Odio ponerles deberes pero, para
entender bien este post, les conviene repasar aunque sea por encima el #64,
“De escoceses y otros estereotipos”, del que éste es continuación. ¿Ya lo han
leído? Muy bien. La película La parte de los ángeles de Ken Loach, de la
que les hablaba en ese texto escrito a finales del año pasado, cuenta una
historia que gravita en torno a la fabricación del whisky de malta y su
importancia como seña de identidad de los escoceses. Se puede decir que, en la
práctica, las señas de identidad fundamentales de los escoceses son tres: el kilt (falda tradicional que usan los
caballeros), el whisky y William Wallace, el héroe local en el que se inspira
la conocida película Braveheart.
El título de la película de Loach
alude al hecho probado de que el whisky de malta, tras un largo y complejo
proceso de elaboración y destilación, es guardado en barricas de roble durante
diez a doce años y, en su encierro, pierde cada doce meses entre un 1% y un 2% de su
volumen. Las barricas son herméticas, no sufren ninguna pérdida y no hay explicación
científica de esa disminución. Según un viejo dicho escocés, esa es la parte
que se llevan los ángeles, a los que al parecer también les gusta el líquido
ambarino que se elabora en aquellas lejanas tierras.
Contaba también en el post citado
que tengo un amigo escocés, por nombre Geoff Keogh, y que pensaba que tal vez
no volviera a verle más, porque hacía unos cuantos años que no venía a
visitarnos con sus alumnos de la Aberdeen Business School, de la que era Senior Lecturer. Poco antes le había
mandado una felicitación de Navidad a su dirección de mail de la universidad, y
no me había contestado. Muy bien, pues el bueno de Geoff ha reaparecido y ayer
pudimos darnos un abrazo. Hace unas semanas nos comunicó su intención de venir
a Madrid acompañando a un grupo de profesores y alumnos de la Oxford Brookes
University. La Brookes es una universidad privada (todas en el Reino Unido lo
son en alguna medida, desde los tiempos de Thatcher) con una escuela de negocios
bastante prestigiosa.
Organizamos la cosa para incluir
en su programa una charla mía de hora y media sobre la historia urbanística de
Madrid y el marco actual de oportunidades para inversores extranjeros
en un contexto de crisis. Como el edificio de mi nueva oficina no cuenta con
ningún salón capaz para 30 personas, le pregunté por correo si tenían algún
otro lugar para la conferencia, puesto que a mí no me importaba desplazarme a
donde me dijeran, incluso a su hotel. Sólo necesitábamos un ordenador, un cañón
y una pantalla.
Con estas indicaciones, Geoff organizó
el programa lectivo del grupo para el día de ayer. A las 9 de la mañana salí de
mi casa caminando en dirección al Colegio Nacional de Economistas, cerca de la
zona de Ópera, en donde tenía que hablar entre las 9.30 y las 11. Me encontré
primero con mi amigo y, mientras comprobábamos el funcionamiento del ordenador,
me contó que, como yo imaginaba, se ha jubilado (está feliz por ello) de su
puesto en la Aberdeen Business School. Pero mantiene su red de contactos y
ofrece sus servicios por libre, para la organización de viajes de estudios. Algo
así como lo que montó Michel Velly en Nantes. Esto debe de ser algo muy gratificante; tendré que pensármelo para cuando me echen del Ayuntamiento.
Aprovechando su situación de retiro,
se ha marchado de Aberdeen y ahora vive en Bristol, la ciudad de clima más
cálido de Inglaterra, con su gigantesca playa al Mar de Irlanda. En su nuevo estatus de jubilado que ofrece sus servicios como free lance, Geoff Keogh tiene una imagen muy diferente de la que yo
tenía en mi cabeza. Lo recordaba como a un tipo súper delgado, un poco
encorvado, siempre impecablemente vestido con traje y corbata de tonos oscuros y con su
escaso pelo muy recortado. Ayer lo vi más gordito, con buen color, unas guedejas
canosas en la parte baja del cráneo parecidas a las mías, una chaqueta de punto
de color beis y las típicas sandalias abiertas con calcetines gruesos que sólo se puede poner un
británico. Así asistió a mi charla, en compañía de dos profesores de la Brookes
de aire informal pero más cuidado.
La charla discurrió con
normalidad, los chavales se mostraron interesados e hicieron muchas preguntas.
Al final, en el momento de los aplausos, Geoff extrajo de su mochila una
botella de whisky de su tierra, guardada en el habitual canuto de cartón
cerrado por los extremos con dos tapaderitas metálicas. Como ya conté en el
post #64, le debo a mi amigo el conocimiento del whisky de malta, las
instrucciones para usarlo adecuadamente y la experiencia de haber probado un
licor que no tiene comparación con ningún otro. Él recordaba cuánto apreciaba
yo sus regalos y, aunque ya no vive en Escocia, venía cargado con una botella
para mí.
