luego hay que coger un trenecito gratuito que te lleva a las puertas S, donde hay que repetir la cola de serpiente para mostrar tu pasaporte en los lectores automáticos que lo chequean, lectores que a mí no me funcionaron, por lo que hube de dirigirme a un policía en su garita, un tipo que, ya si eso, te hace una serie de preguntas (por qué vas a Inglaterra, dónde te vas a alojar, que fecha tiene tu vuelo de vuelta). Estos son los fastidios inherentes a volar en un mundo en estado de alerta que, por ejemplo, mi amigo Alfred odia íntimamente y a veces le disuaden de viajar más.
Pero el vuelo cumplió el horario previsto, llegamos en punto y no hubo turbulencias. Viajé al lado de una señora asiática con la que pegué la hebra y me contó que trabajaba para la iglesia en Madrid, donde era la secretaria personal del obispo; que viajaba para visitar a unos parientes, que su trabajo era todo en inglés, pero que se manejaba más o menos en español porque era filipina, como yo me había imaginado. Le pregunté si eran católicos y con un repelús de orgullo me dijo que no, que eran episcopalianos carismáticos (sic). Le ayudé con las maletas y nos despedimos con cariño. Estaba en el aeropuerto de Heathrow y muy pronto comprobé lo que me habían anunciado: el sistema de transporte público de Londres es excelente, la coordinación entre trenes, Metros y autobuses es perfecta y las indicaciones de todas las estaciones son claras y precisas, por lo que no se sufre ninguna incertidumbre.
Lo que garantiza ese buen funcionamiento es la existencia de un organismo centralizado de control y gestión, de ámbito metropolitano, que unifica y coordina todos los sistemas a su cargo. Para pagar, hay en todos lados unos lectores, que te abren los tornos o portezuelas presentando tu tarjeta Visa. Y cada noche te hacen la liquidación de lo que has gastado en el día y te lo cobran en la Web del banco, con un máximo diario de unos 12 euros, a partir del cual todo el transporte es gratis. El organismo que coordina todo esto es la TfL, Transports for London. En Madrid hay algo parecido, el Consorcio Regional de Transportes, un vestigio de lo que fue la COPLACO, organismo franquista de coordinación metropolitana que fue eliminado a la llegada de la democracia, perdiéndose para siempre la posibilidad de coordinar otros temas como el planeamiento, el medio ambiente o la recogida y almacenaje de residuos.
En Heathrow, yo cogí un tren hasta la estación de Paddington, que se paga aparte, como sucede con todos los accesos a aeropuertos. En Paddington cogí el Metro hasta Liverpool Street y allí salí a la calle a buscar la parada del autobús 26. Los autobuses de Londres son puntuales y cómodos, de dos pisos y color rojo y el conductor controla el pasaje con unas cámaras, lo que le permite esperar hasta que se ha bajado el último viajero. Los que se quieren bajar, incluso del segundo piso, no se levantan hasta que el autobús está parado. Este es otro signo típicamente londinense: la tranquilidad, la flema, la educación, el orden en todos los aspectos de la vida. El 26 me llevó a la zona de Hackney Wick, donde vive mi hijo Lucas. Sólo después de bajarme del bus recurrí al Google Maps para llegar al portal. Mi hijo vive en un primer piso y estaba teletrabajando con la ventana abierta. En un momento dado, escuchó en la calle un loro mecánico que decía en español: Ha llegado; su destino está a la izquierda. Y supo que yo estaba allí.
En la casa viven dos parejas, cuatro jóvenes que trabajan mucho y a los que yo no quiero dar demasiado la lata. Coloqué mis cosas por allí, descansé un poco y en cuanto pude, salí a caminar por la ciudad. Siguiendo más o menos la traza del autobús 26, me fui acercando al London Bridge, en el Támesis, prácticamente al lado de la City. Pero antes de llegar, me topé con el Spitalfields Market, uno de los mercados callejeros londinenses que quería visitar, todos cubiertos con techos acristalados sobre cerchas metálicas para resguardarse de la omnipresente lluvia. Estaban poniendo ya las decoraciones de Navidad y el lugar estaba bastante animado. Localicé un bar donde tenían cerveza de presión de diversas marcas, cada una con su grifo y me tomé media pinta con unos anacardos, aperitivo que me permitió ya pulsar lo caro que es en esta ciudad este tipo de placeres. Un par de imágenes del lugar
Continué luego hacia el London Bridge, en medio de la animación callejera correspondiente a la hora de salida de los trabajos. Era ya noche cerrada y yo tuve una sensación nítida: esta es la primera gran ciudad del mundo, la más antigua, tal vez en competencia con París. Las demás metrópolis las han copiado a ellas y en algunos casos las superan, como Nueva York. Pero aquí es donde empezó todo. Y aquí es donde sigue estando el dinero, este es también el mayor y más antiguo paraíso fiscal. Entre Londres y Paris hay una diferencia urbanística básica. En París, el tejido urbano está estructurado en torno a unas grandes avenidas con bulevares y edificios o monumentos en sus ejes, que actúan como hitos visuales. Estas vías fueron abiertas por el barón Haussman para darle a la ciudad la grandeza de sus perspectivas pero también, según los historiadores, para facilitar el movimiento de los pelotones de policía a caballo, necesaria para reprimir a sus habitantes, siempre revolucionarios, comuneros y protestones.
En Londres en cambio, tuvieron un gran incendio en 1666 (fecha bien diabólica) que destruyó la ciudad entera. La cosa empezó en una panadería y parecía que no sería tan grave, hasta el punto que el Alcalde estuvo por allí y decidió irse a dormir. Estuvo a punto de que se le achicharraran los cataplines y descubrir anticipadamente los huevos fritos con salchicha, pero en cualquier caso pasó a la historia como supremo idiota. Pues bien, en ese momento se podría haber convertido Londres en una ciudad moderna estructurada a la manera barroca sobre grandes avenidas (como hicieron, por ejemplo en Rotterdam tras el bombardeo nazi). Pero se consultó a la población superviviente y mayoritariamente pidieron que se reconstruyera la ciudad exactamente con el mismo trazado medieval. Eso explica por qué el plano de Londres es orgánico, arriñonado, con las calles principales en curva. Y todo ello festoneado por los aleatorios meandros del Támesis. Desde el London Bridge tomé unas cuantas vistas nocturnas.
En la de arriba se ve al fondo el puente de la Torre de Londres. En la otra, el rascacielos conocido como el Shard, la astilla, bastante característico también de esta ciudad magnífica. Se hacía tarde y yo estaba cansado del vuelo y la caminata, así que caminé hasta la ruta del 26 y cogí el bus a casa, donde Lucas me esperaba con unas lentejas fastuosas. Y hasta aquí el relato de los prolegómenos y el primer día efectivo de mi viaje, que ya estoy alcanzando el tamaño crítico de mis posts y he de parar. Escribo esto en la mañana de mi cuarto día, en que he decidido quedarme en casa porque está lloviendo, Lucas y su otro colega andan por aquí. Yo tengo planes para la tarde/noche, que ya les iré contando puntualmente. Les dejo de cierre una imagen más, desde la orilla sur del río, que sintetiza un poco lo que es esta ciudad en donde pasado presente y futuro se compaginan de forma bastante armonizada. Sean felices.
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