Los alumnos salieron a descansar
hasta la clase siguiente, que era a las 12, y los tres profesores me ofrecieron
tomar un café con ellos en algún bar cercano. Acepté, agarré mi preciada
botella y caminamos hasta la calle Arenal, ya bañada por un sol matinal muy
agradable en estos días fríos de mayo. En la esquina con la plaza de la Ópera
hay un bar estupendo con terraza a los dos lados. Les pregunté si querían que
nos sentáramos fuera y dijeron que no, que tenían poco tiempo. Entramos y nos
situamos en la barra, en donde hube de hacer de traductor para que los camareros
entendieran los tipos de café que querían mis colegas.
Con los cafés ya servidos,
pagaron y entonces dijeron que por qué no nos íbamos a la terraza. Cosas de los
extranjeros, para eso nos hubiéramos sentado antes y nos habrían servido los
camareros de fuera. Pero ese era su capricho. Así que cada uno cogió su café y
nos dirigimos en fila al exterior. Yo cerraba la formación llevando en la mano derecha
la taza de mi cortado, cogida por el plato y en la izquierda mi preciado whisky
sujeto por el centro del canuto de cartón en posición casi vertical. En el
momento en que estaba situando la taza en la mesita con mis compañeros ya
sentados, la botella de whisky decidió por su cuenta liberarse de su encierro empujando la tapaderita inferior, resbalar a lo largo del
canuto y estrellarse contra la acera de
granito.
Nos quedamos desolados,
especialmente yo, como se imaginan. Por un momento pensé que a lo mejor me
daban otra, pero no se planteó; seguramente mi amigo sólo traía esa botella, un
regalo especial para mí. Los dos de Oxford me vieron tan hecho polvo que, tras
consultar entre ellos, me regalaron un bolígrafo cromado de su universidad, en
una cajita también cromada. Es una preciosidad, pero yo hubiera preferido el whisky.
Después nos terminamos los cafés. Le insistí a Geoff en que no pasaba nada, que
había sido mi culpa y que mi disgusto por aquel pequeño accidente no empañaba
la alegría de haber recuperado el contacto con él (esto último es cierto). Que ya
tendríamos múltiples ocasiones de que me trajera otras botellas y que le
prometía manejarlas con más cuidado. Pero el encanto del día estaba roto.
Ahora rebobinemos. ¿Cabe imaginar
una sucesión de fatalidades como esa? Durante el trayecto al bar llevé la
botella de la forma en que el cuerpo te pide transportar una cosa tan valiosa:
mano izquierda en el centro del cilindro de cartón inclinado 45 grados y mano
derecha debajo de la tapa inferior. En la barra lo puse de pie. Si nos
hubiéramos sentado en la terraza al llegar, como les propuse, no hubiera pasado
nada. Pero con una mano ocupada llevando el café, sucedió lo que sucedió.
También influyó que la tapadera estaba deficientemente pegada. Y que no tuve los reflejos del futbolista Cañizares para pararla con el pie, arriesgando la integridad de mi tobillo. Y que Gallardón decidió poner granito del más duro en la reforma de la calle Arenal, como en todas las suyas.
En fin que, si hay gente que se cree que los ángeles del cielo hacían cada día el trabajo de San Isidro, por qué no imaginar que en este caso fueron los ángeles que se llevan una parte del contenido de las barricas quienes organizaron esa funesta secuencia de hechos, porque querían más. John Irving, el gran escritor de Nueva Inglaterra, sostiene que la vida es un trayecto irregular, formado por tramos rectos entre los accidentes, en ocasiones graves, que sufrimos a lo largo de ella. Así estructura sus novelas, en las que siempre pasa alguna putada, invariablemente en momentos de alegría y euforia.
En mi caso, el accidente fue minúsculo (que todos sean como ese). Pero se pueden imaginar el disgusto que me llevé. Todavía no se me ha pasado. Por favor: no lleven nunca una botella guardada en canuto de cartón con una sola mano. Eso es lo que yo aprendí ayer. Pidan una bolsa para llevarla, hagan dos viajes o utilicen el truco que quieran. Pero no repitan mi majadería. Les juro que sienta muy mal.
En fin que, si hay gente que se cree que los ángeles del cielo hacían cada día el trabajo de San Isidro, por qué no imaginar que en este caso fueron los ángeles que se llevan una parte del contenido de las barricas quienes organizaron esa funesta secuencia de hechos, porque querían más. John Irving, el gran escritor de Nueva Inglaterra, sostiene que la vida es un trayecto irregular, formado por tramos rectos entre los accidentes, en ocasiones graves, que sufrimos a lo largo de ella. Así estructura sus novelas, en las que siempre pasa alguna putada, invariablemente en momentos de alegría y euforia.
En mi caso, el accidente fue minúsculo (que todos sean como ese). Pero se pueden imaginar el disgusto que me llevé. Todavía no se me ha pasado. Por favor: no lleven nunca una botella guardada en canuto de cartón con una sola mano. Eso es lo que yo aprendí ayer. Pidan una bolsa para llevarla, hagan dos viajes o utilicen el truco que quieran. Pero no repitan mi majadería. Les juro que sienta muy mal.
Sean cuidadosos. Lo que John Irving
cuenta es la vida misma.